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El cerebro hace mucho más que recordar. Compara, sintetiza, analiza, genera abstracciones. Tenemos que inventar muchas más cosas de las que nuestros genes pueden conocer. Por esto la biblioteca del cerebro es unas diez mil veces mayor que la biblioteca de los genes. Nuestra pasión por aprender, evidente en el comportamiento de cualquier bebé, es la herramienta de nuestra supervivencia. Las emociones y las formas ritualizadas de comportamiento están incrustadas profundamente en nosotros. Fonnan parte de nuestra humanidad. Pero no son característicamente humanas. Muchos otros animales tienen sentimientos. Lo que distingue a nuestra especie es el pensamiento. La corteza cerebral es una liberación. Ya no necesitamos estar encerrados en las formas de comportamiento heredadas genéticamente de las lagartijas y los babuinos. Cada uno de nosotros es responsable en gran medida de lo que se introduce en nuestro cerebro, de lo que acabamos valorando y sabiendo cuando somos adultos. Sin estar ya a merced del cerebro reptiliano, podemos cambiamos a nosotros mismos.

La mayoría de las grandes ciudades del mundo han ido creciendo de cualquier modo, poco a poco, respondiendo a las necesidades del momento; muy raramente se trata de una ciudad planeada para el futuro remoto. La evolución de una ciudad es como la evolución del cerebro: se desarrolla a partir de un pequeño centro y crece y cambia lentamente, dejando que continúen funcionando muchas partes antiguas. La evolución no dispone de sistemas para derribar el interior antiguo del cerebro a causa de sus imperfecciones y sustituirlo por algo de fabricación más moderna. El cerebro ha de funcionar durante la renovación. Por esto el tallo encefálico está rodeado por el complejo R, luego por el sistema límbico y finalmente por la corteza cerebral. Las partes viejas están encargadas de demasiadas funciones fundamentales para que puedan ser reemplazadas. Continúan pues funcionando, jadeantes, pasadas de moda y a veces contraproducentemente, pero son una consecuencia necesaria de nuestra evolución.

En la ciudad de Nueva York la disposición de muchas de las calles importantes data del siglo diecisiete, la bolsa del siglo dieciocho, las conducciones de agua del diecinueve, la red de energía eléctrica del veinte. La disposición podría ser más eficiente si todos los servicios cívicos estuvieran construidos en

paralelo y fueran sustituidos periódicamente (por este motivo los incendios desastrosos las grandes conflagraciones de Londres y de Chicago por ejemplo a veces constituyen una ayuda para la planificación urbana). Pero la lenta acumulación de nuevas funciones permite que la ciudad funcione de modo más o menos continuo a lo largo de los siglos. En el siglo diecisiete se pasaba con transbordador de Brooklyn a Manhattan a través del río Este. En el siglo diecinueve se dispuso de la tecnología necesaria para construir un puente colgante sobre el río. Se construyó precisamente donde había la terminal del transbordador, porque la ciudad era propietaria del terreno y porque había ya rutas urbanas principales que convergían sobre el servicio preexistente de transbordador. Más tarde, cuando fue posible construir un túnel debajo del río, también se construyó en el mismo lugar por idénticos motivos, y también porque durante la construcción del puente se habían instalado pequeños precursores de túneles, luego abandonados, los llamados caissons. Este aprovechamiento y reestructuración de sistemas previos para nuestros objetivos se parece mucho al sistema seguido por la evolución biológica.

Cuando nuestros genes no pudieron almacenar toda la información necesaria para la supervivencia, inventamos lentamente los cerebros. Pero luego llegó el momento, hace quizás diez mil años, en el que necesitamos saber más de lo que podía contener adecuadamente un cerebro. De este modo aprendimos a acumu lar enormes cantidades de información fuera de nuestros cuerpos. Según creemos somos la única especie del planeta que ha inventado una memoria comunal que no está almacenada ni en nuestros genes ni en nuestros cerebros. El almacén de esta memoria se llama biblioteca.

Un libro se hace a partir de un árbol. Es un con ' junto de partes planas y flexibles (llamadas todavía hojas) impresas con signos de pigmentación oscura. Basta echarle un vistazo para oír la voz de otra persona que quizás murió hace miles de años. El autor habla a través de los milenios de modo claro y silencioso, dentro de nuestra cabeza, directamente a nosotros. La escritura es quizás el mayor de los inventos humanos, un invento que une personas, ciudadanos de épocas distantes, que nunca'se conocieron entre sí. Los libros rompen las ataduras del tiempo, y demuestran que el hombre puede hacer cosas mágicas.

Algunos de los primeros autores escribieron sobre barro. La escritura euneiforme, el antepasado remoto del alfabeto occidental, se inventó en el Oriente próximo hace unos 5 000 años. Su objetivo era registrar datos: la compra de grano, la venta de terrenos, los triunfos del rey, los estatutos de los sacerdotes, las posiciones de las estrellas, las plegarias a los dioses. Durante miles de años, la escritura se grabó con cincel sobre barro y piedra, se rascó sobre cera, corteza o cuero, se pintó sobre bambú o papiro o seda; pero siempre una copia a la vez y, a excepción de las inscripciones en monumentos, siempre para un público muy reducido. Luego, en China, entre los siglos segundo y sexto se inventó el papel, la tinta y la impresión con blo4ues tallados de madera, lo que permitía hacer muchas copias de una obra y distribuirla. Para que la idea arraigara en una Europa remota y atrasada se necesitaron mil años. Luego, de repente, se imprimieron libros por todo el mundo. Poco antes de la invención del tipo móvil, hacia 1450 no había más de unas cuantas docenas de miles de libros en toda Europa, todos escritos a mano; tantos como en China en el año 1 00 a. de C., y una décima parte de los existentes en la gran Biblioteca de Alejandría. Cincuenta años después, hacia 1500, había diez millones de libros impresos. La cultura se había hecho accesible a cualquier persona que pudiese leer. La magia estaba por todas partes.

Más recientemente los libros se han impreso en ediciones masivas y económicas, sobre todo los libros en rústica. Por el precio de una cena modesta uno puede meditar sobre la decadencia y la caída del Imperio romano, sobre el origen de las especies, la interpretación de los sueños, la naturaleza de las cosas. Los libros son como semillas. Pueden estar siglos aletargados y luego florecer en el suelo menos prometedor.

Las grandes bibliotecas del mundo contienen millones de volúmenes, el equivalente a unos 1014 bits de infonnación en palabras, y quizás a 1011 en imágenes. Esto equivale a diez mil veces más información que la de nuestros genes, y unas diez veces más que la de nuestro cerebro. Si acabo un libro por semana sólo leeré unos pocos miles de libros en toda mi vida, una décima de un uno por ciento del contenido de las mayores bibliotecas de nuestra época. El truco consiste en saber qué libros hay que leer. La información en los libros no está preprogramada en el nacimiento, sino que cambia constantemente, está enmendada por los acontecimientos, adaptada al mundo. Han pasado ya veintitrés siglos desde la fundación de la Biblioteca alejandrina. Si no hubiese libros, ni documentos escritos, pensemos qué prodigioso intervalo de tiempo serían veintitrés siglos. Con cuatro generaciones por siglo, veintitrés siglos ocupan casi un centenar de generaciones de seres humanos. Si la información se pudiese transmitir únicamente de palabra, de boca en boca, qué poco sabríamos sobre nuestro pasado, qué lento sería nuestro progreso. Todo dependería de los descubrimientos antiguos que hubiesen llegado accidentalmente a nuestros oídos, y de lo exacto que fuese el relato. Podría reverenciarse la información del pasado, pero en sucesivas transmisiones se iría haciendo cada vez más confusa y al final se perdería. Los libros nos permiten viajar a través del tiempo, explotar la sabiduría de nuestros antepasados. La biblioteca nos conecta con las intuiciones y los conocimientos extraídos penosamente de la naturaleza, de las mayores mentes que hubo jamás, con los mejores maestros, escogidos por todo el planeta y por la totalidad de nuestra historia, a fin de que nos instruyan sin cansarse, y de que nos inspiren para que hagamos nuestra propia contribución al conocimiento colectivo de la especie humana. Las bibliotecas públicas dependen de las contribuciones voluntarias. Creo que la salud de nuestra civilización, nuestro reconocimiento real de la base que sostiene nuestra cultura y nuestra preocupación por el futuro, se pueden poner a prueba por el apoyo que prestemos a nuestras bibliotecas.

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