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A la hora de comer, estaba casi decidida a ir, aunque aquella tarde le había colgado el teléfono sin más apenas mencionó la cuestión del dinero.

Al principio me sentí fatal, me quedé horrorizada, completamente horrorizada de mí misma, me preguntaba qué clase de aspecto ofrecería para que Remi se hubiera atrevido a venirme con aquella proposición, me sentía mal, muy mal, fatal, pero él insistió, volvió a llamar un par de horas más tarde, y me atacó por mi punto más débil, qué más te da, ¿no es lo mismo estar en un lado que en otro? Yo le había comentado alguna vez que al principio me parecía más vergonzoso pagar que cobrar por acostarme con un hombre, él me lo recordó y, lo que fue peor, adoptó el tono sincero y desinteresado de un hermano mayor para recriminarme por mi falta de coherencia, lo que hubiera definido, de haber sabido hacerlo, como simples prejuicios infantiles, pura ingenuidad, él lo decía de otra manera, si estás metida en esto, estás metida hasta el final, sácale algún provecho, tonta, qué más te da, has hecho lo mismo un montón de veces, por qué va a ser distinto ahora…

A la hora de comer, estaba casi decidida a ir.

La raya me tentaba, su proximidad ejercía una atracción casi irresistible sobre mí, la llamada del abismo, precipitarme en el vacío y caer, caer a lo largo de decenas, centenares, millares de metros, caer hasta estrellarme contra el fondo, y no tener que volver a pensar en toda la eternidad.

Luego, en casa, al salir de la ducha, me miré detenidamente en el espejo y me di cuenta de que estaba empezando a engordar.

Me envolví en un albornoz, para no verme.

Las dudas brotaron después, a media tarde, mientras me preguntaba cómo debería vestirme para acudir a mi extraña cita, qué tipo de ropa escoger, algo negro, corto, estrecho, escotado, o un vestido normal, de mujer corriente.

Le agradecía infinitamente a mi destino que Patricia se hubiera ofrecido a ir a buscar a Inés al colegio, antes de llevársela a dormir a casa de mis padres.

No me hubiera gustado verla.

Dudaba.

El balance era nefasto.

El no había querido escucharme, yo intentaba explicárselo, hablé, hablé sola frente a él durante horas, pero mis palabras se estrellaban contra sus oídos como las pelotas de tenis rebotan sobre un frontón.

No había querido escucharme, se había aferrado a la más reciente de mis convulsiones, no quiso ver más allá, se negó a escucharme, se negó a entender,

lo siento, dijo, lo siento mucho, la idea fue mía, exclusivamente mía, llevaba años rondándome por la cabeza, al fin y al cabo Marcelo es mi mejor amigo, él no tuvo nada que ver, aunque no me costó demasiado trabajo convencerle, los dos pensábamos que no tenía importancia, al fin y al cabo ya no tenéis edad para dejaros arrebatar por una pasión fatal, pero no contábamos con que pudiera llegar a afectarte tanto, te aseguro que de haberlo imaginado habría sabido renunciar a tiempo, te juro que lo siento.

Yo intentaba explicárselo, lo intenté, hablé sola, sola durante horas, el incesto no había entrado nunca en mis planes, desde luego, nunca pensé tampoco que Marcelo pudiera reaccionar de una manera tan natural después de una cosa así, porque ninguno de los dos volvió mínimamente sobre el tema, ni juntos ni por separado, aquí no ha pasado nada, lo leía en sus rostros, en sus gestos, en la imperturbable naturalidad de todas sus acciones, aquí no ha pasado nada, y habían pasado cosas, muchas cosas, pero no era eso, no era sólo eso.

Ya entonces había comenzado a cuestionarme la calidad de las lecciones teóricas, de todas las lecciones teóricas, empezando por la primera, y me atormentaba la sospecha de que el amor y el sexo no podían coexistir como dos cosas completamente distintas, me convencí a mí misma de que el amor tenía que ser otra cosa.

La mitad de mi vida, ni más ni menos que la mitad de mi vida, había girado exclusivamente en torno a Pablo.

Nunca había amado a nadie más.

Eso me asustaba. Mi limitación me asustaba.

Me sentía como si todos mis movimientos, desde que saltaba de la cama cada mañana hasta que me zambullía en ella nuevamente por la noche, hubieran sido previamente concebidos por él.

Eso me abrumaba. Su seguridad me abrumaba.

Entonces me convencí de que jamás crecería mientras siguiera a su lado, y cumpliría treinta y cinco, y luego cuarenta, y luego cuarenta y cinco, y luego cincuenta, cincuenta y cinco, y hasta sesenta y seis, la edad de mi madre, y no habría llegado a crecer nunca, sería una niña eternamente, pero no una hermosa niña de doce años, como cuando vivíamos en aquella casa falsa, enorme y vacía, en la que no transcurría el tiempo, sino un pobre monstruo de sesenta y seis años, sumido en la maldición de una infancia infinita.

La autocompasión es una droga dura.

Por eso me fui.

Pero nunca había podido olvidar que antes, por lo menos, era feliz.

Elegí finalmente un vestido negro, corto, no demasiado escotado pero sí muy estrecho, de un tejido elástico que se me pegaba al cuerpo como un bañador.

Después, el aplicador del rimmel, que sostenía con la mano derecha, me resbaló inexplicablemente de entre los dedos, marcándome el pómulo con tres finos regueros de tinta.

Chasqueé los labios para expresar mi descontento conmigo misma y empapé en agua la punta de un pañuelo de papel para tratar de remediar el desaguisado.

Me miré en el espejo.

Contemplé el rostro de una mujer de mediana edad, vieja, labios tensos enmarcados por un rictus familiar, pero distinto, dos finas arrugas que expresaban conocimiento y edad, una mezcla compleja, la antítesis de la risa fácil, incontrolada, que solía trastocar en una mueca la sonrisa de aquella extravagante golfa inocente que fui una vez.

Mantuve los ojos fijos en esa mujer, durante algunos segundos.

No me gustaba.

El balance era nefasto, nefasto.

Abrí el grifo del agua fría y me lavé la cara con jabón, la froté a conciencia con una esponja, haciendo espuma, hasta que la piel comenzó a tirarme.

Me sentí mucho mejor.

Necesitaba llevar algo entre las manos, un objeto capaz de hacerme compañía, de sostenerme y de animarme. Sentía que no podía volver con las manos vacías.

De repente me acordé de ella, una bolsa de plástico naranja rajada y rota a la que siempre le había faltado un asa Dentro, cinco piezas de porcelana, dos brazos, dos piernas, una cabeza, y un cuerpo relleno de lana, el vestidito sucio, y el gorro blanco, diminuto, amarillento ya, viejo, la holandesita despedazada, colega en los trabajos de la infancia eterna, que heredé en la cuna de la tía abuela María Luisa, a quien nunca conocí.

Llevaba veinte años prometiéndome a mí misma que al día siguiente, sin falta, la llevaría a arreglar al sanatorio de muñecas de la calle Sevilla, y nunca lo había hecho.

El comprendería.

Era muy pronto, todavía.

Compré una guía en el quiosco de la esquina y consulté la cartelera, buscando ansiosamente un sortilegio.

En un cinestudio de Villaverde Alto ponían Milagro en Milán, pero Villaverde estaba demasiado lejos.

No fui capaz de encontrar ninguna otra vieja película maravillosa en ninguna parte.

Entonces elegí Fuencarral, mi calle favorita, y me metí a ver una comedia americana de estreno, una chorrada intrascendente con una espléndida actriz secundaria en el papel de madre del protagonista.

Al final, me decidí a usar la llave.

La casa parecía estar completamente a oscuras.

Avancé tímidamente al principio, asiendo con las dos manos la bolsa naranja como si fuera un escudo, hasta que mis ojos se habituaron a la falta de luz.

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