El vehículo de aterrizaje Viking extiende las capacidades humanas a paisajes distintos y extraños. Según algunos criterios, es casi tan listo como un saltamontes; según otros, su inteligencia está al nivel de una bacteria. No hay nada insultante en estas comparaciones. La naturaleza tardó cientos de millones de años en crear por evolución una bacteria, y miles de millones de años para hacer un saltamontes. Tenemos solamente un poco de experiencia en estos asuntos, y ya nos convertiremos en expertos. El Viking tiene dos ojos como nosotros, pero a diferencia de los nuestros también trabajan en el infrarrojo; un brazo de muestreo que puede empujar rocas, excavar y tomar muestras del suelo; una especie de dedo que saca para medir la velocidad y la dirección de los vientos; algo equivalente a una nariz y a unas papilas gustativas, que utiliza para captar con mucha mayor precisión que nosotros la presencia de rastros de moléculas; un oído interior con el cual puede detectar el retumbar de los temblores marcianos y las vibraciones más suaves causadas por el viento en la nave espacial; y sistemas para detectar microbios. La nave espacial tiene su propia fuente independiente de energía radiactiva. Toda la información científica que obtiene la radia a la Tierra. Recibe instrucciones desde la Tierra, y de este modo los hombres pueden ponderar el significado de los resultados del Viking y comunicar a la nave espacial que haga algo nuevo.
Pero, ¿cuál es el sistema mejor para buscar microbios en Marte, teniendo en cuenta las limitaciones de tamaño, coste y energía? De momento no podemos enviar allí microbiólogos. Yo una vez tuve un amigo, un extraordinario microbiólogo llamado Wolf Vishniac, de la Universidad de Rochester, en Nueva York. A fines de los años cincuenta, cuando apenas empezábamos a pensar seriamente en buscar vida en Marte, participó en una reunión científica en la que un astrónomo expresó su asombro al ver que los biólogos no disponían de ningún instrumento sencillo, fiable y automatizado para buscar microorganismos. Vishniac decidió hacer algo en este sentido.
Desarrolló un pequeño aparato para enviarlo a los planetas. Sus amigos lo llamaron la Trampa del Lobo. Había que transportar hasta Marte una pequeña ampolla de materia orgánica nutriente, obtener una muestra de tierra de Marte para mezclarla con ella, y observar los cambios en la turbidez del líquido a medida que los bacilos marcianos (suponiendo que los hubiese) crecían (suponiendo que lo hicieran). La Trampa del Lobo fue seleccionada junto con otros tres experimentos microbiológicos para viajar a bordo de los vehículos de aterrizaje del Viking. Dos de los otros tres experimentos también se basaban en dar comida a los marcianos. El éxito de la Trampa del Lobo depende de que a los bacilos les guste el agua. Algunos pensaron que Vishniac sólo conseguiría ahogar a sus marcianitos. Pero la ventaja de la Trampa del Lobo es que no imponía condiciones a los microbios marcianos sobre lo que debían hacer con su comida. Solamente tenían que crecer. Los demás experimentos formulaban suposiciones concretas sobre gases que los microbios iban a desprender o absorber, suposiciones que eran poco más que conjeturas.
La Administración Nacionalde Aeronáutica y del Espacio (NASA), que dirige el programa de exploración planetario de los Estados Unidos, es propensa a recortar con frecuencia y de un modo imprevisible los presupuestos. Sólo en raras ocasiones hay incrementos imprevistos en los presupuestos. Las actividades científicas de la NASA tienen un apoyo gubernamental muy poco efectivo, y la ciencia es con frecuencia la víctima propiciatoria cuando hay que retirar dinero de la NASA. En 1971 se decidió que debía eliminarse uno de los cuatro experimentos microbiológicos y se cargaron la Trampa del Lobo. Esto fue una decepción abrumadora para Vishniac, que había dedicado doce años a esta investigación.
Muchos en su lugar se hubieran largado airadamente del Equipo Biológico del Viking. Pero Vishniac era un hombre apacible y perseverante. Decidió que como mejor podía servir a la causa de buscar vida en Marte era trasladándose al medio ambiente que en la Tierra más se parecía al de Marte: los valles secos de la Antártida. Algunos investigadores habían estudiado ya el suelo de la Antártida y llegaron a la conclusión de que los pocos microbios que pudieron encontrar no eran realmente nativos de los valles secos, sino que habían sido transportados allí por el viento desde otros ámbitos más clementes. Vishniac recordó los experimentos con los Botes marcianos, consideró que la vida era tenaz y que la Antártida era perfectamente consecuente con la microbiología. Pensó que si los bichitos terrestres podían vivir en Marte, también podían hacerlo en la Antártida, que era mucho más cálida y húmeda, y que tenía más oxígeno y mucha menos luz ultravioleta. Y a la inversa, pensó que encontrar vida en los valles secos de la Antártida mejoraría a su vez las posibilidades de vida en Marte. Vishniac creía que las técnicas experimentales utilizadas anteriormente para deducir la existencia de microbios no indígenas en la Antártida eran imperfectas. Los nutrientes eran adecuados para el confortable ámbito de un laboratorio microbiológico universitario, pero no estaban preparados para el árido desierto polar. Así pues, el 8 de noviembre de 1973, Vishniac, su nuevo equipo
microbiológico, y un compañero geólogo fueron trasladados en helicóptero desde la Estación de Mc Murdo hasta una zona próxima al Monte Balder, un valle seco de la cordillera Asgard. Su sistema consistía en implantar las pequeñas estaciones microbiológicas en el suelo de la Antártida y regresar un mes más tarde a recogerlas. El 1 0 de diciembre de 197 3 salió para recoger muestras en el Monte Balder; su partida se fotografió desde unos tres kilómetros de distancia. Fue la última vez que alguien le vio vivo. Dieciocho horas después su cuerpo fue descubierto en la base de un precipicio de hielo. Se había aventurado en una zona no explorada con anterioridad, parece ser que resbaló en el hielo y cayó rodando y dando saltos a lo largo de 1 50 metros. Quizás algo llamó su atención, un probable hábitat de microbios, por ejemplo, o una mancha verde donde no tenía que haber ninguna. Jamás lo sabremos. En el pequeño cuaderno marrón que llevaba aquel día, el último apunte dice Recuperada la estación 202. 10 de diciembre de 1973. 22.30 horas. Temperatura del suelo, IOº. Temperatura del aire, 1611. Había sido una temperatura típica de verano en Marte.
Muchas de las estaciones microbiológicas de Vishniac están aún instaladas en la Antártida. Pero las muestras recogidas fueron examinadas, siguiendo sus métodos, por sus colegas profesionales y sus amigos. Se encontró, en prácticamente cada lugar examinado, una amplia variedad de microbios que habrían sido indetectables con técnicas de tanteo convencionales. Su viuda, Helen Simpson Vishniac, descubrió entre sus muestras una nueva especie de levadura, aparentemente exclusiva de la Antártida. Grandes rocas traídas de la Antártida por esa expedición, y examinadas por lmre Friedmann, resultaron tener una fascinante microbiología: a uno o dos milímetros de profundidad dentro de la roca, las algas habían colonizado un mundo diminuto, en el cual quedaban aprisionadas pequeñas cantidades de agua y se hacían líquidas. Un lugar como éste hubiera sido más interesante todavía en Marte, porque la luz visible necesaria para la fotosíntesis penetraría hasta esa profundidad, pero la luz ultravioleta bactericida quedaría por lo menos parcialmente atenuada.
Como el plan de una misión espacial queda concluido muchos años antes del lanzamiento, y debido a la muerte de Vishniac, los resultados de sus experimentos antárticos no influyeron en el sistema seguido por el Viking para buscar vida en Marte. En general, los experimentos microbiológicos no se llevaron a cabo en la baja temperatura marciana, y la mayoría no preveían tiempos largos de incubación. Todos ellos formulaban suposiciones bastante concretas sobre cómo tenía que ser el metabolismo marciano. No había posibilidad de buscar vida dentro de las rocas.