Christiaan Huygens llevó a cabo un primer experimento para responder a esta cuestión, muy en la onda de la tradición jonia. Huygens practicó pequeños agujeros en una placa de latón, puso la placa contra el Sol y se preguntó cuál era el agujero cuyo brillo equivalía al de la brillante estrella S ¡río, brillo que recordaba de la noche anterior. El agujero resultó ser 11 l/28 000 del tamaño aparente del Sol. Dedujo: o por lo tanto que Sirio tenía que estar 28 000 veces más lejos de nosotros que el Sol, o sea aproximadamente a medio año luz de distancia. Es difícil recordar el brillo que tiene una estrella muchas horas después de haberla visto, pero Huygens lo recordó muy bien. Si hubiese sabido que el brillo de Sirio era intrínsecamente superior al del Sol, hubiese dado con una respuesta casi exacta: Sirio está a 8,8 años luz de distancia. El hecho de que Aristarco y Huygens utilizaran datos imprecisos y consiguieran respuestas imperfectas apenas importa. Explicaron sus métodos tan claramente que si luego se disponía de mejores observaciones podían derivarse respuestas más precisas.
Entre las épocas de Aristarco y de Huygens los hombres dieron respuesta a la pregunta que me había excitado tanto cuando yo era un chico que crecía en Brooklyn: ¿Qué son las estrellas? La respuesta es que las estrellas son soles poderosos a años luz de distancia en la vastitud del espacio interestelar.
El gran legado de Aristarco es éste: ni nosotros ni nuestros planetas disfrutamos de una posición privilegiada en la naturaleza. Desde entonces esta intuición se ha aplicado hacia lo alto, hacia las estrellas y hacia nuestro entorno, hacia muchos subconjuntos de la familia humana, con gran éxito y una oposición invariable. Ha causado grandes avances en astronomía, física, biología, antropología, economía y política. Me pregunto si su extrapolación social es una razón principal que explica los intentos para suprimirla.
El legado de Aristarco se ha extendido mucho más allá del reino de las estrellas. A fines del siglo dieciocho, William Herschel, músico y astrónomo de Jorge III de Inglaterra, completó un proyecto destinado a cartografiar los cielos estrellados y descubrió que había al parecer un número igual de estrellas en todas direcciones en el plano o faja de la Vía Láctea; dedujo razonablemente de esto que estábamos en el centro de la Galaxia. Poco antes de la primera guerra mundial, Harlow Shapley, de Missouri, ideó una técnica para medir las distancias de los cúmulos globulares, estos deliciosos conjuntos esféricos de estrellas que parecen enjambres de abejas. Shapley había descubierto una candela estelar estándar, una estrella notable por su variabilidad, pero que tenía siempre el mismo brillo intrínseco. Shapley comparó la disminución en el brillo de tales estrellas presentes en cúmulos globulares con su brillo real, deducido de representantes cercanos, y de este modo pudo calcular su distancia: del mismo modo en un campo podemos estimar la distancia a que se encuentra una linterna de brillo intrínseco conocido a partir de la débil luz que llega a nosotros, es decir siguiendo en el fondo el método de Huygens. Shapley descubrió que los cúmulos globulares no estaban centrados alrededor de las proximidades solares sino más bien alrededor de una región distante de la Vía Láctea, en la dirección de la constelación de Sagitario, el Arquero. Pensó que era muy probable que los cúmulos globulares utilizados en esta investigación, casi un centenar, estuviesen orbitando y rindiendo homenaje al centro masivo de la Vía Láctea.
Shapley tuvo el valor en 1915 de proponer que el sistema solar estaba en las afueras y no cerca del núcleo de nuestra galaxia. Herschel se había equivocado a causa de la gran cantidad de polvo oscurecedor que hay en la dirección de Sagitario; le era imposible conocer el número enorme de estrellas situadas detrás. Actualmente está muy claro que vivimos a unos 30 000 años luz del núcleo galáctico, en los bordes de un brazo espiral, donde la densidad local de estrellas es relativamente reducida. Quizás haya seres viviendo en un planeta en órbita alrededor de una estrella central de uno de los cúmulos globulares de Shapley, o de una estrella situada en el núcleo. Estos seres quizás nos compadezcan por el puñado de estrellas visibles a simple vista que tenemos, mientras que sus cielos están incendiados con ellas. Cerca del centro de la Vía Láctea serían visibles a simple vista millones de estrellas brillantes, mientras que nosotros sólo tenemos unos miserables miles. Podría ponerse nuestro Sol u otros soles, pero no habría nunca noche.
Hasta bien entrado el siglo veinte, los astrónomos creían que sólo había una galaxia en el Cosmos, la Vía Láctea, aunque en el siglo dieciocho Thomas Wright, de Durban, e Immanuel Kant, de Kónigsberg, tuvieron separadamente la premonición de que las exquisitas formas luminosas espirales que se veían a través del telescopio eran otras galaxias. Kant sugirió explícitamente que M31 en la constelación de Andrómeda era otra Vía Láctea, compuesta por un número enorme de estrellas, y propuso dar a estos objetos la denominación evocativa e inolvidable de universos islas. Algunos científicos jugaron con la idea de que las nebulosas espirales no eran universos islas distantes sino nubes cercanas de gas interestelar en condensación, quizás en camino de convertirse en sistemas solares. Para comprobar la distancia de las nebulosas espirales, se necesitaba una clase de estrellas variables intrínsecamente mucho más brillantes que proporcionara una nueva candela estándar. Se descubrió que estas estrellas, identificadas en M31 por Edwin Hubble en 1924, eran alarmantemente débiles, y que por lo tanto M31 estaba a una distancia prodigiosa de nosotros, distancia que hoy se calcula en algo más de dos millones de años luz. Pero si M31 estaba a tal distancia no podía ser una nube de simples dimensiones interestelares, tenía que ser mucho mayor: una galaxia inmensa por derecho propio. Y las demás galaxias, más débiles, debían estar todavía a distancias mayores, un centenar de miles de millones de ejemplares esparcidas a través de la oscuridad hasta las fronteras del Cosmos conocido.
Los hombres en todos los momentos de su existencia han buscado su lugar en el Cosmos. En la infancia de nuestra especie (cuando nuestros antepasados contemplaban las estrellas con aire distraído), entre los científicos jonios de la Grecia antigua, y en nuestra propia época, nos ha fascinado esta pregunta: ¿Dónde estamos? ¿Quiénes somos? Descubrimos que vivimos en un planeta insignificante de una estrella ordinaria perdida entre dos brazos espirales en las afueras de una galaxia que es un miembro de un cúmulo poco poblado de galaxias arrinconado en algún punto perdido de un universo en el cual hay muchas más galaxias que personas. Esta perspectiva es una valerosa continuación de nuestra tendencia a construir y poner a prueba modelos mentales de los cielos; el Sol en forma de piedra al rojo vivo, las estrellas como llama celestial y la Galaxia como el espinazo de la noche.
Desde Aristarco, cada paso en nuestra investigación nos ha ido alejando del escenario central del drama cósmico. No hemos dispuesto de mucho tiempo para asimilar estos nuevos descubrimientos. Los hallazgos de Shapley y de Hubble tuvieron lugar cuando ya vivían muchas personas que todavía están entre nosotros. Hay quien deplora secretamente estos grandes descubrimientos, porque considera que cada paso ha sido una degradación, porque en lo más íntimo de su corazón anhela todavía un universo cuyo centro, foco y fulero sea la Tierra. Pero para poder tratar con el Cosmos primero tenemos que entenderlo, aunque nuestras esperanzas de disfrutar de un status preferencial conseguido de balde se vean contravenidas en el mismo proceso. Una condición previa esencial para mejorar nuestra vecindad es comprender dónde vivimos. También ayuda saber el aspecto que presentan otros barrios. Si deseamos que nuestro planeta sea importante hay algo que podemos hacer para contribuir a ello. Hacemos importante a nuestro mundo gracias al valor de nuestras preguntas y a la profundidad de nuestras respuestas.