El destino del sistema solar interior cuando el Sol se convierta en una gigante roja ya es bastante triste. Pero, por lo menos, los planetas no quedarán derretidos y arrugados por la acción de una supernova en erupción. Este destino está reservado a planetas situados cerca de estrellas de mayor masa que el Sol. Puesto que estas estrellas con temperaturas y presiones superiores gastan más rápidamente sus reservas de combustible nuclear, sus tiempos de vida son mucho más breves que el Sol. Una estrella de masa diez veces superior a la del Sol puede convertir establemente hidrógeno en helio durante sólo unos cuantos millones de años antes de pasar brevemente a reacciones nucleares más exóticas. Por lo tanto es casi seguro que no se dispone de tiempo suficiente para que evolucionen formas avanzadas de vida en cualquiera de los planetas acompañantes; y sería raro que seres de otros mundos puedan llegar a conocer que su estrella se convertirá en una supernova: si viven el tiempo suficiente para comprender a las supemovas es improbable que su estrella llegue a serlo nunca.
La fase previa esencial para una explosión de supemova es la generación de un núcleo de hierro de gran masa por fusión de silicio. Los electrones libres del interior estelar, sometidos a una presión enorme, se ven obligados a fundirse con los protones de los núcleos de hierro cancelándose entonces las cargas eléctricas iguales y opuestas; el interior de la estrella se convierte en un único y gigantesco núcleo atómico que ocupa un volumen mucho menor que los electrones y núcleos de hierro que lo precedieron. El núcleo sufre una violenta implosión, el exterior rebota y se produce una explosión de supemova. Una supemova puede ser más brillante que el resplandor combinado de todas las demás estrellas de la galaxia en la cual está metida. Todas estas estrellas supergigantes azules y blancas que han salido apenas del cascarón en Orión están destinadas dentro de unos cuantos millones de años a convertirse en supemovas y a fortnar un castillo continuado de fuegos artificiales cósmicos en la constelación del cazador.
La terrible explosión de una supemova proyecta al espacio la mayor parte de la materia de la estrella precursora: un poco de hidrógeno residual y helio y cantidades importantes de otros átomos, carbono y silicio, hierro y aluminio. Queda un núcleo de neutrones calientes, sujetos entre sí por fuerzas nucleares, formando un único núcleo atómico de gran masa con un peso atómico aproximado de 1056, es decir un sol de unos treinta kilómetros de diámetro; un fragmento estelar diminuto, encogido, denso y marchito, una estrella de neutrones en rotación rápida. A medida que el núcleo de una gigante roja de gran masa entra en colapso para formar así una estrella de neutrones, va girando más rápidamente. La estrella de neutrones en el centro de la Nebulosa Cangrejo es un núcleo atómico inmenso, del tamaño de Manhattan, que gira treinta veces por segundo. Su poderoso campo magnético, amplificado durante el colapso, atrapa las partículas cargadas de modo parecido al campo magnético mucho más débil de Júpiter. Los electrones en el campo magnético en rotación emiten una radiación en forma de haz no sólo en las frecuencias de radio, sino también en luz visible. Si la Tierra está situada casualmente en la dirección del haz de este faro cósmico, vemos un destello en cada rotación. Por este motivo se denomina pulsar a la estrella. Los pulsars, parpadeando y haciendo tic tac como un metrónomo cósmico, marcan el tiempo mucho mejor que un reloj ordinario de gran precisión. El cronometraje a largo plazo de los destellos de radio de algunas pulsar, por ejemplo de una llamada PSR 0329 + 54 sugiere que estos objetos pueden tener uno o más compañeros planetarios pequeños. Quizás sea concebible que un planeta sobreviva la evolución de una estrella convertida al final en pulsar, o quizás el planeta fue capturado más tarde. Me pregunto qué aspecto tendrá el cielo desde la superficie de un planeta así.
La materia de una estrella de neutrones pesa, si tomamos de ella una cucharadita de té, más o menos lo mismo que una montaña corriente: pesa tanto que si sujetáramos un trozo de esta materia y luego lo soltáramos (no nos quedaría otra alternativa), podría pasar sin esfuerzo a través de la Tierra como hace una piedra que cae por el aire, se abriría por sí solo un agujero a través de nuestro planeta y emergería por el otro lado de la Tierra. Los habitantes de aquel lado, que estarían dando un paseo u ocupándose de sus cosas, verían salir disparado del suelo un pequeño fragmento de estrella de neutrones que se pararía a una cierta altura y volvería de nuevo al fondo de la Tierra, ofreciendo así, por lo menos, algo de diversión a su rutina diaria. Si cayera del espacio cercano un trozo de materia de estrella de neutrones y la Tierra estuviera girando debajo suyo, penetraría repeti damente a través de ella y perforaría centenares de miles de agujeros en su cuerpo en rotación antes de que detuviera su movimiento la fricción con el interior de nuestro planeta. Antes de pararse definitivamente en el centro de la Tierra, el interior de nuestro planeta presentaría brevemente el aspecto de un queso suizo, hasta que el flujo subterráneo de roca y de metal curase las heridas. No importa que se desconozcan en la Tierra fragmentos grandes de materia de estrellas de neutrones, porque los fragmentos más pequeños están en todas partes. El poder asombroso de la estrella de neutrones nos acecha en el núcleo de cada átomo, oculto en cada cucharilla de té y en cada lirón, en cada hálito del aire, en cada tarta de manzana. La estrella de neutrones nos infunde respeto hacia las cosas corrientes.
Una estrella como el Sol finalizará sus días como una gigante roja y luego como una enana blanca, tal como hemos visto. Una estrella en proceso de colapso con masa doble a la del Sol se convertirá en una supemova y luego en una estrella de neutrones. Pero una estrella de masa superior, que después de pasar por la fase de supemova quede con la masa, por ejemplo de cinco soles, tiene ante sí un destino todavía más notable: su gravedad la convertirá en un agujero negro. Supongamos que dispusiéramos de una máquina mágica de gravedad. un aparato que nos pennitiera controlar la gravedad de la Tierra, girando por ejemplo
una aguja. Al principio la aguja está en 1 g9 y todo se comporta como estamos acostumbrados a ver. Los animales y las plantas de la Tierra y las estructuras de nuestros edificios han evolucionado o se han diseñado para 1 g. Si la gravedad fuera mucho menor podría haber formas altas y delgadas que no caerían ni quedarían aplastadas por su propio peso. Si la gravedad fuese muy superior, las plantas, los animales y la arquitectura tendrían que ser bajos y rechonchos para no sufrir el colapso gravitatorio. Pero incluso en un campo de gravedad de bastante intensidad la luz se desplazaría en línea recta, como hace desde luego en la vida corriente.
Consideremos (véase ilustración de la página 236) un posible grupo típico de seres terrestres. Cuando disminuimos la gravedad, las cosas pesan menos. Cerca de 0 g el movimiento más ligero proyecta a nuestros amigos por los aires flotando y dando tumbos. El té vertido fuera de la taza, o cualquier otro líquido, forma glóbulos esféricos palpitantes en el aire: la tensión superficial del líquido supera a la gravedad. Hay por todas partes bolas de té. Si marcamos de nuevo en el aparato 1 g provocamos una lluvia de té. Cuando aumentamos algo la gravedad, de 1 g a 3 o 4 g, por ejemplo, todos quedan inmovilizados: se requiere un esfuerzo enorme incluso para mover una pierna. Sacamos por compasión a nuestros amigos del dominio de la máquina de la gravedad antes de poner la aguja en gravedades más altas todavía. El haz de luz de una ¡interna sigue una línea perfectamente recta (según la precisión de nuestras observaciones) cuando la gravedad es de unos cuantos g, al igual que a 0 g. A 1 000 g el haz es todavía recto, pero los árboles han quedado aplastados y aplanados; a 100 000 g las rocas se aplastan por su propio peso. Al final no queda ningún superviviente excepto el gato de Cheshire, por una dispensa especial. Cuando la gravedad se acerca a mil millones de g sucede algo todavía más extraño. El haz de luz que hasta ahora subía directo hacia el cielo empieza a curvarse. Incluso la luz queda afectada por intensas aceleraciones gravitatorias. Si aumentamos todavía más la gravedad, la luz no puede levantarse y cae al suelo cerca de nosotros. Ahora el gato cósmico de Cheshire ha desaparecido, sólo queda su sonrisa gravitatoria.