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Durante el mismo período hubo un floreciente tráfico internacional de las devastadoras armas no nucleares que se califican tímidamente de convencionales. En los últimos veinticinco años, el comercio internacional de armas ha subido desde 300 millones de dólares a mucho más de 20 000 millones, cifra ésta corregida de inflación. En los años entre 1950 y 1968, para los cuales parece que se dispone de buenas estadísticas, hubo, en promedio y en todo el mundo, varios accidentes por año con participación de armas nucleares, aunque quizás no más de una o dos explosiones nucleares accidentales. Los grupos de presión armamentista de la Unión Soviética, de los Estados Unidos y de otras naciones son grandes y poderosos. En los Estados Unidos incluyen a empresas importantes, famosas por sus productos casi hogareños. Según una estimación, los beneficios de las empresas que fabrican armas militares son de un 30% a un 50% superiores a los de empresas en un mercado civil igualmente tecnológico pero competitivo. Aumentos de coste en los sistemas de armas militares son aceptados en una escala que sería inaceptable en la esfera civil. En la Unión Soviética los recursos, calidad, atención y cuidados prodigados a la producción militar contrastan fuertemente con lo poco que queda para los bienes de consumo. Según algunas estimaciones casi la mitad de los científicos y altos tecnólogos de la Tierra están empleados de modo total o parcial en cuestiones militares. Quienes participan en el desarrollo y fabricación de armas de destrucción masiva reciben salarios, participación en el poder e incluso si es posible honores públicos en los niveles más altos existentes en sus sociedades respectivas. El secreto que envuelve el desarrollo de armas, llevado a extremos extravagantes en la Unión Soviética, implica que las personas con estos empleos casi nunca tienen que aceptar la responsabilidad de sus acciones. Están protegidos y son anónimos. El secreto militar hace que lo militar sea en cualquier sociedad el sector más dificil de controlar por los ciudadanos. Si ignoramos lo que hacen, es muy difícil detenerlos. Los premios son tan sustanciosos, y los grupos de presión militares de países hostiles mantienen un abrazo mutuo tan siniestro, que al fmal el mundo descubre que se está deslizando hacia la destrucción definitiva de la empresa humana.

Cada gran potencia tiene alguna justificación ampliamente difundida para conseguir y ahnacenar armas de destrucción masiva, a menudo incluyendo un recordatorio reptiliano del supuesto carácter y de los defectos culturales de enemigos potenciales (al contrario de nosotros, gente sana), o de las intenciones de los demás, y nunca de las nuestras, de conquistar el mundo. Cada nación parece tener su conjunto de posibilidades prohibidas, en las que hay que prohibir a toda costa que sus ciudadanos y partidarios piensen seriamente. En la Unión Soviética están el capitalismo, Dios, y la renuncia a la soberanía nacional; en los Estados Unidos, el socialismo, el ateísmo y la renuncia a la soberanía nacional. Sucede lo mismo en todo el mundo.

¿Cómo explicaríamos la carrera global de annas a un observador extraterrestre desapasionado? ¿Cómo justificaríamos los desarrollos desestabilizadores más recientes de los satélites matadores, las annas con rayos de partículas, lásers, bombas de neutrones, misiles de crucero, y la propuesta de convertir áreas equivalentes a pequeños países en zonas donde esconder misiles balísticas intercontinentales entre centenares de señuelos? ¿Afirmaremos que diez mil cabezas nucleares con sus correspondientes objetivos pueden aumentar nuestras perspectivas de supervivencia? ¿Qué informe presentaríamos sobre nuestra administración del planeta Tierra? Hemos oído las racionalizaciones que

aducen las superpotencias nucleares. Sabemos quién habla en nombre de las naciones. Pero ¿quién habla en nombre de la especie humana? ¿Quién habla en nombre de la Tierra?

Una dos terceras partes de la masa del cerebro humano están en la corteza cerebral, dedicada a la intuición y a la razón. Los hombres hemos evolucionado de modo gregario. Nos encanta la compañía de los demás; nos preocupamos los unos de los otros. Cooperamos. El altruismo forma parte de nuestro ser. Hemos descifrado brillantemente algunas estructuras de la Naturaleza. Tenemos motivaciones suficientes para trabajar conjuntamente y somos capaces de idear el sistema adecuado. Si estamos dispuestos a incluir en nuestros cálculos una guerra nuclear y la destrucción total de nuestra sociedad global emergente, ¿no podríamos también imaginar la reestructuración total de nuestras sociedades? Desde una perspectiva extraterrestre está claro que nuestra civilización global está a punto de fracasar en la tarea más importante con que se enfrenta: la preservación de las vidas y del bienestar de los ciudadanos del planeta. ¿No deberíamos pues estar dispuestos a explorar vigorosamente en cada nación posibles cambios básicos del sistema tradicional de hacer las cosas, un rediseño fundamental de las instituciones económicas, políticas, sociales y religiosas?

Enfrentados con una alternativa tan inquietante, nos sentimos tentados continuamente a minimizar la gravedad del problema, de afirmar que quienes se inquietan por el día del Juicio son unos alarmistas; de asegurar que los cambios fundamentales en nuestras instituciones no son prácticos o están en contra de la naturaleza humana, como si la guerra nuclear fuera prácticá, o como si sólo hubiera una naturaleza humana. Una guerra nuclear a toda escala no se ha dado nunca. Se supone de algún modo que según esto no se dará nunca. Pero sólo podemos pasar una vez por esta experiencia. En aquel momento será demasiado tarde para reforinular la estadística.

Los Estados Unidos son uno de los pocos gobiernos que apoyan reahnente una agencia destinada a invertir el curso de la carrera de armamentos. Pero los presupuestos comparados del Departamento de Defensa (1 5 3 000 millones de dólares por año en 1980) y de la Agencia para el Control de Armas y el Desarme (18 millones de dólares por año) nos recuerdan la importancia relativa que hemos asignado a las dos actividades. ¿No gastaría más dinero una sociedad racional en comprender y prevenir que en prepararse para la siguiente guerra? Es posible estudiar las causas de la guerra. Actualmente nuestra comprensión de ella es limitada, probablemente porque los presupuestos de desarme desde la época de Sargón de Akkad han sido entre inefectivos e inexistentes. Los microbiólogos y los médicos estudian las enfermedades principalmente para curar a las personas. Raramente se dedican a hacer propaganda del patógeno. Estudiamos la guerra como si fuera una enfermedad de la infancia, como la denominó Einstein de modo pertinente. Hemos alcanzado el punto en que la proliferación de las armas nucleares y la resistencia contra el desarme nuclear amenazan a todas y cada una de las personas del planeta. Ya no hay intereses especiales o casos especiales. Nuestra supervivencia depende de que comprometamos nuestra inteligencia y nuestros recursos en una escala masiva para asumir nuestro propio destino, para garantizar que la curva de Richardson no se desplace hacia la derecha.

Nosotros, los rehenes nucleares todos los pueblos de la Tierra tenemos que educarnos sobre la guerra convencional y nuclear. Luego tenemos que educar a nuestros gobiernos. Tenemos que aprender la ciencia y la tecnología que proporcionan las únicas herramientas concebibles de nuestra supervivencia. Tenemos que estar dispuestos a desafiar valientemente la sabiduría convencional social, política, económica y religiosa. Tenemos que hacer todos los esfuerzos posibles para comprender que nuestros compañeros, que los ciudadanos de todo el mundo, son humanos. No hay duda que estos pasos son difíciles. Pero como replicó Einstein muchas veces cuando alguien rechazaba sus sugerencias por no prácticas o no consistentes con la naturaleza humana: ¿Qué otra alternativa hay? Es característico de los mamíferos que acaricien a sus hijos, con el hocico o con,las manos, que los abracen, los soben, los mimen, los cuiden y los amen, un comportamiento que es esencialmente desconocido entre los reptiles. Si es realmente cierto que el complejo R y el sistema límbico viven en una tregua incómoda dentro de nuestros cráneos y que continúan compartiendo sus antiguas predilecciones, podríamos esperar que la indulgencia paterna animara nuestras naturalezas de mamífero y que la ausencia de afecto fisico impulsara el comportamiento reptiliano. Algunas pruebas apuntan en este sentido. Harry y Margaret Harlow han descubierto en experiencias de laboratorio

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