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En el año 5 40 a. de C., más o menos, llegó al poder en la isla de Samos un tirano llamado Polícrates. Parece que empezó su carrera como proveedor de comida y que luego pasó a la piratería internacional. Polícrates fue un mecenas generoso de las artes, las ciencias y la ingeniería. Pero oprimió a su pueblo; hizo la guerra a sus vecinos y tenía fundados motivos para temer una invasión. Por consiguiente rodeó su capital con una gran muralla, de unos seis kilómetros de largo, cuyos restos se conservan todavía. Ordenó la construcción de un gran túnel que llevara agua de una fuente distante a través de las fortificaciones. Tiene un kilómetro de longitud y atraviesa una montaña. Se hicieron dos catas a ambos lados que coincidieron casi a la perfección en el centro. El proyecto tardó unos quince años en ser completado, y quedó como testamento de la ingeniería civil de la época y como indicación de la extraordinaria capacidad práctica de los jonios. Pero hay otro aspecto más siniestro de esta empresa: lo construyeron en parte esclavos encadenados, muchos capturados por los buques piratas de Polícrates.

Esta fue la época de Teodoro, el ingeniero maestro de la época, a quien los griegos atribuyen la invención de la llave, de la regla, de la escuadra, del nivel, del tomo, de la fundición de bronce y de la calefacción central. ¿Por qué no hay monumentos dedicados a este hombre? Quienes soñaban y especulaban con las leyes de la naturaleza también conversaban con los tecnólogos y los ingenieros. A menudo eran las mismas personas. Los teóricos y los prácticos eran unos.

Hacia la misma época, en la isla próxima de Cos, Hipócrates estaba fundando su famosa tradición médica, apenas recordada hoy en día por el juramento hipocrático. Fue una escuela de medicina práctica y eficiente, basada, según insistió Hipócrates, en los equivalentes contemporáneos de la física y de la química. 1 Pero también tuvo su aspecto teórico. Hipócrates escribió en su obra Sobre la antigua medicina: Los hombres creen que la epilepsia es divina, simplemente porque no la entienden. Pero si llamaran divino a todo lo que no entienden, realmente las cosas divinas no tendrían fin.

Con el tiempo, la influencia jonia y el método experimenta¡ se extendió a la Grecia continental, a Italia, a Sicilia. Era una época en la que apenas nadie creía en el aire. Se conocía desde luego la respiración, y se creía que el viento era el aliento de los dioses. Pero la idea de aire como una sustancia estática, material, pero invisible, no existía. El primer experimento documentado con aire fue realizado por un médico 1 llamado Empédocles, que floreció hacia el 450 a. de C. Algunas historias dicen que se calificó a sí mismo de dios. Pero quizás fue su inteligencia lo que le hizo pasar ante los otros por un dios. Creía que la luz se desplaza a gran velocidad pero no a una velocidad infinita. Enseñó que en otras épocas había habido una variedad mucho mayor de seres vivientes en la Tierra, pero que muchas razas de seres debieron haber sido incapaces de generar y continuar su especie. Porque en el caso de todas las especies existentes, la inteligencia o el valor o la rapidez los han protegido y preservado desde los inicios de su existencia. Empédocles, como Anaximandro y Demócrito (ver a continuación), al intentar explicar de este modo la hermosa adaptación de los organismos a sus medios ambientes, se anticipó en ciertos aspectos a la gran idea de Darwin de la evolución por selección natural.

Empédocles llevó a cabo su experimento con un cacharro doméstico que la gente había estado utilizando desde hacía siglos, la llamada clepsidra o ladrón de agua, que servía de cucharón de cocina. Se trata de una esfera de cobre con un cuello abierto y pequeños agujeros en el fondo que se llena sumergiéndola en el agua. Si se saca del agua con el cuello sin tapar el agua se sale por los agujeros formando una pequeña ducha. Pero si se saca correctamente, tapando con el pulgar el cuello, el agua queda retenida dentro de la esfera hasta que uno levanta el dedo. Si uno trata de llenarlo con el cuello tapado el agua no entra. Ha de haber alguna sustancia material que impida el paso del agua. No podemos ver esta sustancia. ¿De qué se trata? Empédocles afirmó que sólo podía ser aire. Una cosa que somos incapaces de ver puede ejercer una presión, puede frustrar mi deseo de llenar el cacharro con agua si dejo tontamente el dedo sobre el cuello. Empédocles había descubierto lo invisible. Pensó que el aire tenía que ser materia tan finamente dividida que era imposible verla.

Se dice que Empédocles murió en un ataque apoteósico arrojándose a la lava ardiente de la caldera de la cima del gran volcán Etna. Pero yo pienso a veces que debió resbalar durante una expedición audaz y pionera propia de la geofísica observacional.

Estos indicios, este soplo sobre la existencia de los átomos, fue explotado mucho más a fondo por un hombre llamado Demócrito, procedente de la lejana colonia jónica de Abdera en el norte de Grecia. Abdera era una especie de ciudad chiste. Si en el año 430 a. de C. uno contaba una historia sobre alguien de Abdera las carcajadas estaban aseguradas. Era en cierto modo el Brooklyn de la época. Demócrito creía que había que disfrutar y comprender todo lo de la vida; comprender y disfrutar eran una misma cosa. Dijo que una vida sin regocijo es un largo camino sin una posada.

Demócrito podía haber nacido en Abdera, pero no era tonto. Creía que se habían formado espontáneamente a partir de la materia difusa del espacio un gran número de mundos, para evolucionar y más tarde decaer. En una época en la que nadie sabía de la existencia de cráteres de impacto, Demócrito pensó que los mundos a veces entran en colisión; creyó que algunos mundos erraban solos por la oscuridad del espacio, mientras que otros iban acompañados por varios soles y lunas; que algunos mundos estaban habitados, mientras que otros no tenían ni plantas ni animales ni agua; que las formas más simples de vida nacieron de una especie de cieno primordial. Enseñó que la percepción la razón por la cual pienso, por ejemplo, que tengo una pluma en la mano era un proceso puramente físico y mecanicista; que el pensamiento y la sensación eran atributos de la materia reunida de un modo suficientemente fino y complejo, y no de algún espíritu infundido por los dioses en la materia.

Demócrito inventó la palabra átomo, que en griego significa que no puede cortarse. Los átomos eran las partículas últimas, que frustraban indefinidamente nuestros intentos por reducirlas a piezas más pequeñas. Dijo que todo está hecho de una reunión de átomos, juntados intrincadamente. Incluso nosotros. Nada existe dijo, aparte de átomos y el vacío.

Cuando cortamos una manzana, el cuchillo ha de pasar a través de espacios vacíos entre los átomos, afirmaba Demócrito. Si no hubiese estos espacios vacíos, este vacío, el cuchillo toparía con los átomos impenetrables y no podríamos cortar la manzana. Cortemos por ejemplo una tajada de un cono y comparemos las secciones de las dos piezas. ¿Son las áreas que han quedado al descubierto iguales? No, afirmaba Demócrito. La inclinación del cono obliga a que una cara del corte tenga una sección ligeramente más pequeña que la otra. Si las dos áreas fueran exactamente iguales tendríamos un cilindro, no un cono. Por afilado que esté el cuchillo, las dos piezas tienen secciones de corte desiguales: ¿Por qué? Porque a la escala de lo muy pequeño, la materia presenta una granulosidad determinada e irreductible. Demócrito identificó esta escala fina de granulosidad con el mundo de los átomos. Sus argumentos no eran los que utilizamos actualmente, pero eran sutiles y elegantes, derivados de la vida diaria. Y sus conclusiones eran fundamentalmente correctas.

Demócrito, en un ejercicio parecido, imaginó el cálculo del volumen de un cono o de una pirámide mediante un número muy grande de placas muy finas una encima de la otra, y cuyo tamaño disminuía de la base hasta el vértice. De este modo formulaba el problema que en matemáticas se denomina teoría de los límites. Estaba llamando a la puerta del cálculo diferencial e integral, la herramienta fundamental para comprender el mundo y que según los documentos escritos de que disponemos no se descubrió hasta la época de Isaac Newton. Quizás si la obra de Demócrito no hubiese quedado casi totalmente destruida, hubiese existido el cálculo diferencial hacia la época de Cristo. 7

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