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La vi enseguida, colgada de una percha.

Era diminuta, blanca, casi transparente, la batista era tan Fina que parecía gasa.

El cuello, cerrado por arriba, terminaba en dos solapas minúsculas, rematadas con volantes. Justo debajo de éstos, dos mariposas sostenían una guirnalda de flores muy pequeñas, bordadas con hilo satinado y perlitas. A ambos lados del bordado, cuatro jaretas muy finas. Y nada más. Las mangas eran cortas, de farol, terminaban en una tira que se abrochaba con un botón pequeño, de nácar. La blusa también era muy corta, se abrochaba por detrás, con botones de reflejos rosados, y el último, a la altura de la cintura, no se veía, un lacito ocultaba el ojal sobre una tira de tela similar a la que remataba las mangas pero más ancha.

Era una camisita de recién nacido, hecha a la medida de una niña grande, de once o doce años.

Cuando me volví hacia atrás, con ella en la mano, Ely me miraba con extrañeza. La flamenca no, ésa ya debía de haber visto de todo, a sus años.

– ¿Le gusta?

– Sí, me gusta mucho, pero no me la puedo llevar, es muy pequeña. ¿No las tiene más grandes?

– No, fue un encargo que nunca vinieron a recoger.

– ¿Quién la encargó? -de repente me asaltó una sospecha estúpida.

– Oh, no sé cómo se llamaba. Un señor como de cuarenta y cinco años, con acento catalán, no sé.

– Vino con la niña? -ahora sentía curiosidad, solamente. La flamenca empezaba a estar molesta.

– ¿Con qué niña?

– Bueno, por el tamaño esta blusa es para una niña, ¿no?

– El trajo las medidas apuntadas en un papel, yo nunca hago preguntas, oiga, no me importa para quién era la blusa, solamente sé que me he quedado con ella, y no la voy a colocar fácilmente… -se me quedó mirando con cara de susto y se volvió hacia Ely-. Oye… ésta no será de la madera, ¿verdad?, no serás tan hijo de puta como para haberme metido una madera aquí, ¿verdad?

Ely negó con la cabeza, yo intervine.

– No, lo siento, perdóneme, era sólo curiosidad.

– Ya… -pareció tranquilizarse-. Podemos hacérsela, si quiere.

Asentí con la cabeza y salió por la puerta, ya aparentemente segura de la bondad de mis intenciones, anunciando que iba a buscar un metro.

Ely se acercó, la cogió con la mano, y la miró detenidamente.

– Te gusta de verdad, esto?

– Sí, y a Pablo le encantará, estoy segura, más que cualquier otra cosa que hayamos visto hoy.

– ¿Esto? -estaba auténticamente perplejo-. ¿Estás segura? Nunca me lo hubiera imaginado, tu chico debe de ser todavía mucho más cerdo de lo que parece…

La flamenca, metro en ristre, estaba escuchando nuestra conversación desde el umbral de la puerta.

Encargué tres blusas, iguales, todas blancas, eso ya le sorprendió más. Después de exigirme una señal abusiva, me dijo que podría ir a recogerlas a los quince días. Como Ely se había encargado una especie de quimono corto, negro, con dibujos de dragones de colores, horroroso, que a él le parecía muy elegante, se ofreció a recogerme las blusas. Cuando tendí la mano a la dueña de la casa para despedirme, ella me cogió por los hombros, me dio dos besos y me tuteó inesperadamente.

– Si dentro de una temporada necesitas volver a trabajar, ven a verme. Te podrías sacar una pasta, ahora que las morenas se han vuelto a poner de moda, sobre todo en verano, los guiris, ¿sabes?, nórdicos, belgas, alemanes, también franceses, parece mentira, aunque están tan cerca les gustan mucho las tías como tú, a los franceses, tendrías que decir que eres andaluza, pero de todas formas… -se detuvo para sonreírme, creyó haber interpretado correctamente la expresión de mi cara. Yo no estaba enfadada, ni ofendida, simplemente no me lo podía creer-. No te hagas ilusiones. Te dejará pronto, con esos gustos que tiene… Eres guapa, muy guapa, eso sí, y él no debe de ser muy viejo todavía, pero con los años le gustarán cada vez más jóvenes, rubias y delgadas, y al final, las niñas pequeñas, como al catalán, que andaba liado con su hija, el muy cerdo, una niña preciosa, daba pena verla… La verdad es que no entiendo por qué te ha elegido a ti, aunque no le conozco, no lo entiendo, hay por ahí tantas tías mayores que parecen parvulitas y tú, que debes ser tan joven, aparentas más años de los que tienes, no lo entiendo -ahora me hablaba con simpatía, como una anciana tía sinceramente preocupada por mi futuro-.

En fin, ven a verme, si necesitas volver a trabajar…

Yo ya había pensado en todo aquello muchas veces, pero nunca le había dado importancia. Lo comenté con Ely cuando salimos a la calle, al fin y al cabo Pablo me había conocido en la cuna, era distinto, había jugado conmigo muchas veces de pequeña, y podía seguir considerándome una niña, si quería, no le debía de costar mucho trabajo, yo no creía hacer nada especial para fomentárselo, en realidad.

Ely me miraba sin comprender bien lo que decía.

Entre airadas protestas -pero cuántos años te crees que tengo yo, a estas horas, ni que fuera una abuela, a mí todavía no me gustan esas cosas-, le arrastré a tomar una taza de caldo mientras pensaba que para llevar tantos años dedicado a la prostitución, a veces resultaba increíblemente torpe.

Había pensado en todo aquello, muchas veces, sin darle mucha importancia, pero aquella noche, mientras conducía como una bestia, las palabras de la flamenca, y las de Ely también -mucho más joven que tú, claro-, se me clavaban en el cerebro como agujas, agujas largas y dolorosas.

Mi blusa blanca no había aparecido, la última que quedaba, las otras se habían ido rompiendo y a ésta le faltaba poco, cinco años y pico, casi seis, había durado, no estaba mal. Al principio pensé que era un buen presagio, no había aparecido, Pablo la había guardado para quedársela, yo no me iba para siempre, no sabía si me iba para siempre, en realidad no sabía para qué me iba, ésa era la verdad, pero ella a lo mejor la llevaba puesta ahora, mi camisita de recién nacida, seguramente le sentaría mejor que a mí, era más joven.

Cuando llegamos, Chelo me obligó a subir -no te puedes ir así a casa. Estaba un poco asustada incluso, siempre he sospechado que sospecha que estoy loca, un poco desequilibrada, como ella diría.

La cinta estaba metida en su estuche, encima de la televisión, la vi nada más entrar. Chelo me dijo que se iba a duchar y me preguntó si quería ducharme yo también. Le dije que no, era lo último que me faltaba aquella noche, que Chelo se me pusiera tonta. Ya acepté la última vez que salimos a cenar juntas, y luego me costó un sino quitármela de encima.

– Tiene gracia… -me había dicho-, vuelves a tener pelos en el coño, después de tanto tiempo.

Me serví una copa, la enésima, y cogí el estuche. En la cubierta aparecían tres seres resplandecientes, morenos y sanos. A la izquierda se veía a un hombre muy guapo, de pie, con una toalla blanca enrollada a la cintura y otra sobre un hombro. Era Lester, pero yo aún no le conocía. A su lado otro tío, más alto y más guapo todavía, castaño y risueño, impresionante, con unos vaqueros viejos, blanquecinos, me pareció el hombre más guapo que había visto en mi vida. Una mujer rubia, pequeña, de expresión graciosa y totalmente desnuda, sentada en una silla, completaba la composición por la derecha. Más o menos encima de su cabeza aparecía un símbolo que no había visto nunca, tres circulitos, los dos primeros con una flechita, el tercero con una crucecita también ascendente, entrelazados entre sí.

– ¿Qué es esto, Chelito?

– ¿Qué? -cruzó desnuda la habitación, en dirección a mí-. ¡Ah!, eso, es una película, la trajo Sergio ayer, pero no la vimos, porque, bueno, da igual, no sé de qué va… -en su voz había un ligero acento de disculpa.

La miré más detenidamente.

Tenía un arañazo largo encima del pecho izquierdo. Aunque se había colocado deliberadamente de espaldas a la luz, pude distinguir otras señales repartidas por todo su cuerpo. Estaban frescas.

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