– ¿Es cierto que llorabas, Maestro? -preguntó Néstor con una sonrisa maliciosa.
– No te quepa duda -replicó Pablito.
Un suave crujido en la puerta delantera hizo callar a Pablito y a Néstor. Se pusieron de pie y yo hice lo mismo. Miramos a la puerta. Estaba siendo abierta con sumo cuidado. Pensé que tal vez la Gorda hubiese regresado y abriera la puerta poco a poco para no molestarnos. Cuando finalmente se abrió lo suficiente para dejar paso a una persona, entró Benigno, como si lo hiciese furtivamente en una habitación a oscuras. Tenía los ojos cerrados y andaba de puntillas. Me hizo pensar en un niño que tratase de entrar sin ser visto en un cine, por la puerta de salida, para asistir a una función, sin atreverse a hacer ruido y sin distinguir nada en la oscuridad.
Todos contemplábamos a Benigno en silencio. Abrió un ojo sólo lo necesario para echar una mirada fugaz y orientarse y se dirigió, siempre en puntillas, a la cocina. Pablito y Néstor se sentaron y me indicaron que hiciese lo mismo. Entonces Benigno se deslizó por el banco hasta llegar a mi lado. Me dio un leve cabezazo en el hombro, tan sólo un suave golpecito, para que me corriese y le hiciese lugar en el banco. Se sentó cómodamente, con los ojos aún cerrados.
Vestía tejanos, como Pablito y Néstor. Su rostro había engordado desde nuestro anterior encuentro, años atrás, y su pelo se veía diferente, aunque yo no supiera explicar por qué. Tenía una tez más clara que la que yo recordaba, dientes muy pequeños, pómulos altos, nariz breve y orejas grandes. Siempre me había dado la impresión de ser un niño cuyos rasgos no hubieran madurado.
Pablito y Néstor, que habían callado en el momento de la entrada de Benigno, siguieron conversando mientras éste se sentaba, como si nada hubiese ocurrido.
– Claro, lloraba conmigo -dijo Pablito.
– Él no es un llorón como tú -le replicó Néstor.
Entonces se volvió hacia mí y me abrazó.
– Me alegra muchísimo que estés vivo -dijo-. Acabamos de hablar con la Gorda y nos dijo que eras el Nagual, pero no nos explicó cómo te las arreglaste para salvar tu vida. ¿Cómo fue, Maestro?
Entonces se me presentó una curiosa elección. Hubiera podido seguir por el camino de lo racional, como siempre, y decir sin mentir que no tenía la más vaga idea. También podía haber dicho que mi doble me había librado de aquellas mujeres. Estaba estimando el probable efecto de cada una de las alternativas cuando Benigno me distrajo. Abrió ligeramente un ojo y me miró y sofocó una risilla y ocultó la cabeza entre los brazos.
– Benigno, ¿no quieres hablar conmigo? -pregunté.
Negó con la cabeza.
Me sentía cohibido con él allí a mi lado, y opté por preguntar qué problema había conmigo.
– ¿Qué hace? -pregunté a Néstor en voz alta.
Néstor frotó la cabeza de Benigno y lo sacudió. Benigno abrió los ojos y los volvió a cerrar.
– Es así, ya lo conoces… -me dijo Néstor-. Es extremadamente tímido. Tarde o temprano abrirá los ojos. No le hagas caso. Si se aburre, se quedará dormido.
Benigno hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, siempre con los ojos cerrados.
– Bueno, ¿cómo fue que te zafaste? -insistió Néstor.
– ¿No nos lo quieres decir? -preguntó Pablito.
Expliqué que mi doble había salido de mi coronilla por tres veces. Les hice un relato de lo sucedido.
No se mostraron en absoluto sorprendidos y tomaron mi narración como una cuestión de rutina. Pablito quedó encantado al considerar la posibilidad de que doña Soledad no lograra recuperarse y, a la larga, muriera. Quiso saber si también había golpeado a Lidia. Néstor le ordenó, mediante un gesto perentorio, que callara. Pablito dócilmente se interrumpió en mitad de la frase.
– Lo siento, Maestro -dijo Néstor-, pero no fue tu doble.
– ¡Pero si todo el mundo dijo que había sido mi doble!
– Sé a ciencia cierta que has interpretado mal a la Gorda, porque cuando Benigno y yo nos dirigíamos a la casa de Genaro, ella nos alcanzó y nos informó que tú y Pablito estabais aquí. Al referirse a ti, te llamó Nagual. ¿Sabes por qué?
Reí y le respondí que creía que ello era debido a su idea de que yo había recibido la mayor parte de la luminosidad del Nagual.
– ¡Uno de nosotros es un imbécil! -dijo Benigno con voz tronante, sin abrir los ojos.
El sonido de su voz era tan extraño que me aparté de él de un salto. Su declaración, completamente inesperada, sumada a mi reacción ante ella, hizo reír a todos. Benigno abrió un ojo, me observó un instante y luego enterró la cabeza entre los brazos.
– ¿Sabes por qué llamábamos el Nagual a Juan Matus? -me preguntó Néstor.
Le confesé que siempre había pensado que era un modo delicado de llamarle brujo.
La carcajada de Benigno fue tan estrepitosa que su sonido apagó las voces de todos los demás. Parecía estar divirtiéndose inmensamente. Apoyó la cabeza en mi hombro cual si se tratase de un objeto cuyo peso le resultara ya insoportable.
– Le llamábamos el Nagual -prosiguió Néstor- porque estaba escindido en dos partes. Dicho en otros términos, toda vez que lo necesitaba, le era posible salir por un camino con el que nosotros no contábamos; algo surgía de él, algo que no era un doble sino una sombra horrenda, amenazante, de aspecto semejante al suyo, pero del doble de su tamaño. Llamamos Nagual a esa sombra y todo aquel que la tiene es, por supuesto, el Nagual.
»El Nagual nos dijo que, si lo deseábamos, todos podíamos disponer de esa sombra que surge de la cabeza, pero lo más probable es que ninguno de nosotros lo desee. Genaro no lo quería, de modo que supongo que nosotros tampoco lo queremos. Por lo que parece, eres tú quien carga con ello.
Se desternillaron de risa. Benigno me rodeó los hombros con el brazo y rió hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas.
– ¿Por qué dices que cargo con ello? -pregunté a Néstor.
– Consume mucha energía -dijo-, demasiado trabajo. No sé cómo puedes mantenerte en pie.
»El Nagual y Genaro te dividieron en el bosquecillo de eucaliptus. Te llevaron allí porque los eucaliptos son tus árboles. Yo estaba allí, y presencié el momento en que te abrieron y sacaron tu nagual. Lo hicieron tirándote de las orejas hasta que tu luminosidad estuvo separada en dos y dejaste de ser un huevo, para convertirte en dos largos trozos de luminosidad. Luego te volvieron a unir, pero cualquier brujo que vea puede decir que hay un enorme agujero en el centro.
– ¿Cuál es la ventaja de haber sido dividido?
– Tienes un oído que lo oye todo y un ojo que lo ve todo y siempre te será posible sacar un kilómetro de ventaja en caso de necesidad. A esa división obedece también el que nos hayan dicho que tú eras el Maestro.
»Intentaron también dividir a Pablito, pero aparentemente fracasaron. Es demasiado consentido y siempre se ha gratificado como un cerdo. Es por ello que tiene tantas arrugas.
– Entonces, ¿qué es un doble?
– Un doble es el otro, el cuerpo que se obtiene mediante el soñar. Tiene exactamente el mismo aspecto que uno.
– ¿Tienen todos un doble?
Néstor me miró con la sorpresa reflejada en sus ojos.
– ¡Eh, Pablito, háblale de dobles al Maestro! -dijo riendo.
Pablito pasó al otro lado de la mesa y sacudió a Benigno.
– Háblale tú, Benigno -dijo-. Mejor aún, muéstraselo.
Benigno se puso de pie, abrió los ojos tanto como pudo y miró al techo; luego se bajó los pantalones y me mostró el pene.
Los Genaros estallaron en risotadas.
– ¿Tu pregunta fue hecha en serio, Maestro? -me preguntó Néstor, inquieto.
Le aseguré que había expresado con absoluta autenticidad mi deseo de conocer todo lo relativo a su saber. Me lancé entonces a una larga aclaración acerca de cómo don Juan me había mantenido apartado de su mundo por motivos que no alcanzaba a desentrañar, impidiéndome una relación más estrecha con ellos.
– Piensen en esto -dije-: hasta hace tres días ignoré que esas cuatro muchachas fuesen aprendices del Nagual, y que Benigno lo fuera de Genaro.