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Don Juan comentó que en la vida de los guerreros era extremadamente natural el estar triste sin ninguna razón aparente, y que, como campo de energía, el huevo luminoso presiente su destino final cada vez que se rompen las fronteras de lo conocido. Vislumbrar la eternidad que queda fuera del capullo es suficiente para romper la seguridad de nuestro inventario. En ocasiones, la melancolía resultante es tan intensa que puede provocar la muerte.

Dijo que la mejor manera de deshacerse de la melancolía es reírse de ella. Con un tono burlón comentó que mi primera atención hacía todo para restaurar el orden que había sido roto por mi contacto con el aliado. Ya que no había forma de restaurarlo por medios racionales, mi primera atención lo hacía enfocando todo su poder en la tristeza.

Le dije que para mí era innegable que mi melancolía era real. Darme completamente a ella, sentirme abatido, estar taciturno no pertenecían al sentimiento de soledad que se me venía encima al recordar aquellas profundidades.

– Finalmente estás aprendiendo algo -dijo-. Tienes razón. No hay nada más solitario que la eternidad. Y nada es más cómodo para nosotros que la condición humana. Esto es ciertamente otra contradicción, ¿cómo puede el hombre conservar los vínculos de su humanidad y al mismo tiempo aventurarse, con gusto y con propósito, en la absoluta soledad de la eternidad? Cuando logres resolver este acertijo, estarás listo para el viaje definitivo.

Con total certeza, supe entonces la razón de mi tristeza. Era un sentimiento recurrente en mí, algo que siempre olvidaba hasta el momento de enfrentarlo de nuevo: la insignificancia de la humanidad ante la inmensidad de esa cosa-en-sí-misma que vi reflejada en el espejo.

– En verdad, los seres humanos no somos nada, don Juan -dije.

– Sé exactamente lo que estás pensando -dijo-. Por supuesto, no somos nada, pero ¡qué maravillosa contradicción! ¡Qué desafío! ¡Que unas nulidades como nosotros puedan enfrentarse a la soledad de lo eterno!

Abruptamente cambió de tema, dejándome con la boca abierta. Comenzó a hablar de nuestro encuentro con el aliado. Dijo que, en primer lugar, la lucha con el aliado no era un chiste. No había sido realmente una cuestión de vida o muerte, pero tampoco fue un paseo al campo.

– Escogí esa técnica -prosiguió-, porque mi benefactor me la enseñó a mí. Cuando le pedí que me diera un ejemplo de las técnicas de los antiguos videntes, casi se partió de risa; mi petición le recordaba tanto su propia experiencia. Su benefactor, el nagual Elías, también le había dado una ruda demostración de la misma técnica.

Dijo don Juan que como él y su benefactor usaron madera para hacer el marco de sus espejos, debía haberme pedido hacer lo mismo, pero quiso saber lo que pasaría si mi marco era más resistente que el suyo o el de su benefactor. Los de ellos se rompieron, y en ambas ocasiones el aliado salió.

Explicó que en su caso el aliado despedazó el marco. Él y su benefactor se quedaron con dos pedazos de madera en las manos mientras el espejo se hundía y el aliado salía por él. Comentó que en la reflexión de los espejos los aliados no son realmente aterradores porque uno sólo ve una forma, una especie de bulto. Pero una vez que salen, además de ser horrendos a la vista, son un verdadero dolor de cabeza. Me advirtió que una vez que los aliados salen de su nivel les resulta muy difícil regresar. Lo mismo ocurre con el hombre. Si los videntes se adentran al nivel de esas criaturas, es posible que jamás se vuelva a saber de ellos.

– Mi espejo se deshizo con la fuerza del aliado -dijo-. Ya no existía la ventana y el aliado no podía regresar a su nivel así que se me vino encima. Corrió a agarrarme, rodando como una bola. Huí en cuatro patas a una velocidad inverosímil. Gritando como demonio, subí y bajé laderas y cerros como poseído. Durante todo ese tiempo el aliado estaba a centímetros de mí.

Don Juan dijo que su benefactor corrió tras él y el aliado, pero como ya era un anciano no podía moverse con suficiente rapidez. Sin embargo, tuvo el buen tino de gritar que iba a hacer una hoguera para deshacerse del aliado y que don Juan debía correr en círculos hasta que todo estuviera listo. Se puso a juntar ramas secas mientras don Juan corría alrededor de una colina enloquecido de pavor.

Don Juan confesó que en un momento dado se dio clara cuenta de que su benefactor, puesto que era un guerrero capaz de disfrutar cualquier situación concebible, se estaba divirtiendo enormemente a su costo. Se enojó tanto que el aliado dejó de perseguirlo, y don Juan, lleno de ira le echó en cara a su benefactor que era malicioso. Su benefactor no contestó, pero hizo una mueca de genuino horror al mirar por encima de don Juan al aliado que les hacía sombra a los dos. En vista de tal peligro, don Juan olvidó su enojo y comenzó de nuevo a correr en círculos.

– En verdad, mi benefactor era un viejo diabólico -dijo don Juan riendo-. Había aprendido a reírse por dentro. No se le veía en la cara, y así podía fingir llorar o rabiar cuando realmente se estaba muriendo de risa. Ese día, mientras el aliado corría en círculos, persiguiéndome, mi benefactor se quedó cruzado de brazos, defendiéndose de mis acusaciones. Cada vez que pasaba yo corriendo ante él, sólo escuchaba fragmentos de su larga defensa. Cuando hubo terminado, comenzó a discutir el procedimiento para deshacernos del aliado: que tenía que reunir una gran cantidad de ramas secas, que el aliado era grande, que la hoguera tenía que ser tan grande como el mismo aliado, que quizá la maniobra no resultaría.

"Sólo mi miedo enloquecedor me mantuvo en pie.

Finalmente, cuando vio que yo estaba a punto de caer muerto de agotamiento, encendió la hoguera y con las llamas me escudó del aliado.

Don Juan dijo que permanecieron ante la hoguera durante toda la noche. Para él, el peor momento fue cuando su benefactor tuvo que ir en busca de ramas secas y lo dejó solo. Tuvo tanto miedo que le prometió a Dios que iba a dejar el camino del guerrero y se iba a convertir en agricultor.

– Por la mañana, cuando había agotado toda mi energía, el aliado logró empujarme al fuego y sufrí graves quemaduras, agregó don Juan.

– ¿Qué le pasó al aliado? -pregunté.

– Mi benefactor nunca me dijo lo que le pasó -contestó-. Pero siento que sigue vagando por ahí, tratando de encontrar el camino de regreso.

– ¿Y qué pasó con la promesa que le hizo usted a Dios?

– Mi benefactor me dijo que no me preocupara, que había demasiadas cosas que yo aún no comprendía. Mi promesa era seria, pero que no había nadie que escuchara tales promesas, porque no existe un Dios. Lo único que existe son las emanaciones del Águila, y a ellas no hay manera de hacerles promesas.

– ¿Qué habría ocurrido si el aliado lo atrapa? -pregunté.

– Quizá me hubiera muerto de miedo -dijo-. De haber sabido lo que le pasa a uno al ser atrapado hubiera dejado que me alcanzara. En aquel entonces yo era un hombre temerario. Una vez que te agarra el aliado, o te da un ataque al corazón y te mueres del susto, o forcejeas con él. Después de un momento de violenta agitación, la energía del aliado mengua. Aparte de asustarnos, los aliados no pueden hacernos nada con su imitación de ferocidad; nosotros tampoco los afectamos mucho. Estamos verdaderamente separados por un abismo.

"Los antiguos videntes creían que, al momento en que la energía del aliado mengua, sus poderes pasan al hombre con quien forcejea. ¡Qué poderes, ni qué poderes! A los antiguos videntes les salían aliados por las orejas, y el poder de los aliados no les valió un bledo.

Don Juan explicó que, una vez más, les correspondió a los nuevos videntes aclarar esta otra confusión. Descubrieron que lo único que cuenta es la impecabilidad, esto es, la energía que se ahorra. Era cierto que hubo casos entre los antiguos toltecas, de videntes que fueron salvados por sus aliados, pero eso no tuvo nada que ver con el poder de sus aliados, sino más bien con la impecabilidad de esos videntes que les permitió usar la energía de aquéllas otras formas de vida.

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