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Tolomeo, en su calidad de astrónomo, puso nombre a las estrellas, catalogó su brillo, dio buenas razones para creer que la Tierra es una esfera, estableció normas para predecir eclipses, y quizás lo más importante, intentó comprender por qué los planetas presentan ese extraño movimiento errante contra el fondo de las constelaciones lejanas. Desarrolló un modelo de predicción para entender los movimientos planetarios y de codificar el mensa e de los cielos. El estudio de los cielos sumía a Tolomeo en una especie de éxtasis. Soy mortal escribió y sé que nací para un día. Pero cuando sigo a mi capricho la apretada multitud de las estrellas en su curso circular, mis pies ya no tocan la Tierra…

Tolomeo creía que la Tierra era el centro del Universo; que el Sol, la Luna, las estrellas y los planetas giraban alrededor de la Tierra. Ésta es la idea más natural del mundo. La Tierra parece fija, sólida, inmóvil, en cambio nosotros podemos ver cómo los cuerpos celestes salen y se ponen cada día. Toda cultura ha pasado por la hipótesis geocéntrica. Como escribió Johannes Kepier, es por lo tanto imposible que la razón, sin una instrucción previa, pueda dejar de imaginar que la Tierra es una especie de casa inmensa con la bóveda del cielo situada sobre ella; una casa inmóvil dentro de la cual el Sol, que es tan pequeño, pasa de una región a otra como un pájaro errante a través del aire. Pero, ¿cómo explicar el movimiento aparente de los planetas, por ejemplo el de Marte, que era conocido miles de años antes de la época de Tolomeo? (Uno de los epítetos que los antiguos egipcios dieron a Marte, sekded ef em khetkhet, significa que viaja hacia atrás, y es una clara referencia a su aparente movimiento retrógrado o rizado.)

El modelo de movimientos planetarios de Tolomeo puede representarse con una pequeña máquina, como las que existían en tiempos de Tolomeo para un propósito similar. 3 El problema era imaginar un movimiento real de los planetas, tal como se veían desde allí arriba, en el exterior, y que reprodujera con una gran exactitud el movimiento aparente de los planetas visto desde aquí abajo, en el interior.

Se supuso que los planetas giraban alrededor de la Tierra unidos a esferas perfectas y transparentes. Pero no estaban sujetos directamente a las esferas sino indirectamente, a través de una especie de rueda excéntrica. La esfera gira, la pequeña rueda entra en rotación, y Marte, ' visto desde la Tierra, va rizando su rizo. Este modelo permitió predecir de modo razonablemente exacto el movimiento planetario, con una exactitud suficiente para la precisión de las mediciones disponibles en la época de Tolomeo, e incluso muchos siglos después.

Las esferas etéreas de Tolomeo, que los astrónomos medievales imaginaban de cristal, nos permiten hablar todavía hoy de la música de las esferas y de un séptimo cielo (había un cielo o esfera para la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Satumo, y otro más para las estrellas). Si la Tierra era el centro del universo, si la creación tomaba como eje los acontecimientos terrenales, si se pensaba que los cielos estaban construidos con principios del todo ajenos a la Tierra, poco estímulo quedaba entonces para las observaciones astronómicas. El modelo de Tolomeo, que la Iglesia apoyó durante toda la Edad de la Barbarie, contribuyó a frenar el ascenso de la astronomía durante un milenio. Por fin, en 1543, un clérigo polaco llamado Nicolás Copérnico publicó una hipótesis totalmente diferente para explicar el movimiento aparente de los planetas. Su rasgo más audaz fue proponer que el Sol, y no la Tierra, estaba en el centro del universo. La Tierra quedó degradada a la categoría de un planeta más, el tercero desde el Sol, que se movía en una perfecta órbita circular. (Tolomeo había tomado en consideración un modelo heliocéntrico de este tipo, pero lo desechó inmediatamente; partiendo de la física de Aristóteles, la rotación violenta de la Tierra que este modelo implicaba parecía contraria a la observación.)

El modelo permitía explicar el movimiento aparente de los planetas por lo menos tan bien como las esferas de Tolomeo. Pero molestó a mucha gente. En 1616 la Iglesia católica colocó el libro de Copérnico en su lista de libros prohibidos hasta su corrección por censores eclesiásticos locales, donde permaneció hasta 1835.4 Martin Lutero le calificó de astrólogo advenedizo… Este estúpido quiere trastocar toda la ciencia astronómico. Pero la Sagrada Escritura nos dice que Josué ordenó pararse al Sol, y no a la Tierra. Incluso algunos de los admiradores de Copémico dijeron que él no había creído realmente en un universo centrado en el Sol, sino que se había limitado a proponerlo como un artificio para calcular los movimientos de los planetas.

El enfrentamiento histórico entre las dos concepciones del Cosmos centrado en la Tierra o centrado en el Sol alcanzó su punto culminante en los siglos dieciséis y diecisiete en la persona de un hombre que, como Tolomeo, era astrólogo y astrónomo a la vez. Vivió en una época en que el espíritu humano estaba aprisionado y la mente encadenada; en que las formulaciones eclesiásticas hechas un milenio o dos antes sobre cuestiones científicas se consideraban más fidedignas que los descubrimientos contemporáneos realizados con técnicas inaccesibles en la antigüedad; en que toda desviación incluso en materias teológicas arcanas, con respecto a las preferencias doxológicas dominantes tanto católicas como protestantes, se castigaba con la humillación, la tribulación, el exilio, la tortura o la muerte. Los cielos estaban habitados por ángeles, demonios y por la mano de Dios, que hacía girar las esferas planetarias de cristal. No había lugar en la ciencia para la idea de que subyaciendo a los fenómenos de la Naturaleza pudiese haber leyes físicas. Pero el esfuerzo valiente y solitario de este hombre iba a desencadenar la revolución científica moderna.

Johannes Kepler nació en Alemania en 1571 y fue enviado de niño a la escuela del seminario protestante de la ciudad provincial de Maulbronn para que siguiese la carrera eclesiástica. Era este seminario una especie de campo de entrenamiento donde adiestraban mentes jóvenes en el uso del armamento teológico contra la fortaleza del catolicismo romano. Kepler, tenaz, inteligente y ferozmente independiente soportó dos inhóspitos años en la desolación de Maulbronn, convirtiéndose en una persona solitaria e introvertido, cuyos pensamientos se centraban en su supuesta indignidad ante los ojos de Dios. Se arrepintió de miles de pecados no más perversos que los de otros y desesperaba de llegar a alcanzar la salvación.

Pero Dios se convirtió para él en algo más que una cólera divina deseosa de propiciación. El Dios de Kepier fue el poder creativo del Cosmos. La curiosidad del niño conquistó su propio temor. Quiso conocer la escatología del mundo; se atrevió a contemplar la mente de Dios. Estas visiones peligrosas, al principio tan insustanciales como un recuerdo, llegaron a ser la obsesión de toda una vida. Las apetencias cargadas de hibris de un niño seminarista iban a sacar a Europa del enclaustramiento propio del pensamiento medieval.

Las ciencias de la antigüedad clásica habían sido silenciadas hacía más de mil años, pero en la baja Edad Media algunos ecos débiles de esas voces, conservados por los estudiosos árabes, empezaron a insinuarse en los planes educativos europeos. En Maulbronn, Kepler sintió sus reverberaciones estudiando, a la vez que teología, griego y latín, música y matemáticas. Pensó que en la geometría de Euclides vislumbraba una imagen de la perfección y del esplendor cósmico. Más tarde escribió: La Geometría existía antes de la Creación. La Geometría ofreció a Dios un modelo para la Creación… La Geometría es Dios mismo.

En medio de los éxtasis matemáticos de Kepler, y a pesar de su vida aislada, las imperfecciones del mundo exterior deben de haber modelado también su carácter. La superstición era una panacea ampliamente accesible para la gente desvalida ante las miserias del hambre, de la peste y de los terribles conflictos doctrinales. Para muchos la única certidumbre eran las estrellas, y los antiguos conceptos astrológicos prosperaron en los patios y en las tabernas de una Europa acosada por el miedo. Kepler, cuya actitud hacia la astrología fue ambigua toda su vida, se preguntaba por la posible existencia de formas ocultas bajo el caos aparente de la vida diaria. Si el mundo lo había ingeniado Dios, ¿no valía la pena examinarlo cuidadosamente? ¿No era el conjunto de la creación una expresión de las armonías presentes en la mente de Dios? El libro de la Naturaleza había esperado más de un milenio para encontrar un lector.

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