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– Don Juan me dijo que los brujos debían contar con un presagio antes de decidirse por algo. ¿Hubo algo de eso contigo, Pablito?

– Sí. Genaro me contó que el ver temblar el puesto despertó su curiosidad y entonces vio que dos personas hacían el amor tras el mostrador. De modo que se sentó a esperar que salieran; quería ver quiénes eran. Al cabo de un rato apareció la muchacha, pero a mí no me vio. Pensó que resultaba muy extraño, tras estar tan decidido a ponerme los ojos encima. Al día siguiente regresó en compañía del Nagual; Genaro fue a pasearse por la parte de atrás del puesto, en tanto el Nagual aguardaba delante. Tropecé con Genaro cuando salía a gatas. Creí que no me había visto porque yo me hallaba aún detrás del trozo de tela que cubría la abertura que había dejado en la pared lateral. Comencé a ladrar, para hacerle pensar que debajo del trapo había un perrito. Gruñó y me ladró y me llevó a la convicción de que al otro lado había un enorme perro enfurecido. Me asusté tanto que salí corriendo por el lado opuesto y me di de bruces con el Nagual. Si hubiese sido un hombre corriente, lo hubiera derribado, dado que lo cogí enteramente de frente; en cambio, me alzó como a un niño. Me quedé absolutamente pasmado. Para ser un hombre tan viejo, era verdaderamente fuerte. Pensé que un hombre tan fuerte me podía servir para acarrear maderas. Además, no quería desprestigiarme ante la gente que me había visto salir corriendo de debajo del mostrador. Le pregunté si le gustaría trabajar para mí. Me dijo que sí. En esa misma jornada fue al taller y comenzó a hacer las veces de mi asistente. Trabajó allí cada día durante dos meses. No tuve una solo oportunidad frente a esos dos demonios.

Lo incongruente de la imagen del Nagual trabajando para Pablito me resultaba extremadamente cómico. Pablito empezó a remedar el modo en que don Juan se echaba los maderos sobre los hombros. Tuve que coincidir con la Gorda en que Pablito era tan buen actor como Josefina.

– ¿Por qué se dieron todas esas molestias, Pablito?

– Tenían que engañarme. No creerás que yo estaba dispuesto a irme con ellos así como así ¿no? Había pasado la vida oyendo hablar de brujas y curanderos y hechiceros y espíritus, sin creer jamás una palabra de ello. Quienes hablaban de esas cosas no eran más que ignorantes. Si Genaro me hubiese dicho que él y su amigo eran brujos, me hubiera alejado de ellos. Pero eran demasiado inteligentes para mí. Los dos zorros eran realmente astutos. Hicieron las cosas sin prisa. Genaro decía que hubiese esperado por mí así pasaran veinte años. Es por eso que el Nagual entró a trabajar para mí. Yo se lo pedí, de modo que le entregué la llave.

»El Nagual era un trabajador diligente. Yo era un tanto pícaro por entonces, y creía ser quien le tendía una trampa a él. Estaba convencido de que el Nagual no era más que un viejo indio estúpido, de modo que le comuniqué que pensaba decir al patrón que era mi abuelo, para que lo contratara; a cambio, debía entregarme un porcentaje de su salario. El Nagual me respondió que era muy amable por mi parte el hacerlo así. Me daba una parte de los pocos pesos que ganaba cada día.

»Mi patrón estaba impresionado por la capacidad de trabajo de mi abuelo. Pero los demás se burlaban de él. Como sabes, tenía la costumbre de hacer crujir todas sus articulaciones de tanto en tanto. En el taller lo hacía toda vez que acarreaba algo. Naturalmente, la gente creía que era tan viejo que siempre que se echaba algo a la espalda su cuerpo chirriaba.

»Con el Nagual como abuelo me sentía bastante desdichado. Pero para entonces Genaro ya había seducido mi avaricia, diciéndome que proporcionaba al Nagual una mezcla de plantas especial que lo hacía ser fuerte como un toro. Cada día acostumbraba llevarle un pequeño montón de hojas maceradas. Aseveraba que su amigo no era nada sin el brebaje, y, para demostrármelo, pasó dos días sin dárselo. Sin las hojas el Nagual parecía ser un viejo común y corriente. Genaro me convenció de que a mí también me era posible utilizar su pócima para que las mujeres me amasen. Ello despertó todo mi interés, sobre todo cuando me dijo que podíamos ser socios si le ayudaba a preparar la fórmula y dársela a su amigo. Un día me mostró unos dólares y me contó que había vendido su primer lote a un norteamericano. Eso me terminó de atraer y me convertí en socio suyo.

»Mi socio Genaro y yo teníamos grandes planes. Él sostenía que yo debía tener mi propio taller, porque con el dinero que íbamos a hacer con su fórmula podría comprar lo que quisiera. Compré un local y mi socio pagó por él. De modo que me entusiasmé. Sabía que hablaba en serio y comencé a trabajar en la preparación de su mezcla de hojas.

A esa altura, yo tenía la seguridad de que don Genaro había empleado plantas psicotrópicas en su receta. Razoné que debía de haber dado a Pablito su producto para garantizarse su sumisión.

– ¿Te dio plantas de poder, Pablito? -pregunté.

– Desde luego -replicó-. Me dio su preparado. Tragué toneladas de él.

Describió y realizó la imitación del modo en que don Juan se sentaba junto a la puerta de la casa de don Genaro, profundamente aletargado, y volvía a la vida tan pronto como la pócima tocaba sus labios. Pablito me dijo que, a la vista de tal transformación, se vio obligado a probarla.

– ¿Qué había en esa fórmula? -pregunté.

– Hojas verdes -respondió-. Todas las hojas verdes que podía recoger. Así de demonio era Genaro. Solía hablar de su fórmula y me hacía reír hasta que me elevaba como una cometa. ¡Dios, cómo disfruté en aquellos días!

Reí para aplacar los nervios. Pablito sacudió la cabeza de uno a otro lado y se aclaró la garganta dos o tres veces. Parecía estar haciendo un esfuerzo por no llorar.

– Como ya te he dicho, Maestro -prosiguió-, me impulsaba la codicia. Secretamente planeaba deshacerme de mi socio tan pronto como aprendiera a preparar la fórmula por mí mismo. Genaro no ha de haber ignorado nunca mis designios; poco antes de partir, me abrazó y me dijo que era hora de cumplir mi deseo; era hora de deshacerme de mi socio, porque ya había aprendido a hacer la poción.

Pablito se puso de pie. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

– El hijo del diablo de Genaro -dijo con dulzura-, El maldito demonio. Le quise realmente, y, si no fuese tan cobarde, estaría preparando su brebaje.

No quise escribir más. Para disipar mi tristeza, recordé a Pablito que debíamos ir a buscar a Néstor.

Estaba recogiendo mis notas para partir cuando la puerta de entrada se abrió de un fuerte golpe. Pablito y yo dimos un salto instintivamente y nos volvimos a mirar. Néstor estaba de pie en el vano. Corrí hacia él. Nos encontramos en medio de la habitación delantera. Se abalanzó sobre mí y me aferró por los hombros. Me pareció más alto y fuerte que en nuestra anterior reunión. Su cuerpo, largo y delgado, había adquirido una elegancia casi felina. Por una u otra razón, la persona que tenía frente a mí, que me miraba fijamente, no era el Néstor que había conocido. Le recordaba como un hombre tímido, al que avergonzaba sonreír a causa de sus dientes torcidos, un hombre que había sido confiado a Pablito para que éste cuidase de él. El Néstor que estaba viendo era una mezcla de don Juan y don Genaro. Era nervudo y ágil como don Genaro, pero tenía el poder de fascinación de don Juan. Quise complacerme en mi perplejidad, pero todo lo que logré hacer fue echar a reír como él. Me dio unas palmaditas en la espalda. Se quitó el sombrero. Recién entonces me percaté de que Pablito no lo llevaba. Y también advertí que Néstor era mucho más moreno y más recio. A su lado, Pablito se veía casi frágil. Ambos llevaban tejanos, chaquetas gruesas y zapatos con suela de crepé.

La presencia de Néstor en la casa disipó instantáneamente lo opresivo del ambiente. Le propuse reunirnos en la cocina.

– Llegas en buen momento -dijo Pablito a Néstor con una enorme sonrisa cuando nos sentamos-. El Maestro y yo estábamos aquí sollozando, recordando a los demonios toltecas.

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