¿Por qué marcianos? ¿Por qué tantas especulaciones vehementes y tantas fantasías desbocados sobre los marcianos, y no por ejemplo, sobre los saturnianos o plutonianos? Pues porque Marte parece, a primera vista, muy semejante a la Tierra. Es el planeta más próximo con una superficie visible. Hay casquetes polares de hielo, blancas nubes a la deriva, furiosas tormentas de arena, rasgos que cambian estacionalmente en su superficie roja, incluso un día de veinticuatro horas. Es tentador considerarlo un mundo habitado. Marte se ha convertido en una especie de escenario mítico sobre el cual proyectamos nuestras esperanzas y nuestros temores terrenales. Pero las predisposiciones psicológicas en pro y en contra no deben engañamos. L‹) importante son las pruebas y las pruebas todavía faltan. El Marte real es un mundo de maravillas. Sus perspectivas futuras nos intrigan más que el conocimiento de su pasado. En nuestra época hemos escudriñado las arenas de Marte, hemos afirmado allí una presencia, hemos dado satisfacción a un siglo de sueños.
Nadie hubiese creído en los últimos años del siglo diecinueve que este mundo estaba siendo observado intensa y atentamente por inteligencias mayores que la del hombre y sin embargo tan mortales como él, que mientras los hombres se ocupaban de sus asuntos estaban siendo escudriñados y estudiados, quizás con el mismo detenimiento con que un hombre examina en su microscopio los seres efímeros que pululan y se multiplican en una gota de agua. Los hombres, con una complacencia infinita, se movían ajetreados por este globo en pos de sus insignificantes negocios, tranquilos y seguros de dominar la materia. Es posible que los infusorios bajo el microscopio hagan lo mismo. Nadie se detuvo un momento a considerar los mundos más antiguos del espacio como fuentes de peligro para el hombre, o si alguien pensó en ellos se limitó a juzgar imposible o improbable la idea de que hubiese vida en ellos. Resulta curioso recordar ahora algunos de los hábitos mentales de aquellos días ya pasados. Los hombres terrestres imaginaban, como mucho, que podría haber otros hombres en Marte, quizás inferiores a ellos y dispuestos a aceptar una empresa misionera. Sin embargo, a través de los abismos del espacio, unas mentes que son a las nuestras lo que éstas son a las bestias perecederas, intelectos amplios, fríos y carentes de compasión, contemplaban con ojos envidiosos esta Tierra, y trazaban de modo lento y seguro sus planes contra nosotros.
Estas primeras líneas de la obra clásica de ciencia ficción La guerra de los mundos de H. G. Wells, escrita en 1897, todavía hoy conservan su obsesivo poder. 1 Durante toda nuestra historia ha existido el temor o la esperanza de que hubiese vida más allá de la Tierra. En los últimos cien años esta premonición se ha enfocado en un punto de luz rojo y brillante del cielo nocturno. Tres años antes de que se publicara La guerra de los mundos, un bostoniano llamado Percival Lowell fundó un importante observatorio de donde salieron las más elaboradas declaraciones a favor de la existencia de vida en Marte. Lowell se interesó de joven por la astronomía, marchó a Harvard, consiguió un puesto semioficial de diplomático en Corea, y se dedicó en general a las actividades típicas de la gente rica. Antes de morir, en 1916, había realizado importantes contribuciones a nuestro conocimiento de la naturaleza y evolución de los planetas, a la deducción de la expansión del universo y al descubrimiento del planeta Plutón, en el que intervino y que le debe su nombre. Las primeras dos letras del nombre Plutón son las iniciales de Percival Lowell. Su símbolo es 6, un monograma planetario.
Pero el amor constante de Lowell fue el planeta Marte. La declaración que en 1877 hizo un astrónomo italiano, Giovanni Schiaparelli, afirmando la existencia de canal¡ en Marte le conmovió profundamente. Schiaparelli había informado durante una aproximación máxima de Marte a la Tierra sobre la presencia de una intrincada red de líneas rectas, sencillas y dobles, que cruzaban las zonas brillantes del planeta. Canal¡ significa en italiano canales o surcos, y su trasposición al inglés implicaba la mano del hombre. Una martemanía se apoderó de Europa y de América, y Lowell fue arrastrado por ella.
En 1892 Schiaparelli anunció, cuando su vista ya fallaba, que renunciaba a la observación de Marte. Lowell decidió continuar el trabajo. Quería un lugar de observación de primera categoría, no perturbado por nubes o luces ciudadanas y caracterizado por una buena visión, término que los astrónomos aplican a una atmósfera estática a través de la cual queda minimizado el temblor de una imagen astronómico en el telescopio. La mala visión se debe a turbulencias de pequeña escala en la atmósfera situada encima del telescopio y es la causa del centelleo de las estrellas. Lowell construyó su observatorio lejos de casa, en Mars Hill de Flagstaff, Arizona. 2 Dibujó los rasgos de la superficie de Marte, especialmente los canales que lo hipnotizaban. Las observaciones de este tipo no son fáciles. Uno se pasa largas horas en el telescopio aguantando el frío del alba. Con frecuencia la visión es pobre y la imagen de Marte se hace borrosa y distorsionada. Entonces uno debe ignorar lo que ha visto. En ocasiones la imagen se estabiliza y los rasgos del planeta destellan momentáneamente, maravillosamente. Hay que recordar entonces lo que se ha tenido la fortuna de ver y hay que anotarlo cuidadosamente en un papel. Hay que dejar de lado las ideas preconcebidas y dejar constancia con una mente abierta de las maravillas de Marte.
Los cuadernos de Percival Lowell están llenos de lo que creía ver: zonas brillantes y oscuras, un indicio de casquete polar, y canales, un planeta engalanado con canales; Lowell creía que estaba viendo una red, extendida por todo el globo, de grandes acequias de riego que conducían agua desde los casquetes polares en fusión a los sedientos habitantes de las ciudades ecuatoriales. Imaginaba el planeta habitado por una raza más antigua y más sabia, quizás muy diferente de la nuestra. Creía que los cambios estacionases de las zonas oscuras se debían al desarrollo y marchitamiento de la vegetación. Creía que Marte era muy parecido a la Tierra. Total, creía demasiadas cosas.
Lowell evocaba un Marte antiguo, árido, marchito, un mundo desierto. Pero continuaba pareciéndose a un desierto de la Tierra. El Marte de Lowell tenía muchos rasgos en común con el suroeste de los Estados Unidos, donde estaba situado el observatorio de Lowell. Imaginaba las temperaturas marcianas algo frías, pero tan soportables como las del Sur de Inglaterra. El aire estaba enrarecido, pero había suficiente oxígeno para hacerlo respirable. El agua era escasa pero la elegante red de canales conducía el líquido portador de vida a todo el planeta.
Ahora sabemos que el reto contemporáneo más serio a las ideas de Lowell tuvo un origen inverosímil. Alfred Russell Wallace, codescubridor de la evolución por selección natural, recibió en 1907 el encargo de comentar uno de los libros de Lowell. Wallace había sido ingeniero en su juventud, y aunque se mostraba algo crédulo en cuestiones de percepción extrasensorial, se mostró admirablemente escéptico en cuanto a la habitabilidad de Marte. Wallace demostró que Lowell se había equivocado al calcular las temperaturas medias de Marte; no eran tan suaves como las temperaturas del Sur de Inglaterra sino que, en todas partes y con poquísimas excepciones, eran inferiores al punto de congelación del agua. Tenía que haber un permafrost, una subsuperficie perpetuamente congelada. El aire era mucho más enrarecido que lo que Lowell había calculado. Los cráteres debían de ser tan abundantes como en la Luna. Y en cuanto al agua de los canales:
Cualquier intento de transportar este escaso excedente [de agua] por medio de canales de gravedad hasta el ecuador y el hemisferio opuesto, a través de regiones desérticas terribles y expuesta a cielos tan despejados como los que describe el señor Lowell, tendría que ser obra de un equipo de locos y no de seres inteligentes. Puede afirmarse con seguridad que ni una gota de agua escaparía a la evaporación o a la filtración a menos de cien millas de su lugar de procedencia.