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Don Juan rió con fuerza y me rodó de un lado a otro durante un rato. El movimiento me ayudó a recobrar el aliento.

Le dije que su aptitud física me tenía en verdad atónito.

– Todo el tiempo he estado tratando de dártela a notar -dijo.

– ¡Usted no es viejo para nada, don Juan!

– Claro que no. He estado tratando de que lo notes.

– ¿Cómo le hace usted?

– No hago nada. Mi cuerpo se siente perfectamente, eso es todo. Me trato muy bien; por eso no tengo motivo para sentirme cansado o incómodo. El secreto no está en lo que tú mismo te haces, sino más bien en lo que no haces.

Esperé una explicación. Él parecía consciente de mi incapacidad de comprender. Sonrió y se puso de pie.

– Éste es un sitio de poder -dijo-. Encuentra un lugar para que acampemos aquí en esta cima.

Empecé a protestar. Quería que me explicara qué era lo que no debía yo hacerle a mi cuerpo. Hizo un gesto imperioso.

– Déjate de tonterías -dijo con suavidad-. Esta vez nada más actúa, para variar. No importa cuánto te tardes en hallar un sitio apropiado para descansar. Tal vez te lleve toda la noche. Tampoco es importante que halles el sitio; lo importante es que trates de hallarlo.

Guardé mi bloque de notas y me puse en pie. Don Juan me recordó, como había hecho incontables veces -siempre que me había pedido hallar un lugar de reposo-, que mirara sin enfocar ningún sitio particular, achicando los ojos hasta emborronar la visión.

Eché a andar, escudriñando el suelo con mis ojos entrecerrados. Don Juan caminaba un metro a mi derecha y un par de pasos atrás de mí.

Cubrí primero la periferia de la cima. Mi intención era ir en espiral hacia el centro. Pero cuando hube cubierto la circunferencia de la cima, don Juan me hizo detenerme.

Me acusó de permitir que mi preferencia por las rutinas tomara las riendas. En tono sarcástico añadió que ciertamente cubría yo el área en forma sistemática, pero de un modo tan seco y estéril que no sería capaz de percibir el sitio convenientes Dijo que él mismo sabía donde estaba dicho sitio, de modo que no había posibilidad de improvisaciones por mi parte.

– ¿Qué debería hacer entonces en lugar de esto? -pregunté.

Don Juan me hizo sentarme. Luego arrancó una sola hoja de diversos arbustos y me las dio. Me ordenó acostarme de espaldas y aflojar mi cinturón y poner las hojas contra la piel de mi región umbilical. Supervisó mis movimientos y me indicó presionar con ambas manos las hojas contra mi cuerpo. Luego me ordenó cerrar los ojos y me advirtió que, si deseaba resultados perfectos, no debía soltar las hojas, ni abrir los ojos, ni tratar de sentarme cuando él moviese mi cuerpo a una posición de poder.

Me agarró por el sobaco derecho y me dio vuelta. Tuve un invencible deseo de atisbar a través de mis párpados entreabiertos, pero don Juan me puso la mano sobre los ojos. Me ordenó ocuparme únicamente de la sensación de calor que saldría de las hojas.

Después de yacer inmóvil un momento, empecé a sentir una extraña calidez que emanaba de las hojas. Primero la noté en las palmas de las manos, luego se extendió a mi abdomen, y por fin invadió literalmente todo mi cuerpo. En cuestión de minutos mis pies ardían con un calor que me recordaba momentos en que tuve alta temperatura.

Hablé a don Juan de la sensación desagradable y el deseo de quitarme los zapatos. Él dijo que me iba a ayudar a incorporarme, que no abriera los ojos hasta que él me dijese, y que continuara apretando las hojas contra mi estómago hasta encontrar el sitio adecuado para descansar.

Cuando estuve de pie, me susurró al oído que abriera los ojos y caminara sin plan, dejando que el poder de las hojas me jalara y me guiara.

Empecé a caminar al azar. El calor de mi cuerpo era desagradable. Creí que tenía fiebre, y me abstraje tratando de concebir por qué medios la había producido don Juan.

Él caminaba tras de mí. De pronto soltó un grito que casi me paralizó. Explicó, riendo, que los ruidos bruscos espantan a los espíritus no gratos. Achiqué los ojos y anduve de un lado a otro durante cosa de media hora. En ese tiempo, el incómodo calor de mi cuerpo se convirtió en una tibieza placentera. Experimenté una sensación de ligereza al recorrer la cima hacia adelante y hacia atrás. Sin embargo, me sentía desilusionado; por algún motivo había esperado notar algún tipo de fenómeno visual, pero no había el menor cambio en la periferia de mi campo de visión: ni colores insólitos, ni resplandor, ni masas oscuras.

Por fin me cansé de tener los ojos entrecerrados y los abrí. Me hallaba frente a una pequeña saliente de piedra arenisca, uno de los pocos lugares yermos y rocosos en la cima; el resto era tierra con pequeños arbustos muy espaciados. Al parecer la vegetación se había quemado algún tiempo antes y los nuevos brotes no maduraban aún por completo. Por alguna razón desconocida, la saliente arenisca me pareció hermosa. Estuve largo rato parado mirándola. Y luego, simplemente, me senté en ella.

– ¡Bien! ¡Bien! -dijo don Juan y me palmeó la espalda.

Luego me dijo que sacara cuidadosamente las hojas de bajo mis ropas y las colocase en la roca.

Apenas hube retirado las hojas de mi piel, empecé a refrescarme. Me tomé el pulso. Parecía normal.

Don Juan rió y me dijo "doctor Carlos" y me preguntó si no le tomaba el pulso también a él. Dijo que lo que sentí fue el poder de las hojas, y que ese poder me despejó y me permitió cumplir mi tarea.

Afirmé, con toda sinceridad, que no había hecho nada en particular, y que me senté en ese sitio porque estaba cansado y porque el color de la piedra me resultó muy atrayente.

Don Juan no dijo nada. Estaba parado cerca de mí. Súbitamente saltó hacia atrás, corrió con agilidad increíble y, saltando unos arbustos, llegó a una alta cresta de rocas, a cierta distancia.

– ¿Qué pasa? -pregunté, alarmado.

– Vigila la dirección en la que el viento se llevará tus hojas -dijo-. Cuéntalas rápido. El viento viene. Guarda la mitad y vuélvetelas a poner en la barriga.

Conté veinte hojas. Metí diez bajo mi camisa, y entonces una fuerte racha de viento esparció las otras diez en una dirección occidental. Al ver volar las hojas, tuve la extraña sensación de que una entidad real las barría deliberadamente hacia la masa amorfa de matorrales verdes.

Don Juan volvió a donde me hallaba y se sentó junto a mí, a mi izquierda, mirando al sur.

No dijimos palabra en largo tiempo. Yo no sabía qué decir. Estaba exhausto. Quería cerrar los ojos, pero no me atrevía. Don Juan debe haber notado mi condición y dijo que estaba bien dormirse. Me indicó poner las manos en el abdomen, sobre las hojas, y tratar de sentir que me hallaba suspendido en el lecho de "cuerdas" que él me había preparado en el "sitio de mi predilección". Cerré los ojos, y el recuerdo de la paz y plenitud que experimenté durmiendo en aquel otro cerro me invadió. Quise descubrir si en verdad podía sentirme suspendido, pero me dormí.

Desperté justamente antes del crepúsculo. El sueño me había refrescado y vigorizado. Don Juan también se había dormido. Abrió los ojos al mismo tiempo que yo. Soplaba viento, pero yo no tenía frío. Las hojas sobre mi estómago parecían haber actuado como estufa, como una especie de calentador.

Examiné el derredor. El sitio que había elegido para descansar era como una pequeña cuenca. Era posible sentarse en él como en un diván largo; había suficiente muro rocoso para servir de respaldo. También descubrí que don Juan había traído mis libretas y las había puesto bajo mi cabeza.

– Hallaste el sitio correcto -dijo con una sonrisa-. Y toda la operación tuvo lugar como yo te dije. El poder te guió aquí sin ningún plan de tu parte.

– ¿Qué clase de hojas me dio usted? -pregunté.

El calor que irradiaba de las hojas y me conservaba en un estado tan cómodo sin mantas ni ropa gruesa, era en verdad un fenómeno absorbente para mí.

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