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– El nagual Elías dijo que estos guerreros pueden ayudar a la gente a curarse -prosiguió don Juan-, o los pueden ayudar a enfermarse. Los pueden ayudar a encontrar la felicidad o los pueden ayudar a encontrar la desgracia. Le sugerí al nagual Elías que nosotros en vez de decir que estos guerreros ayudan a la gente, deberíamos decir que la afectan. El nagual Elías dijo que no sólo afectan a la gente, sino que la llevan y la traen activamente, como rijan las circunstancias.

Don Juan soltó una carcajada y me miró con fijeza. Había un brillo malicioso en sus ojos.

– Extraño, ¿verdad? -preguntó-. ¿La manera en que los acechadores ven a la gente?

Don Juan comenzó entonces a contarme su historia. Dijo que el nagual Julián estuvo esperando a un aprendiz nagual durante muchos, muchos años. Un día, volviendo a casa después de una corta visita a unos conocidos en un pueblo vecino, se topó con don Juan. El nagual Julián, en ese preciso momento estaba pensando, como solía hacerlo a menudo, en su necesidad de encontrar un aprendiz nagual. Oyó un disparo de pistola y vio gente huyendo en todas direcciones. Corrió con ellos a la maleza al lado del camino y sólo salió de su escondite al ver a un grupo de personas en torno a alguien que yacía herido en el suelo.

Desde luego, la persona herida era don Juan, a quien disparó el tiránico capataz. Al momento, el nagual Julián vio que don Juan era un hombre especial cuyo capullo estaba dividido en cuatro secciones en vez de dos; también vio que don Juan estaba gravemente herido. Sabía que no tenía tiempo que perder. Su deseo se había cumplido, pero tenía que actuar con rapidez, antes de que alguien se diera cuenta de lo que ocurría. Se agarró la cabeza y gritó: " ¡Han herido a mi hijo!". Iba con una de las videntes de su grupo, una india muy fornida que en público siempre oficiaba como su astuta pero horriblemente regañona esposa. Eran un excelente equipo de acechadores. Le hizo una seña a la vidente, y ella también empezó a llorar y a lamentarse por el hijo que estaba inconsciente y desangrándose. El nagual Julián le rogó a los espectadores que no llamaran a las autoridades sino que lo ayudaran a llevar a su hijo herido y moribundo.

Los jóvenes cargaron a don Juan hasta la casa del nagual Julián. El nagual fue muy generoso con ellos y les pagó bastante bien. Los jóvenes se vieron tan conmovidos por la pareja, que había llorado a lágrima viva por su hijo durante todo el trayecto hasta la casa, que se negaron a aceptar el dinero, pero el nagual Julián insistió en que lo tomaran, para darle buena suerte al herido.

Durante algunos días, don Juan no supo qué pensar de la amable pero extraña pareja que lo había llevado a su hogar. Dijo que el nagual Julián le parecía un viejito casi senil. No era indio, pero estaba casado con una india joven, irascible y gorda, que era tan fuerte físicamente como malhumorada. Don Juan pensó que sin duda alguna la mujer era curandera, a juzgar por la manera en que había atendido su herida y por las cantidades de plantas medicinales que tenía guardadas en el cuarto en el que lo habían alojado.

La mujer también dominaba al viejito y a gritos lo obligaba a poner remedios en la herida de don Juan todos los días. Le hicieron una cama a don Juan en el suelo, usando un petate grueso, y el viejo pasaba momentos angustiosos tratando de arrodillarse para curarlo. Don Juan tenía que luchar para no reírse ante la cómica visión del frágil viejecillo que hacía todo lo posible por doblar las rodillas. Don Juan dijo que, mientras limpiaba su herida, el viejo murmuraba incesantemente, tenía una mirada vacuna, le temblaban las manos y su cuerpo se estremecía de pies a cabeza.

Una vez de rodillas, jamás podía incorporarse por su cuenta. Con una voz ronca, llena de furia contenida, llamaba a gritos a su mujer. Ella entraba al cuarto y ambos se enfrascaban en una horrible discusión. Muy a menudo la mujer se marchaba, llena de furia dejando al viejo que se las arreglara como pudiera.

Don Juan me aseguró que jamás sintió tanta lástima por alguien como por aquel pobre y bondadoso viejito. Muchas veces quiso incorporarse para ayudarlo a ponerse de pie, pero él mismo apenas podía moverse. Una vez.mientras jadeaba y se arrastraba como una lombriz, el viejo pasó media hora maldiciendo y gritando hasta llegar a rastras al filo de la puerta abierta. Lo usó como soporte para levantarse penosamente a una posición vertical.

Le explicó a don Juan que su delicada salud se debía a su avanzada edad, a huesos rotos que no soldaron debidamente, y al reumatismo. Don Juan dijo que el viejito alzó los ojos al cielo y le confesó a don Juan que era el hombre más desgraciado de la tierra; había acudido a la curandera buscando ayuda, y terminó casándose con ella y convirtiéndose en un esclavo.

– Le pregunté al viejo por qué no se iba de la casa -prosiguió don Juan-. El miedo le agrandó los ojos. Tratando de hacerme callar se atragantó con su propia saliva, luego se puso rígido y cayó al suelo como un leño, junto a mi cama, aún intentado hacerme callar. "No sabes lo que dices; no sabes lo que dices" repitió una y otra vez con una expresión loca en los ojos.

"Y le creí. Quedé convencido que con todo lo que me había pasado, yo nunca fui tan feliz como ese pobre hombre. Y con cada día que pasaba me sentía más y más incómodo, aunque yo la pasaba muy bien. La comida era buena y la curandera siempre andaba fuera de casa y yo me quedaba solo con el viejo. Hablamos mucho. Le contaba de mi vida y me encantaba platicar con él. Le dije que no tenía dinero para corresponderle su amabilidad, pero que haría cualquier cosa por ayudarlo. Me dijo que el auxilio no existía más para él, que ya estaba listo para morir, pero que si mi oferta era sincera, me agradecería desde el más allá si me casara con su esposa después que él falleciera.

"En ese mismo instante supe que el viejito estaba más loco que una cabra. Y también supe que tenía que huir de ahí cuanto antes.

Don Juan dijo que ya me había contado parte de la historia, y que cuando se hubo repuesto lo suficiente para poder caminar sin ayuda de alguien el viejecillo le dio una escalofriante demostración de su habilidad como acechador. Sin ningún aviso o preámbulo, puso a don Juan cara a cara con un ser viviente inorgánico. Presintiendo que don Juan planeaba escaparse, aprovechó la oportunidad para asustarlo con el aliado que de alguna manera era capaz de adoptar una grotesca forma humana.

– Al ver a ese aliado casi me volví loco -prosiguió don Juan-. No podía creer lo que veían mis ojos, y sin embargo el monstruo estaba frente a mí en el umbral de la puerta. Y el frágil viejito estaba a mi lado gimiendo y rogándole al monstruo que le perdonara la vida. Y es que mi benefactor era como los antiguos videntes; podía repartir su miedo, en pedacitos, y el aliado reaccionaba con ese miedo. Yo no sabía eso. Lo único que podía ver con mis propios ojos era a una criatura horrenda que avanzaba hacia nosotros, lista para hacernos pedazos, miembro por miembro.

"Cuando el aliado corrió bruscamente hacia mí, silbando como serpiente, yo me desmayé. Al volver a recuperar el conocimiento, el viejito me dijo que había hecho un trato con el monstruo.

Le explicó a don Juan que el hombre había acordado dejarlos vivir a los dos, siempre y cuando don Juan entrara a su servicio. Con ansiedad, don Juan preguntó en qué consistía ese servicio. El viejito le contestó que consistía en una esclavitud, pero señaló que la vida de don Juan prácticamente llegó a su fin con un tiro de revólver. Si él y su esposa no hubieran pasado por allí y no hubieran detenido la hemorragia, con toda seguridad don Juan habría muerto, así que tenía muy poco con qué regatear, o muy poco por qué regatear. El hombre monstruoso sabía esto y no le dejaba salida alguna. El viejo le dijo a don Juan que se dejara de titubeos y que aceptara el trato, porque de negarse, el hombre monstruoso, que escuchaba tras la puerta irrumpiría en el cuarto y los mataría allí mismo de una vez por todas.

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