Benigno abrió los ojos.
– Y tú piensa en esto -dijo-: hasta hoy ignoré que fueses tan estúpido.
Volvió a cerrar los ojos y los tres echaron a reír como locos. No me quedó más remedio que sumarme a ellos.
– Te estábamos tomando el pelo, Maestro -dijo Néstor a modo de disculpa-. Creíamos que tú nos lo estabas tomando a nosotros, con tu insistencia en el tema. El Nagual nos dijo que veías. Si es así, te darás cuenta de que somos un grupo ridículo. Carecemos del cuerpo del soñar. No tenemos doble.
Del modo más grave y formal, Néstor me hizo saber que algo se interponía entre ellos y su deseo de tener un doble. Entendí que lo que me quería decir era que, desde la partida de don Juan y don Genaro, se había creado una barrera. Él pensaba que probablemente fuese producto del fracaso de Pablito en su tarea. Pablito agregó que, desde que el Nagual y Genaro se habían ido, algo les perseguía; incluso Benigno, que por entonces vivía en el punto más meridional de México, había tenido que regresar. Sólo al estar los tres juntos se sentían seguros.
– ¿Y de qué crees que se trate? -pregunté a Néstor.
– Hay algo allí fuera, en esa inmensidad, que nos atrae -replicó-. Pablito considera que la culpa es suya, por ponerse a malas con las mujeres.
Pablito se volvió hacia mí. Había un brillo intenso en sus ojos.
– Me han echado una maldición, Maestro -dijo-. Sé que soy la causa de todas nuestras dificultades. Quise desaparecer de estos alrededores tras mi pelea corn Lidia, y a los pocos meses me fui a Veracruz. Allí me encontré realmente feliz, junto a una muchacha con la que pretendía casarme. Conseguí trabajo y todo me iba bien, hasta que un día llegué a casa y me encontré con esos cuatro monstruos hombrunos que, como animales de presa, me habían seguido el rastro por el olfato. Estaban en mi casa, atormentando a mi mujer. La bruja de Rosa puso la mano sobre el vientre de mi mujer y la hizo cagar en la cama; como lo oyes. Su jefe, Cien Nalgas, me dijo que habían cruzado el continente buscándome. Me cogió por el cinturón y me arrancó de allí. Me empujó hasta la estación de autobuses para traerme aquí. Yo estaba enloquecido porque no podía enfrentarme con Cien Nalgas.
Me hizo subir al autobús. Pero en el camino huí. Corrí por entre arbustos y sobre colinas hasta que los pies se me hincharon al punto de no poder quitarme los zapatos. Estuve al borde de la muerte. Pasé nueve meses enfermo. Si el Testigo no me hubiese encontrado, no estaría vivo.
– Yo no le encontré -me dijo Néstor-. Fue la Gor da. Me llevó hasta el lugar en que se hallaba y entre los dos lo ayudamos a llegar al autobús y lo trajimos aquí. Deliraba y pagamos un suplemento del billete para que el conductor le permitiera permanecer en el vehículo.
Con acentos sumamente dramáticos, Pablito dijo que él no había cambiado de parecer; aún deseaba morir.
– Pero, ¿por qué? -le pregunté.
Benigno respondió por él, con voz estruendosa.
– Porque no le funciona la picha -dijo.
El resonar de su voz fue tan extraordinario que tuve la fugaz impresión de que hablaba desde dentro de una caverna. Era a la vez aterradora y absurda. Reí, casi fuera de control.
Néstor contó que Pablito había tratado de cumplir su misión de establecer relaciones sexuales con las mujeres, de acuerdo con las instrucciones del Nagual. Éste le había dicho que los cuatro lados de su mundo estaba ya situados en la posición adecuada y que todo lo que tenía que hacer era exigirlos. Pero cuando Pablito fue a exigir su primer lado, Lidia, ella estuvo a punto de darle muerte. Néstor agregó que, en su opinión personal como testigo del evento, la razón por la cual Lidia le había dado el cabezazo era su imposibilidad para cumplir su función como hombre; en vez de sentirse azorada por las circunstancias, le había golpeado.
– ¿Estuvo Pablito realmente enfermo como consecuencia de ese golpe, o tan sólo lo fingió? -pregunté, casi chanceando.
Volvió a responder Benigno, con la misma voz retumbante.
– ¡Sólo fingía! -dijo-. ¡No fue más que un chichón!
Pablo y Néstor rieron agudamente y chillaron
– No culpamos a Pablito por temer a esas mujeres -dijo Néstor-. Son todas como el propio Nagual, guerreros temibles. Son viles y locas.
– ¿Las crees tan malas? -le pregunté.
– Decir que son malas es omitir una parte de la verdad -dijo Néstor-. Son exactamente como el Nagual. Son decididas y tenebrosas. Cuando el Nagual estaba aquí, solían sentarse cerca de él y mirar a lo lejos con los ojos entornados durante horas, a veces durante días.
– ¿Es cierto que Josefina estuvo rematadamente loca hace tiempo? -inquirí.
– No me hagas reír -replicó Pablito-. No hace tiempo; es ahora cuando está loca. Es la más demente de la pandilla.
Les conté lo que me había hecho. Suponía que iban a apreciar el aspecto cómico de su magnífica actuación. Pero mi relato pareció caerles mal. Me escucharon como niños asustados; hasta Benigno abrió los ojos para atender a mis palabras.
– ¡Es tremendo! -exclamó Pablito-. Esas brujas son realmente horrorosas. Y sabes que su jefe es Cien Nalgas. Es ella quien arroja la piedra y esconde la mano y finge ser una niña inocente. Ten cuidado con ella, Maestro.
– El Nagual preparó a Josefina para que fuese capaz de hacerle todo en cualquier momento -explicó Néstor-. Puede fingir lo que se te ocurra: llanto, risa, ira… cualquier cosa.
– Pero, ¿cómo es cuando no hace comedia? -pregunté a Néstor.
– Está loca de remate -respondió Benigno con voz suave-. Conocí a Josefina el día de su llegada. Tuve que arrastrarla hacia la casa. El Nagual y yo solíamos tenerla atada a la cama. Una vez se echó a llorar por su amiga, una pequeña con la que en otros tiempos había jugado. Lloró tres días. Pablito la consolaba y le daba de comer como a un bebé. Ella es como él. Ninguno de los dos sabe cómo detenerse una vez que ha comenzado.
De pronto, Benigno empezó a olisquear el aire. Se puso de pie y fue hasta el fogón.
– ¿Es realmente tímido? -pregunté a Néstor.
– Es tímido y excéntrico -fue Pablito quién replicó-. Será así hasta que pierda la forma. Genaro nos dijo que tarde o temprano perderíamos la forma, de modo que no tiene sentido amargarnos la vida tratando de cambiar como nos indicó el Nagual. Genaro nos aconsejó divertirnos y no preocuparnos por nada. Tú y las mujeres se inquietan y se esfuerzan; nosotros, por el contrario, lo pasamos bien. Tú no sabes disfrutar de las cosas y nosotros no sabemos amargarnos la vida. El Nagual llamaba al amargarse la vida ser impecable; nosotros le llamamos estupidez, ¿no es así?
– Hablas únicamente por ti mismo, Pablito -dijo Néstor-. Benigno y yo no compartimos tu oposición.
Benigno trajo un tazón de comida y me lo puso delante. Sirvió a todos. Pablito examinó los recipientes y preguntó a Benigno de dónde los había sacado. Benigno le informó que estaban en una caja, en el lugar que la Gorda le había dicho que los tenía guardados. Pablito me dijo en confianza que aquéllos habían sido sus tazones antes de la ruptura.
– Debemos tener cuidado -comentó Pablito en tono nervioso-. Es indudable que estos tazones están hechizados. Esas brujas les ponen algo. Yo preferiría usar el de la Gorda.
Néstor y Benigno empezaron a comer. En ese momento advertí que Benigno me había dado el tazón marrón. Pablito parecía confundido. Quise tranquilizarle, pero Néstor me detuvo.
– No lo tomes en serio -dijo-. Le gusta ser así. Se sentará y comerá. Es allí donde tú y las mujeres fallan. No hay modo de hacerles entender que Pablito es así. Esperan que todo el mundo sea como el Nagual. La Gorda es la única que no se inmuta por él; no porque lo comprenda, sino porque ha perdido la forma.
Pablito se sentó a comer, y entre los cuatro dimos buena cuenta de toda la olla. Benigno lavó los tazones y volvió a ponerlos en la caja cuidadosamente. Luego, nos sentamos cómodamente en torno a la mesa.