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Las bombas convencionales de la segunda guerra mundial recibieron el calificativo de revientamanzanas. Se llenaban con veinte toneladas de TNT y podían destruir una manzana de casas de una ciudad. Todas las bombas lanzadas sobre todas las ciudades en la segunda guerra mundial sumaron unos dos millones de toneladas, dos megatones, de TNT: Coventry y Rotterdam, Dresde y Tokio, toda la muerte que llovió de los cielos entre 1939 y 1945, un centenar de miles de revientamanzanas, dos megatones. A fines del siglo veinte, dos megatones era la energía que se liberaba en la explosión de una sola bomba termonuclear más o menos del montón: una bomba con la fuerza destructivo de la segunda guerra mundial. Pero hay cientos de miles de armas nucleares. Hacia la novena década del siglo veinte los misiles estratégicos y las fuerzas de bombarderos de la Unión Soviética y de los Estados Unidos apuntaban sus cabezas de guerra a más de 15 000 objetivos designados. No había lugar seguro en todo el planeta. La energía contenida en estas armas, en estos genios de la muerte que esperaban pacientemente que alguien restregara las lámparas, era superior a 10 000 megatones: pero con toda su destrucción concentrada de modo eficiente, no a lo largo de seis años sino en unas pocas horas, un revientamanzanas para cada tamilia del planeta, una segunda guerra mundial nuclear cada segundo durante toda una tarde de ocio.

Las causas inmediatas de muerte por un ataque nuclear son la onda explosiva, que pueden aplanar edificios fuertemente reforzados a muchos kilómetros de distancia, la tempestad de fuego, los rayos gamma y los neutrones que fríen de modo efectivo las entrañas de un transeúnte. Una alumna de escuela que sobrevivió al ataque nuclear norteamericano contra Hiroshima, el acontecimiento que puso final a la segunda guerra mundial, escribió este relato de primera mano:

A través de una oscuridad como el fondo del infierno podía oír las voces de las demás estudiantes que llamaban a sus madres. Y en la base del puente, dentro de una gran cisterna que habían excavado, estaba una madre llorando, aguantando por encima de su cabeza un bebé desnudo quemado por todo el cuerpo, de color rojo brillante. Y otra madre estaba llorando y sollozando mientras daba su pecho quemado a su bebé. En la cisterna las estudiantes estaban de pie asomando sólo las cabezas encima del agua, con las dos manos apretadas mientras gritaban y chillaban implorando y llamando a sus padres. Pero todas las personas que pasaban sin excepción, estaban heridas y no había nadie, no había nadie a quien pedir ayuda. Y el pelo chamuscado en las cabezas de las personas estaba rizado y blancuzco y cubierto de polvo. No parecía que fueran personas, que fueran seres de este mundo. La explosión de Hiroshima, al contrario de la subsiguiente explosión de Nagasaki, fue una explosión en el aire muy por encima de la superficie, de modo que la lluvia radiactiva fue insignificante. Pero el 1 de marzo de 1954 una prueba con armas termonucleares en Bikini, en las islas Marshall, detonó a un rendimiento superior al esperado. Se depositó una gran nube radiactiva sobre el pequeño atolón de Rongalap, a 150 kilómetros de distancia, donde los habitantes compararon la explosión a un Sol levantándose por el Oeste. Unas horas más tarde la ceniza radiactiva cayó sobre Rongalap como nieve. La dosis media recibida fue de sólo 175 rads, algo inferior a la mitad de la dosis necesaria para matar a una persona normal. El atolón estaba lejos de la explosión y no murieron muchas personas. Como es lógico, el estroncio radiactivo que comieron se concentró en sus huesos y el yodo radiactivo se concentró en sus tiroides. Dos tercios de los niños y un tercio de los adultos desarrollaron más tarde anormalidades tiroideas, retraso en el crecimiento y tumores malignos. Los habitantes de las islas Marshali recibieron a cambio cuidados médicos especializados.

El rendimiento de la bomba de Hiroshima fue de sólo trece kilotones, el equivalente a trece millares de toneladas de TNT. El rendimiento de la prueba de Bikini fue de quince megatones. En un intercambio nuclear completo, en el paroxismo de la guerra termonuclear, caerían en todo el mundo el equivalente a un millón de bombas de Hiroshima. Si se aplica el porcentaje de mortalidad de Hiroshima de unas cien mil personas muertas por cada arma de trece kilotones, sería suficiente para matar a cien mil millones de personas. Pero a fines de¡ siglo veinte había menos de cinco mil millones de personas en el planeta. Desde luego que en un intercambio de este tipo no todo el mundo morirá por la explosión y la tormenta de fuego, la radiación y la precipitación radiactiva, aunque esta precipitación dura algo más de tiempo: el 90 por ciento del estroncio 90 se habrá desintegrado en 96 años, el 90 por ciento del cesio 137 en 100 años, el 90 por ciento del yodo 131 en sólo un mes.

Los supervivientes vivirán consecuencias más sutiles de la guerra. Un intercambio nuclear completo quemará el nitrógeno de la parte superior del aire, convirtiéndolo en óxidos de nitrógeno, que a su vez destruirán una porción significativa del ozono en la alta atmósfera, con lo que ésta admitirá una dosis intensa de radiación solar ultravioleta. 1 Este aumento en el flujo ultravioleta se mantendrá durante años. Producirá cáncer de la piel, preferentemente en personas de piel clara. Y algo más importante: afectará la ecología de nuestro planeta de un modo desconocido. La luz ultravioleta destruye las cosechas. Muchos microorganismos morirán, no sabemos cuáles ni cuántos, o cuáles podrán ser las consecuencias. No sabemos si los organismos muertos estarán precisamente en la base de una vasta pirámide ecológica sobre cuya cima nos balanceamos nosotros.

El polvo introducido en el aire en un intercambio nuclear completo reflejará la luz solar y enfriará un poco la Tierra. Basta un pequeño enfriamiento para que las consecuencias en la agricultura sean desastrosas. Los pájaros mueren más fácilmente por la radiación que los insectos. Las plagas de insectos y los desórdenes agrícolas adicionales que les seguirán serán una consecuencia probable de una guerra nuclear. Hay otro tipo de plaga preocupante: la plaga de los bacilos es endémica en toda la Tierra. A fines del siglo veinte los hombres no fallecían mucho a consecuencia de la plaga, y no porque ésta faltara, sino porque la resistencia era elevada. Sin embargo, la radiación producida en una guerra nuclear debilita el sistema inmunológico del cuerpo, entre sus muchos otros efectos, provocando una disminución de nuestra capacidad para resistir a la enfermedad. A plazo más largo hay mutaciones, nuevas variedades de microbios y de insectos que podrían causar todavía más problemas a cualquier superviviente humano de un holocausto nuclear; y quizás al cabo de un tiempo cuando ya ha pasado el tiempo suficiente para que se recombinen y se expresen las mutaciones recesivas, haya nuevas y horrorizantes variedades de personas. La mayoría de estas mutaciones al expresarse serán letales. Unas cuantas no. Y luego habrá otras agonías: la pérdida de los seres queridos, las legiones de quemados, ciegos y mutilados; enfermedades, plagas, venenos radiactivos de larga vida en el aire y en el agua, la amenaza de los tumores y de los niños nacidos muertos y malforinados; la ausencia de cuidados médicos, la desesperada sensación de una civilización destruida por nada, el conocimiento de que podíamos haberío impedido y no lo hicimos.

L. F. Richardson era un meteorólogo británico interesado en la guerra. Quería comprender sus causas. Hay paralelos intelectuales entre la guerra y el tiempo atmosférico. Los dos son complejos. Los dos presentan regularidades, implicando con ello que no son fuerzas implacables sino sistemas naturales que pueden comprenderse y controlarse. Para comprender la meteorología global hay que reunir primero un gran conjunto de datos meteorológicos; hay que descubrir cómo se comporta realmente el tiempo. Richardson decidió que el sistema para llegar a comprender la guerra tenía que ser el mismo. Por consiguiente reunió datos sobre centenares de guerras acaecidas en nuestro pobre planeta entre 1820 y 1945.

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