El cielo estaba totalmente despejado hacia el oeste y la luz del sol era espectacular. Acaso el hecho de que don Juan me llamaba la atención al respecto hacía verdaderamente espléndido el resplandor amarillento del sol vespertino.
– Deja que ese resplandor te encienda -dijo don Juan-. Antes de que el sol se oculte hoy, debes estar perfectamente tranquilo y recuperado, porque mañana o pasado vas a aprender a no-hacer.
– ¿A no hacer qué? -pregunté.
– No te apures ahora -dijo-. Espera a que estemos en esas montañas de lava.
Señaló unos picos distantes hacia el norte, serrados, oscuros y de aspecto ominoso.
Jueves, abril 12, 1962
Al atardecer llegamos al desierto alto en torno a las montañas de lava. En la distancia, los montes café oscuro se veían casi siniestros. El sol estaba muy bajo en el horizonte y brillaba sobre la cara occidental de la lava solidificada, pintando en su pardez oscura un deslumbrante conjunto de reflejos amarillos.
Yo no podía apartar la vista. Aquellos picos eran en verdad hipnotizantes.
Al final del día, las cuestas inferiores de las montañas estaban a la vista. Había muy poca vegetación en el desierto alto; todo cuanto yo podía ver eran cactos y una especie de arbustos que crecían en mechones.
Don Juan se detuvo a descansar. Tomó asiento, apoyó cuidadosamente sus guajes de comida contra una roca, y dijo que íbamos a acampar en ese sitio durante la noche. Había elegido un lugar relativamente alto. Desde donde me encontraba podía ver a una buena distancia, en todo el derredor.
Era un día nublado y el crepúsculo envolvió rápidamente el área. Me puse a observar la velocidad con que las nubes escarlata del oeste se desteñían adquiriendo un gris oscuro espeso y uniforme.
Don Juan se levantó para ir a los matorrales. Cuando volvió, la silueta de los montes de lava era ya una masa oscura. Se sentó junto a mí y llamó mi atención hacia lo que parecía ser una formación natural en las montañas, hacia el noreste. Era un sitio que tenía un color mucho más claro que sus alrededores. Mientas toda la cordillera volcánica se veía de un café oscuro uniforme en el crepúsculo, el sitio que él señalaba era amarillento o beige oscuro. No pude imaginarme qué cosa sería. Lo miré con fijeza largo rato. Parecía moverse; creí que pulsaba. Cuando achicaba mis ojos, ondeaba como si el viento lo agitase.
– ¡Míralo fijamente! -me ordenó don Juan.
En cierto momento, tras un buen rato de observar, sentí que toda la cordillera se movía hacia mí. Dicha sensación fue acompañada por una agitación insólita en la boca. del estómago. La incomodidad se hizo tan aguda que me puse en pie.
– ¡Siéntate! -gritó don Juan, pero yo ya estaba levantado.
Desde mi nuevo punto de vista, la configuración amarillenta se hallaba más baja en la ladera de los montes. Volví a sentarme, sin apartar los ojos, y la configuración se trasladó a un sitio más alto. La contemplé un instante y de pronto organicé todo en la perspectiva correcta. Me di cuenta de que lo que había estado mirando no estaba en las montañas, sino era en realidad un trozo de tela verde amarillento colgado de un cacto alto frente a mí.
Reí fuerte y expliqué a don Juan que el crepúsculo había ayudado a crear una ilusión de óptica.
Él se levantó y fue al sitio donde se hallaba el trozo de tela, lo descolgó, lo dobló y lo puso en su morral.
– ¿Para qué hace usted eso? -pregunté.
– Porque este trozo de tela tiene poder -dijo en tono casual-. Durante un momento ibas muy bien con él, y no hay manera de saber qué habría pasado si te hubieras quedado sentado.
Viernes, abril 13, 1962
AL romper el alba nos encaminamos a las montañas. Estaban sorprendentemente lejos. Al mediodía nos adentramos en una de las cañadas. Había algo de agua en charcos de poca hondura. Nos sentamos a descansar en la sombra de un acantilado oblicuo.
Los montes eran aglutinaciones de un monumental fluir volcánico. La lava solidificada se había erosionado a lo largo de milenios, hasta ser piedra porosa, café oscuro. Sólo unas cuantas yerbas resistentes crecían entre las rocas y en las grietas.
Al alzar la vista a los muros casi perpendiculares de la cañada, experimenté una extraña sensación en la boca del estómago. Los farallones tenían cientos de metros de alto y me daban a sentir que se cerraban sobre mí. El sol estaba casi por encima de nuestras cabezas, ligeramente hacia el suroeste.
– Párate aquí -dijo don Juan, y maniobró mi cuerpo hasta que me encontré mirando al sol.
Me dijo que fijara la vista en los farallones sobre mí.
El espectáculo era estupendo. La colosal altura de las paredes de lava hacia tambalearse mi imaginación. Empecé a pensar qué erupción volcánica debía haber sido aquélla. Varias veces subí y bajé los ojos por los lados de la cañada. Me abstraje en la riqueza de colorido sobre el farallón. Había manchas de todos los matices concebibles. Había en cada roca trozos de musgo o liquen gris claro. Miré directamente hacia arriba y noté que la luz del sol producía reflejos exquisitos al tocar las manchas brillantes de la lava sólida.
Contemplé un área en las montañas donde se reflejaba la luz. Conforme el sol se movía, la intensidad disminuía; luego se apagó por entero.
Miré al otro lado de la cañada y vi otra área de las mismas exquisitas refracciones luminosas. Dije a don Juan lo que estaba ocurriendo, y entonces localicé otra zona de luz, y luego otra más en un sitio distinto, y otra, hasta que toda la cañada se hallaba cubierta de grandes manchas de luz.
Me sentía mareado; aun cuando cerraba los ojos seguía viendo las brillantes luces. Con la cabeza entre las manos, traté de meterme bajo el acantilado saliente, pero don Juan aferró mi brazo con firmeza e imperiosamente me indicó mirar los lados de las montañas y tratar de localizar manchas de oscuridad pesada enmedio de los campos de luz.
Yo no quería mirar, porque el resplandor molestaba mis ojos. Dije que me ocurría algo similar a cuando se miraba una calle soleada a través de una ventana y luego se veía el marco de la ventana como una silueta oscura en todas partes.
Don Juan meneó la cabeza de lado a lado y empezó a reír chasqueando la lengua. Me soltó el brazo y tomamos asiento nuevamente bajo el acantilado.
Yo estaba anotando mis impresiones del entorno cuando don Juan, tras largo silencio, habló súbitamente en tono dramático.
– Te he traído aquí para enseñarte una cosa -dijo, e hizo una pausa-. Vas a aprender a no-hacer. Y tienes que hacerlo hablando de ello porque no hay otra forma de que sigas adelante. Pensé que a lo mejor te salía el no-hacer sin que yo tuviera que decir nada. Me equivocaba.
– No sé de qué habla usted, don Juan.
– No importa -dijo-. Voy a hablarte de algo que es muy sencillo pero muy difícil de ejecutar; voy a hablarte de no-hacer, pese al hecho de que no hay manera de hablar de eso, porque el cuerpo es el que lo ejecuta.
Me miró en vistazos y luego dijo que yo debía prestar la máxima atención a lo que iba a decirme.
Cerré mi libreta pero, para mi asombro absoluto, él insistió en que siguiera escribiendo.
– No-hacer es tan difícil y tan poderoso que no debes mencionarlo -prosiguió- hasta que hayas parado el mundo; sólo entonces puedes hablar de ello libremente, si eso es lo que quieres hacer.
Don Juan miró en torno y luego señaló una roca grande.
– Esa roca que está allí es una roca a causa del hacer -dijo.
Nos miramos y él sonrió. Esperé una explicación, pero permaneció silencioso. Finalmente tuve que decir que no había comprendido sus palabras.
– ¡Eso es hacer! -exclamó.
– ¿Cómo dijo?
– Eso también es hacer.