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Salvador está aún en el mostrador de recepción, pero le ha dicho ya a Pimenta que cuando salga del comedor el último huésped se irá a su casa, un poco antes de lo que suele, tiene a la mujer con gripe, Es fruta del tiempo, dijo Pimenta, confianzudo, se conocían desde hacía tantos años, y Salvador rezongó, Yo sí que no me puedo poner malo, declaración sibilina de sentido vario, que tanto puede ser lamentación de quien tiene una salud de hierro como aviso a las potencias maléficas de la gran falta que al hotel le haría su gerente. Entró Ricardo Reis, dio las buenas noches, por un segundo dudó entre llamar a Salvador aparte, luego pensó que sería ridículo el sigilo, murmurar, por ejemplo, Mire, Salvador, yo no quería, perdone, pero ya sabe cómo son las cosas, la vida da muchas vueltas, a los días suceden las noches, el caso es que voy a irme de su apreciado hotel, he puesto piso, espero que no se ofenda, que quedemos amigos como antes, y de repente empezó a sudar de aprensión, como si hubiera regresado a su adolescencia de educando de los jesuitas, arrodillado ante el confesionario, mentí, envidié, tuve pensamientos impuros, tocamientos, ahora se acerca al mostrador, Salvador responde a sus buenas noches, se vuelve atrás para coger la llave del gancho, entonces Ricardo Reis se lanza, tiene que soltar las palabras liberadoras antes de que le mire, cogerlo inadvertido, en desequilibrio, a traición, Oiga, Salvador, prepáreme la cuenta que me voy a ir el sábado, y, dicho esto, con esta sequedad, se arrepintió, porque Salvador era la verdadera imagen de la sorpresa herida, víctima de una deslealtad, allí llave en mano, no se trata así a un gerente que siempre se ha mostrado más bien como un amigo, lo que debería haber hecho era llamarlo aparte, Mire, señor Salvador, yo no quería, perdone, pero no, los huéspedes son todos unos ingratos y éste es el peor de todos, vino a recalar aquí, siempre bien tratado, pese a sus líos con una criada, otro cualquiera lo habría puesto de patitas en la calle, a él y a ella, o habría presentado una denuncia en la policía, ya me advirtió Víctor, pero soy un buenazo, todos abusan de mí, ah, pero ésta va a ser la última, la juro. Si los segundos y los minutos fueran todos iguales, como los vemos trazados en los relojes, no siempre tendríamos tiempo para explicar lo que dentro de ellos ocurre, el meollo que contienen, lo que pasa es que por suerte los episodios de mayor significación transcurren en los segundos amplios y en los minutos largos, por eso es posible debatir con demora el pormenor de ciertos casos sin infracción escandalosa de la más sutil de las tres unidades dramáticas, que es, precisamente el tiempo. Con gesto vagoroso, Salvador entregó la llave, dio al rostro una expresión digna, habló en tono pausado, paternal, Espero que no será porque nuestro servicio le haya desagradado en algo, señor doctor, y estas modestas y profesionales palabras llevan en sí el peligro de suscitar un equívoco, por la acerba ironía que fácilmente podríamos hallar en ellas, si recordamos lo de Lidia, pero no, en este momento Salvador sólo quiere expresar la decepción, la pena, En absoluto, protestó con vehemencia Ricardo Reis, muy al contrario, lo que pasa es que he puesto un piso, he decidido al fin quedarme en Lisboa, uno tiene que tener su propio rincón para vivir, Ah, ha puesto piso, entonces, si quiere, le presto a Pimenta para ayudarle a llevar sus maletas, si es en Lisboa, claro, Sí, es en Lisboa, pero ya me arreglaré, muchas gracias, cualquier mozo de cuerda me las llevará. Pimenta, autorizado por instancias superiores a la oferta liberal de sus servicios, curioso por cuenta propia y adivinando la curiosidad de Salvador, dónde tendrá éste el piso, se permitió la confianza de insistir, Y para qué va a pagar un mozo de cuerda, yo le llevo las maletas, No, Pimenta, muchas gracias, y, para evitar nuevas insistencias, Ricardo Reis soltó por adelantado su discurso de despedida, Quiero decirle, señor Salvador, que llevo los mejores recuerdos de su hotel, donde siempre he sido muy bien tratado, donde siempre me he sentido como en mi propia casa, rodeado de atenciones y cuidados insuperables, y agradezco a todo el personal, sin excepción, el cariñoso ambiente de que me rodearon en este regreso a la patria, de donde ya no pienso salir, muchas gracias a todos, no estaban allí todos, pero para el caso era igual, discurso como éste no iba Ricardo Reis a volver a hacerlo, tan ridículo se había sentido mientras hablaba, y, peor que ridículo, usando involuntariamente palabras que bien podrían haber despertado pensamientos sarcásticos en sus oyentes, era imposible que no hubieran pensado en Lidia cuando hablaba de cuidados, cariños y atenciones, por qué será que las palabras se sirven tantas veces de nosotros, las vemos acercarse, amenazar, y no somos capaces de alejarlas, de acallarlas, y acabamos así diciendo lo que no queríamos, es como el abismo irresistible, vamos a caer y seguimos avanzando. En pocas palabras correspondió Salvador, muy al contrario, eran ellos los que tenían que agradecerle el honor de haber tenido al doctor Ricardo Reis como cliente, No hicimos más que cumplir nuestro deber, yo y todo el personal vamos a recordarle mucho a usted, doctor, no es verdad, Pimenta; con esta súbita intervención, deshizo la solemnidad del momento, parecía que apelara a la expresión de un sentimiento unánime, y era lo contrario, un guiño malicioso, no sé si me entiendes, Ricardo Reis entendió, dijo Buenas noches, y subió a su cuarto, adivinando que quedaban hablando a sus espaldas, hablando mal de él, y pronunciando ya el nombre de Lidia, qué más dirían, lo que no sabía es que era esto, Entérate pasado mañana de quién es el mozo de cuerda, quiero saber a dónde se muda.

Tiene el reloj horas tan vacías que, siendo breves, como de todas solemos decir, excepto de aquellas a las que están destinados episodios de significación extensa, conforme antes quedó demostrado, son tan vacías, ésas, que parece como si las agujas se arrastraran infinitamente, no pasa la mañana, no acaba de morir la tarde, no se acaba la noche. Fue así como Ricardo Reis vivió sus últimas horas en el hotel, quiso, por inconsciente escrúpulo, que lo vieran constantemente por allí, tal vez para no parecer desagradecido e indiferente. En cierto modo se lo reconocieron cuando Ramón dijo, mientras echaba la sopa en el plato, O sea que se va, doctor, palabras que fueron de una gran tristeza, como sólo las saben decir humildes servidores. Salvador gastó el nombre de Lidia, la llamaba por todo y por nada, le daba órdenes y contraórdenes, y cada vez escrutaba atentamente su actitud, el rostro, los ojos, a la espera de encontrar señales de tristeza, vestigios de lágrimas, lo natural en una mujer que va a ser abandonada y ya lo sabe. Pero nunca se vio paz y serenidad como las de ella, como una criatura a quien no pesan errores en la conciencia, flaquezas de la carne, o calculada venta, y Salvador se irritaba por no haber castigado la inmoralidad apenas nacida la sospecha, o cuando el hecho se hizo público y notorio, empezando las murmuraciones de cocina y almacén, ahora ya es tarde, el cliente se va, mejor será no revolver el cieno, tanto más cuanto que, examinándose a sí mismo, no se ve exento de culpas, sabía y calló, fue cómplice, Me dio pena este hombre, venía de allá, de Brasil, del desierto, sin familia que le esperara, lo traté como a un pariente, y ahora, por tres o cuatro veces tuvo este pensamiento absolutorio, ahora en voz alta, Cuando la doscientos uno quede vacía quiero una limpieza total, de arriba abajo, va a entrar ahí una distinguida familia de Granada, y Lidia se retira tras oír la orden, y él se queda mirándole la redondez de las nalgas, hasta hoy ha sido un gerente honesto, incapaz de mezclar servicio y abuso, pero ahora va a desquitarse, o consiente o va a la calle, esperemos que no pase de un desahogo, son muchos los hombres que flaquean llegado el momento.

El sábado, después de la comida, Ricardo Reis fue al Chiado, contrató allí los servicios de dos mozos de cuerda y para no bajar con ellos en guardia de honor por la Rua do Alecrim, los citó a una hora determinada en el hotel. Los esperó en la habitación, con aquella misma impresión de desgarro que había sentido cuando vio caer los cabos que amarraban al Highland Brigade al muelle de Río de Janeiro, está solo, sentado en la butaca, Lidia no vendrá, lo han acordado así. Un tropel de pasos macizos en el corredor anuncia la llegada de los mozos, viene con ellos Pimenta, esta vez no tiene que hacer fuerza, como máximo ayudará con el mismo gesto que hicieron Ricardo Reis y Salvador cuando él tuvo que subir la maleta grande, pesada, una manita por debajo, un aviso en la escalera, un consejo, excusados son a quien de cargas ha aprendido la ciencia toda. Fue Ricardo Reis a despedirse de Salvador, dejó una propina generosa para el personal, Distribúyala como le parezca, el gerente le da las gracias, algunos huéspedes que por allí andan sonríen viendo cómo en este hotel se hacen amistades, un apretón de manos, casi un abrazo, a los españoles les conmueve tanta armonía, no les sorprende, ven su país tan dividido, son las contradicciones peninsulares. Abajo, en la calle, Pimenta ha preguntado ya a los mozos para dónde va el transporte, pero ellos no lo saben, el patrón no ha dicho nada, uno de ellos admitió que sería para cerca, el otro dudó, para el caso es igual, Pimenta conoce a los dos hombres, uno de ellos ha servido en el hotel, paran en Chiado, cuando quiera sacar más en limpio, no tendrá que ir lejos. Ricardo Reis dice, Ya le he dejado ahí algo, un recuerdo, Pimenta responde, Muchas gracias, señor doctor, y cuando quiera algo, no tiene más que decírmelo, palabras inútiles, y eso aún es lo mejor que podemos decir de ellas, casi todas, realmente, hipócritas, razón tenía aquel francés que dijo que la palabra le fue dada al hombre para disfrazar el pensamiento, en fin, tenía razón, son cuestiones sobre las que no debemos hacer juicios perentorios, lo más seguro es que la palabra es lo mejor que se puede encontrar, la tentativa siempre frustrada para expresar eso a lo que, por medio de palabra, llamamos pensamiento. Los dos mozos saben ya adónde llevar las maletas, Ricardo Reis lo dijo después de que Pimenta se retirara, y ahora suben la calle, van por la calzada, para mayor desahogo en el transporte, no es grande la carga para quien ha llevado pianos y otros lastres a palo y cuerda, delante va Ricardo Reis, lo suficientemente lejos como para que nadie lo tome por guía de la expedición pero lo bastante cerca para que los cargadores se sientan acompañados, no hay nada más melindroso que estos contactos de clases, la paz social es cuestión de tacto, de finura, de psicología, para decirlo en sólo una palabra que engloba las tres, si ella o ellas coinciden rigurosamente con el pensamiento es problema a cuyo deslinde habíamos renunciado ya. Mediada la calle los mozos de cuerda tienen que hacerse a un lado, y aprovechan para posar la carga, descansar un poco, porque baja una hilera de tranvías abarrotados de gente rubia de pelo y rosada de piel, son alemanes excursionistas, obreros del Frente Alemán del Trabajo, casi todos vestidos a lo bávaro, de calzón corto, camisa y tirantes, el sombrerito de ala estrecha, se puede ver fácilmente porque algunos tranvías son abiertos, jaulas ambulantes por donde la lluvia entra como quiere, y valen de poco los estores de lona a rayas, qué dirán de nuestra civilización portuguesa estos trabajadores arios, hijos de tan fina raza, qué estarán pensando ahora mismo de los labriegos que se paran para verlos pasar, aquel hombre moreno, de gabardina clara, estos dos de barba crecida, mal vestidos y sucios, que se echan la carga al hombro y se ponen en marcha de nuevo calle arriba mientras los últimos tranvías van pasando, veintitrés fueron, si alguien tuvo la paciencia de contarlos camino de la Torre de Belém, del Monasterio de los Jerónimos y de otras maravillas de Lisboa, como Algés, Dafundo y Cruz Quebrada.

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