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Empieza el año de tal modo que ver difuntos va a ser habitual, claro está que, uno más, uno menos, todos los tiempos tienen lo suyo al respecto, a veces con mayores facilidades, cuando hay guerras y epidemias, otras lentamente, uno tras otro, pero no es común que en pocas semanas haya tal suma de muertos de calidad, tanto nacionales como extranjeros, sin hablar ya de Fernando Pessoa, que ése nadie sabe que a veces va y vuelve, hablamos, sí, de Leonardo Coimbra, que inventó el creacionismo, de Valle-Inclán, autor de Romance de lobos, de John Gilbert que trabajó en aquel filme El gran desfile, de Rudyard Kipling, poeta de If, y, last but not least, del rey de Inglaterra, Jorge V, el único con sucesión garantizada. Cierto es que ha habido otras desgracias, vamos a sumarlas, como fue el morir soterrado un pobre viejo por efecto del temporal, o aquellas veintitrés personas que vinieron del Alentejo, mordidas por un gato rabioso, desembarcaron, negros como bandada de cuervos con las plumas desharrapadas, viejos, mujeres, niños, primera fotografía de sus vidas, y no saben ni hacia dónde mirar, se aferran sus ojos a cualquier punto del espacio, desesperados, pobre gente, y no es esto todo, Lo que el señor doctor no sabe es que en noviembre del año pasado murieron en las grandes capitales del distrito dos mil cuatrocientos noventa y dos individuos, uno de ellos fue el señor Fernando Pessoa, no es ni mucho ni poco, es lo que tiene que ser, lo peor es que setecientos treinta y cuatro eran niños de menos de cinco años de edad, cuando es así en las ciudades importantes, treinta por ciento, imagínense lo que será por esas aldeas donde hasta los gatos están rabiosos, nos queda no obstante el consuelo de que sean portugueses la mayor parte de los angelillos del cielo. Aparte esto, las palabras son muy válidas. Después de tomar posesión el gobierno va gente en muchedumbre y en rebaños a cumplimentar a los señores ministros, todo el mundo, profesores, funcionarios públicos, oficiales de las tres armas, dirigentes y afiliados a la Unión Nacional, sindicatos, gremios, agricultores, jueces, policías, guardias republicanos y fiscales, público en general, y cada vez el ministro agradece y responde con un discurso, hecho a medida de un patriotismo de abecedario y para los oídos de quien allí está, se apretujan los cumplimentadores para caber todos en la foto, los de las filas de atrás estiran el cuello, se ponen de puntillas, asoman por encima del hombro del vecino más alto, Éste soy yo, dirán después en casa a su querida esposa, y los de delante llenan el buche de aire, no los ha mordido el gato rabioso, pero tienen el mismo aire pasmado, les asusta el fogonazo del magnesio, en la conmoción se han perdido algunas palabras, pero por unas sacan otras, todo está regulado por el diapasón de las que el ministro del Interior pronunció en Montemor-o-Velho al inaugurar la luz eléctrica, gran mejora, Dije en Lisboa que la buena gente de Montemor sabe ser leal a Salazar, podemos imaginar la escena fácilmente, Paes de Sousa explicando al sabio dictador, así apellidado por la Tribune des Nations, que la buena gente de la tierra de Fernão Mendes Pinto es toda leal a su excelencia, y, siendo tan medieval este régimen, ya se sabe que de esa bondad quedan excluidos los villanos y mecánicos, gente que no hereda bienes, luego hombres no buenos, quizá ni buenos ni hombres, animales, como animales son los que muerden, roen o infestan, Usted, doctor, ha tenido ya ocasión de comprobar qué tipo de gente puebla este país, y eso que estamos en la capital del imperio, cuando el otro día pasó ante la puerta de O Século, aquella multitud a la espera del donativo, y si quiere ver más y mejor, vaya por esos barrios, por esas parroquias y feligresías, vea con sus ojos los repartos de sopa de los pobres, la campana de auxilio a los pobres en invierno, iniciativa de singular belleza, como escribió en el telegrama el alcalde de Porto, de tan grato recuerdo, y dígame si no valía más dejarlos morir, y se ahorraría el vergonzoso espectáculo de nuestro mundo, se sientan en los bordillos de las aceras a comer su mendrugo de pan y a rebañar el cazo, ni luz eléctrica merecen, a ellos les basta conocer el camino que va del plato a la boca, y ése hasta a oscuras se encuentra.

También en el interior del cuerpo la tiniebla es profunda, y pese a todo la sangre llega al corazón, el cerebro es ciego y puede ver, es sordo y oye, no tiene manos y alcanza, el hombre, claro está, es el laberinto de sí mismo. En los dos días siguientes Ricardo Reis bajó al comedor para desayunar, hombre al fin tímido, asustado con las consecuencias de un gesto tan simple como haber puesto la mano en el brazo de Lidia, no temía que ella hubiera ido a quejarse del osado huésped, qué había sido aquello en definitiva un gesto y nada más, sin embargo, aun así, había en él cierta ansiedad cuando habló por primera vez, después del hecho, con el gerente Salvador, temor vano fue, pues nunca se vio a un hombre más afable y respetuoso. Al tercer día se encontró ridículo y no bajó al comedor, se hizo el olvidadizo deseando que le olvidaran. Eso era no conocer a Salvador. En la hora extrema llamaron a su puerta, entró Lidia con la bandeja, la colocó sobre la mesa, dijo Buenos días, señor doctor, con naturalidad, es casi siempre así, uno se atormenta, se tortura, teme lo peor, cree que el mundo le va a pedir cuentas y prueba real, y el mundo ha seguido su camino, pensando ya en otras cosas. Sin embargo, no es cierto que Lidia, al entrar en la habitación para recoger las cosas, forme aún parte de ese mundo, lo más seguro es que se haya quedado atrás, a la espera, con aire de no saber de qué, repite los movimientos acostumbrados, va a levantar la bandeja, asegurándola, ahora se endereza, forma con ella un arco de círculo, se aleja hacia la puerta, oh Dios mío, hablará, no hablará, quizá no diga nada, quizá me toque sólo el brazo como el otro día, y si lo hace qué voy a hacer yo, otras veces otros huéspedes me pusieron a prueba, por dos veces cedí, porque, por ser esta vida tan triste, Lidia, dijo Ricardo Reis, ella dejó la bandeja, levantó los ojos asustados, quiso decir Señor doctor, pero la voz quedó prendida en su garganta, y él no tuvo valor, repitió, Lidia, luego, casi con un murmullo, atrozmente trivial, seductor ridículo, Es usted muy guapa, y se quedó mirándola sólo un segundo, no aguantó más que un segundo, se volvió de espaldas, hay momentos en que sería mejor morirse, Yo, que he hecho reír a las camareras de hotel, también tú, Álvaro de Campos, todos nosotros. Se cerró la puerta lentamente, hubo una pausa, y sólo luego se oyeron los pasos de Lidia alejándose.

Ricardo Reis pasó todo el día fuera rumiando su vergüenza, sobre todas indigna porque no lo había vencido un adversario, sino su propio miedo. Y decidió que al día siguiente cambiaría de hotel, o alquilaría unas habitaciones en una casa, o volvería a Brasil en el primer barco, parecen dramáticos efectos para causa tan pequeña, pero cada persona sabe cuánto le duele y dónde, el ridículo es como una quemadura por dentro, un ácido que en cada momento es reavivado por la memoria, una herida infatigable. Volvió al hotel, comió y volvió a salir, vio Las Cruzadas en el Politeama, qué fe, qué ardorosas batallas, qué santos y qué héroes, qué caballos tan blancos, acaba la película y atraviesa la Rua de Eugenio de Santos un soplo de religión épica, parece que cada espectador lleve en la cabeza un halo, y aún hay quien dude de que el arte puede mejorar al hombre. El lance de la mañana adquirió su dimensión propia, pero qué importa eso, qué ridículo fui atormentándome de ese modo. Llegó al hotel, le abrió Pimenta, nunca se vio casa más tranquila, naturalmente los criados no duermen aquí. Entró en el cuarto y, no advirtiendo que hacía este movimiento antes que cualquier otro, miró la cama. No estaba abierta como de costumbre, en ángulo, sino por igual, dobladas sábana y colcha, de lado a lado. Y tenía, no una almohada como siempre había tenido, sino dos. No podía ser más claro el recado, faltaba saber hasta qué punto se volvería explícito. A no ser que no haya sido Lidia quien vino a abrirme la cama, sino otra camarera, pensó que el cuarto estaba ocupado por un matrimonio, sí, supongamos que las camareras cambian de piso de tantos en tantos días, quizá para tener iguales oportunidades de propina, o para no crear hábitos permanentes, o, y aquí sonrió Ricardo Reis, para evitar familiaridades con los huéspedes, en fin, veremos mañana, si Lidia aparece con el desayuno es porque fue ella quien hizo así la cama, y entonces. Se acostó, apagó la luz, dejó puesta la segunda almohada, cerró los ojos con fuerza, ven, sueño, ven, pero el sueño no venía, por la calle pasó un tranvía, tal vez el último, quién será que no quiere dormir en mí, el cuerpo inquieto, de quién, o lo que no siendo cuerpo en él se inquieta, yo entero, o esta parte de mí que crece, Dios mío, las cosas que pueden ocurrirle a un hombre. Se levantó bruscamente, y, hasta a oscuras, guiándose por la luminosidad difusa que se filtraba por las ventanas, soltó el pestillo de la puerta, luego la dejó apoyada levemente, parece cerrada y no lo está, basta que posemos sutilmente la mano en ella. Volvió a acostarse, esto es una chiquillada, un hombre, si quiere algo, no lo deja al azar, lucha por alcanzarlo, ya ves lo que lucharon en su tiempo los cruzados, espadas contra alfanjes, morir si preciso fuere, y los castillos, y las armaduras, luego, sin saber aún si está despierto o duerme ya, piensa en los cinturones de castidad, cuyas llaves se llevaban los señores cruzados, pobres cornudos abierta fue la puerta de este cuarto, en silencio, cerrada está, una silueta cruza a tientas hasta la orilla de la cama, la mano de Ricardo Reis avanza y encuentra una mano helada, la atrae, Lidia tiembla, sólo sabe decir Tengo frío, y él calla, está pensando si debe o no besarla en la boca, qué triste pensamiento.

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