En los vastos espacios que separan a los planetas hay muchos objetos, algunos rocosos, otros metálicos, otros de hielo, otros compuestos parcialmente de moléculas orgánicas. Son desde granos de polvo hasta bloques irregulares del tamaño de Nicaragua o Bhutan. Y a veces, por accidente, hay un planeta en su camino. El Acontecimiento de Tunguska fue provocado probablemente por un fragmento de cometa helado de cien metros aproximadamente el tamaño de un campo de fútbol, de un millón de toneladas de peso, y moviéndose a treinta kilómetros por segundo aproximadamente.
Si un impacto de este tipo acaeciese hoy en día podría confundirse, sobre todo en el momento inicial de pánico, con una explosión nuclear. El impacto cometario y la bola de fuego simularían todos los efectos de una explosión nuclear de un megatón, incluyendo la nube en forma de hongo, con dos excepciones: no habría radiaciones gamma ni precipitación de polvo radiactivo. ¿Es posible que un acontecimiento, raro aunque natural, el impacto de un considerable fragmento cometario, desencadene una guerra nuclear? Extraña escena: un pequeño cometa choca contra la Tierra, como lo han hecho ya millones de ellos, y la respuesta de nuestra civilización es la inmediata autodestrucción. Quizás nos convendría entender un poco mejor que hasta ahora los cometas, las colisiones y las catástrofes. Por ejemplo, un satélite norteamericano Vela detectó el 22 de septiembre de 1979 un doble e intenso destello luminoso procedente de la región del Atlántico Sur y de la parte occidental de Océano índico. Las primeras especulaciones sostenían que se trataba de la prueba clandestina de un arma nuclear de baja potencia (dos kilotones, la sexta parte de energía de la bomba de Hiroshima) llevada a cabo por Sudáfrica o Israel. En todo el mundo se consideró que las consecuencias políticas eran serias. Pero, ¿y si los destellos se debieran a un asteroide pequeño o a un trozo de cometa? Se trata de una posibilidad real, porque los reconocimientos en la zona de los destellos no mostraron ningún vestigio de radiactividad anormal en el aire. Esta posibilidad subraya el peligro que supone, en una época de armas nucleares, no controlar mejor los impactos procedentes del espacio.
Un cometa está compuesto principalmente por hielo de agua (H20) con un poco de hielo de metano (CH4), y algo de hielo de amoníaco (NH3) Un modesto fragmento cometario, al chocar con la atmósfera de la Tierra, produciría una gran y radiante bola de fuego, y una potente onda explosiva que incendiaría árboles, arrasaría bosques y se escucharía en todo el mundo. Pero no podría excavar en el suelo un cráter grande. Todos los hielos se derretirían durante la entrada. Del cometa quedarían pocas piezas reconocibles, quizás sólo un rastro de pequeños granos provenientes de las partes no heladas del núcleo cometario. Recientemente, el científico soviético E. Sobotovich ha identificado un gran número de diamantes diminutos esparcidos por la zona de Tunguska. Es ya conocida la existencia de diamantes de este tipo en meteoritos que han sobrevivido al impacto y cuyo origen último pueden ser los cometas. En muchas noches claras, mirando pacientemente hacia el cielo, puede verse en lo alto algún meteorito solitario brillando levemente. Algunas noches puede verse una lluvia de meteoritos, siempre en unos mismos días del año; es un castillo natural de fuegos artificiales, un espectáculo de los cielos. Estos meteoritos están compuestos por granos diminutos, más pequeños que un grano de mostaza. Más que estrellas fugaces son copos que caen. Brillan en el momento de entrar en la atmósfera de la Tierra, y el calor y la fricción los destruyen a unos 100 kilómetros de altura. Los meteoritos son restos de cometas. 1 Los viejos cometas, calentados por pasos repetidos cerca del Sol, se desmembrara, se evaporan y se desintegran. Los restos se dispersan llenando toda la órbita cometaria. En el punto de intersección de esa órbita con la de la Tierra, hay un enjambre de meteoritos esperándonos. Parte del enjambre está siempre en la misma posición en la órbita de la Tierra, y la lluvia de meteoritos se observa siempre el mismo día de cada año. El 30 de junio de 1908 fue el día correspondiente ala lluvia del meteorito Beta Tauris, relacionado con la órbita del cometa Encke. Parece que el Acontecimiento de Tunguska fue causado por un pedazo de cometa Encke, un trozo bastante más grande que los diminutos fragmentos que causan estas lluvias de meteoritos, resplandecientes e inofensivas.
Los cometas siempre han suscitado temor, presagios y supersticiones. Sus apariciones ocasionales desafiaban de modo inquietante la noción de un Cosmos inalterable y ordenado por la divinidad. Parecía inconcebible que una lengua espectacular de llama blanca como la leche, saliendo y poniéndose con las estrellas noche tras noche, estuviera allí sin ninguna razón, que no trajera algún presagio sobre cuestiones humanas. Así nació la idea de que los cometas eran precursores del desastre, augurios de la ira divina; que predecían la muerte de los príncipes y la caída de los reinos. Los babilonios pensaban que los cometas eran barbas celestiales. Los griegos las veían como cabelleras flotantes, los árabes como espadas llameantes. En la época de Tolomeo los cometas se clasificaban laboriosamente, según sus formas, en rayos, trompetas, jarras y demás. Tolomeo pensó que los cometas traían guerras, temperaturas calurosas y desórdenes. Algunas descripciones medievales de cometas parecen crucifijos volantes no identificados. Un superintendente u obispo luterano de Magdeburgo llamado Andreas Celichius publicó en 1578 una Advertencia teológico del nuevo cometa, donde ofrecía la inspirada opinión según la cual un cometa es la humareda espesa de los pecados humanos, que sube cada día, a cada hora, en cada momento, llena de hedor y de horror ante la faz de Dios, volviéndose gradualmente más espesa hasta formar un cometa con trenzas rizadas, que al final se enciende por la cólera y el fuego ardiente del Supremo Juez Celestial. Pero otros replicaron que si los cometas fuesen el humo de los pecados, los cielos estarían ardiendo continuamente.
El dato más antiguo sobre la aparición del cometa Halley (o de cualquier otro cometa) aparece en la obra china Libro del príncipe de Huai Nan, participante en la marcha militar del rey Wu contra Zhou de Yin. Fue en el año 105 7 a. de C. La aproximación del cometa Halley a la Tierra en el año 66 es la explicación más probable del relato de Josefo sobre una espada que estuvo colgando un año entero sobre Jerusalén. En 1066, los normandos presenciaron un nuevo regreso del cometa Halley. Pensaron que debía de presagiar la caída de algún reino, y así el cometa incitó, y en cierto modo precipitó la invasión de Inglaterra por Guillermo el Conquistador. El cometa fue notificado a su debido tiempo en un periódico de la época, el Tapiz de Bayeux. En 1301 Giotto,, uno de los fundadores de la pintura realista moderna, presenció otra aparición del cometa Halley y lo introdujo en una
escena de la Natividad. El Gran Cometa de 1466, de nuevo el Halley, aterrorizó a la Europa cristiana; los cristianos temieron que Dios, que envía los cometas, pudiera estar de parte de los turcos que acababan de apoderarse de Constantinopla.
Los principales astrónomos de los siglos dieciséis y diecisiete estuvieron fascinados por los cometas, e incluso a Newton le daban un poco de vértigo. Kepler describió los cometas precipitándose a través del espacio como peces en el agua, pero disipados por la luz solar, pues la cola cometaria siempre señala en dirección contraria al Sol. David Hume, en muchos casos un intransigente racionalista, jugó por lo menos con el concepto de que los cometas eran las células reproductoras los óvulos o el esperma de los sistemas planetarios, y que los planetas se producían practicando una especie de sexo interestelar. Cuando Newton era estudiante y no había inventado aún el telescopio reflector, pasó muchas noches seguidas en vela explorando a simple vista el cielo en búsqueda de cometas, con un fervor tal que cayó enfermo de agotamiento. Newton, secundando a Tycho y a Kepler, concluyó que los cometas vistos desde la Tierra no se mueven en el interior de nuestra atmósfera, como Aristóteles y otros habían pensado, sino que están bastante más lejos que la Luna, aunque más cerca que Saturno. Los cometas brillan, al igual que los planetas, porque reflejan la luz solar, y están muy equivocados quienes los sitúan casi tan lejos como las estrellas fijas; pues si así fuese, los cometas no podrían recibir más luz de nuestro sol que la que nuestros planetas reciben de las estrellas fijas. Demostró que los cometas, como los planetas, se mueven en elipse: Los cometas son una especie de planetas que giran en órbitas muy excéntricas alrededor del Sol. Esta desmitificación, esta predicción de las órbitas cometarias regulares, permitió a su amigo Edmund Halley calcular en 1707 que los cometas de 1531, 1607, y 1682 eran apariciones del mismo cometa a intervalos de 76 años, y predecir su regreso en 1758. El cometa llegó a su debido tiempo y le dedicaron, póstumamente, su nombre. El cometa Halley ha jugado un importante papel en la historia humana, y puede que sea el objetivo de la primera sonda espacial hacia un cometa, durante su regreso en 1986.