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– Sería cruel si esto le hubiera pasado a un hombre común y corriente -dijo-. Pero uno deja de ser común en el instante en que empieza a vivir cono guerrero. Además, no te busqué un adversario que vale la pena porque quiera jugar contigo, o fastidiarte, o enojarte. Un adversario digno podría servirte de acicate; bajo la influencia de una oponente como la Catalina, tal vez tengas que echar mano de todo cuanto te he enseñado. No te queda otra alternativa.

Guardamos silencio un rato. Sus palabras me habían provocado una tremenda aprensión.

Luego me pidió imitar lo mejor posible el grito que oí después de decir: "Buenas noches."

Intenté reproducir el sonido y lancé un aullido extraño que me asustó. A don Juan debe haberle parecido chistosa mi interpretación; rió casi incontrolablemente.

Después me hizo reconstruir la secuencia total: la distancia que corrí, la distancia a que la mujer estaba cuando la encontré y a qué distancia cuando llegué a la casa, y el sitio en que empezó a saltar.

– Ninguna india gorda podría brincar así -dijo después de sopesar todas aquellas variables-. Ni siquiera podría correr tanto.

Me hizo saltar. No pude cubrir más de un metro veinte en cada brinco, y si mi percepción era correcta, los saltos de la mujer habían sido cuando menos de tres metros.

– Bueno, has de saber que de ahora en adelante debes estar siempre alerta -dijo don Juan con gran urgencia-. Esa mujer va a tratar de tocarte el hombro izquierdo en un momento de descuido y debilidad.

– ¿Qué debo hacer? -pregunté.

– No tiene caso quejarse -dijo él-. De ahora en adelante, lo que importa es la estrategia de tu vida.

Yo no podía concentrarme en lo que decía. Tomaba notas en forma automática. Tras un largo silencio me preguntó si tenía yo algún dolor en la nuca o detrás de las orejas. Repuse que no, y él me dijo que, si hubiera experimentado una sensación desagradable en cualquiera de esas dos partes, eso habría significado que la Catalina me había hecho daño aprovechando mi torpeza.

– Todo lo que hiciste anoche fue una torpeza -dijo-. En primer lugar, fuiste a la fiesta a matar tiempo, como si hubiera tiempo que matar. Eso te debilitó.

– ¿Quiere usted decir que no debo ir a fiestas?

– No, no digo eso. Puedes ira donde se te antoje, pero si vas, debes aceptar la entera responsabilidad de ese acto. Un guerrero vive su vida estratégicamente. Sólo asiste a una fiesta o a una reunión así, en caso de que su estrategia lo pida. Eso significa, desde luego, que tiene dominio total y realiza todos los actos que considera necesarios.

Me miró con fijeza y sonrió; luego se cubrió la cara y rió suavemente.

– Estás en un buen aprieto -dijo-. Tu adversario te está pisando los talones y, por primera vez en tu vida, no puedes permitirte el lujo de actuar por las puras. Esta vez debes aprender un hacer totalmente distinto, el hacer de la estrategia. Considéralo así. En caso de que sobrevivas a los ataques de la Catalina, algún día tendrás que darle las gracias por haberte forzado a cambiar de hacer.

– ¡Qué cosa tan terrible! -exclamé-. ¿Y si no sobrevivo?

– Un guerrero nunca se entrega a esos pensamientos -dijo-. Cuando tiene que actuar con sus semejantes, un guerrero sigue el hacer de la estrategia, y en ese hacer no hay victorias ni derrotas. En ese hacer sólo hay acciones.

Le pregunté qué implicaba el hacer de la estrategia.

– Implica que uno no está a merced de la gente -repuso-. En esa fiesta, por ejemplo, fuiste un payaso, no porque conviniera a tus propósitos el ser un payaso, sino porque te colocaste a merced de,aquella gente. Nunca tuviste el menor dominio y por eso tuviste que salir huyendo.

– ¿Qué debía haber hecho?

– No ir a la fiesta, o bien ir a fin de cumplir un acto especifico.

"Después de travesear con los yoris estabas débil, y la Catalina usó esa oportunidad. Se puso a esperarte en el camino.

"Pero tu cuerpo sabía que algo andaba fuera de lugar, y así y todo le hablaste. Eso estuvo muy mal. No debes dirigir una sola palabra a tu oponente durante esos encuentros. Luego le diste la espalda. Eso estuvo peor todavía. Luego corriste de ella, ¡y eso fue lo peor que podrías haber hecho! Parece que la vieja ésa es torpe. Una bruja de las buenas te habría agarrado allí mismo, en el instante en que volviste la espalda y echaste a correr.

"Por lo pronto, tu única defensa es plantarte y bailar tu danza."

– ¿De qué danza habla usted? -pregunté.

Dijo que el "pataleo de conejo" que me había enseñado era el primer movimiento de la danza que un guerrero cultiva y acrecienta toda su vida, y luego ejecuta en su última parada sobre la tierra.

Tuve un momento de rara sobriedad y me vino una serie de pensamientos. En cierto nivel, estaba claro que lo ocurrido entre la Catalina y yo, la primera vez que la enfrenté, era real. La Catalina era real, y no podía descartarse la posibilidad de que verdaderamente me estuviera siguiendo. En otro nivel, yo no comprendía cómo estaba siguiéndome, y eso daba pábulo a la leve sospecha de que don Juan me estuviera engañando, y de que él mismo produjera de algún modo los extraños efectos de los que fui testigo.

Don Juan miró de pronto el cielo y me dijo que todavía había tiempo de ir a ver a la bruja. Me aseguró que corríamos muy poco peligro, porque sólo pasaríamos en el coche frente a su casa.

– Debes confirmar su forma -dijo don Juan-. Así ya no quedarán dudas en tu mente, en un sentido o en otro.

Las manos me empezaron a sudar profundamente y tuve que secarlas repetidas veces con una toalla. Subimos en mi coche y don Juan me encaminó a la carretera principal y luego a un camino amplio, sin pavimentar. Conduje por la parte central; camiones y tractores habían dejado hondos surcos y mi coche tenía la suspensión demasiado baja para ir por la derecha, o por la izquierda. Avanzamos despacio entre una espesa nube de polvo. La tosca grava usada para nivelar el camino se había apelmazado con la tierra durante las lluvias, y piedras de barro seco rebotaban contra el fondo metálico del coche, produciendo fuertes sonidos de explosión.

Don Juan me indicó reducir la velocidad al acercarnos a un puente pequeño. Había cuatro indios sentados allí y nos saludaron con la mano. No supe, bien si los conocía o no. Pasamos el puente y el camino se curvó con suavidad.

– Ésa es la casa de la mujer. -me susurró don Juan, señalando con los ojos una casa blanca circundada por una alta cerca de carrizo.

Me dijo que diera vuelta en U y me detuviese a medio camino; esperaríamos a ver si la bruja cobraba suficientes sospechas para dar la cara.

Estuvimos allí unos diez minutos. Me pareció un tiempo interminable. Don Juan no dijo palabra. Inmóvil en el asiento, miraba la casa.

– Allí está -dijo, y su cuerpo dio un salto súbito. Vi la silueta oscura, ominosa, de una mujer parada dentro de la casa, mirando a través de la puerta abierta. El interior estaba en penumbras y eso sólo acentuaba la oscuridad de la silueta.

Después de unos minutos, la mujer dejó las sombras del cuarto y se paró en el umbral a observarnos. La miramos un momento y don Juan me dijo que siguiera adelante. Yo estaba sin habla. Podría haber jurado que esa mujer era la que vi saltando junto al camino, en la oscuridad.

Una media hora después, cuando íbamos ya por la carretera pavimentada, don Juan me habló.

– ¿Qué dices? -preguntó-. ¿Reconociste la forma?

Vacilé un largo rato antes de responder. Tenía miedo del compromiso involucrado en decir sí. Preparé cuidadosamente mi contestación y dije que me parecía que había estado demasiado oscuro para tener verdadera certeza.

Riendo, me dio unos golpecitos suaves en la cabeza.

– Era ella, ¿verdad? -preguntó.

No me dio tiempo de responder. Puso un dedo sobre su boca en gesto de silencio y me susurró al oído que no tenía caso decir nada y que, para sobrevivir a los ataques de la Catalina, yo debía usar todo cuanto él me había enseñado.

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