Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Fernando Pessoa se levantó del sofá, paseó un poco por la salita, en el dormitorio se detuvo ante el espejo, después volvió, Es una impresión extraña esta de mirarme y no verme en el espejo, No se ve, No, no me veo, sé que estoy mirándome, pero no me veo, No obstante, tiene sombra, Es lo único que tengo. Volvió a sentarse, cruzó las piernas, Y ahora, se va a quedar para siempre en Portugal o vuelve a casa, No lo sé aún, sólo traje lo indispensable, es posible que me decida a quedarme y abra un consultorio, a ver si me hago una clientela, también puede ocurrir que vuelva a Río, no sé, por lo pronto estoy aquí, y, en definitiva, creo que vine por su muerte, es como si, muerto usted, solo yo pudiera llenar el espacio que ocupaba, Ningún vivo puede sustituir a un muerto, Ninguno de nosotros está verdaderamente vivo ni verdaderamente muerto, Bien dicho, con eso podría hacer usted una de esas odas. Sonrieron ambos. Ricardo Reis preguntó, Dígame, cómo supo que yo estaba alojado en este hotel, Cuando uno está muerto lo sabe todo, es una de nuestras ventajas, respondió Fernando Pessoa, Y entrar, cómo pudo entrar en mi cuarto, Como entraría cualquier otra persona, No vino por los aires, no atravesó las paredes, Qué idea tan absurda, querido amigo, eso sólo ocurre en los libros de fantasmas, los muertos se sirven de los caminos de los vivos, además no hay otros, vine por ahí fuera, desde Prazeres, como cualquier mortal subí la escalera, abrí la puerta, me senté en este sofá, a esperar, Y nadie reparó en la entrada de un desconocido porque usted aquí es un desconocido, Ésa es otra ventaja de estar muerto, nadie nos ve cuando no queremos que nos vean, Pero yo lo estoy viendo, Porque yo quiero que me vea, y, en definitiva, bien pensado, quién es usted, la pregunta era obviamente retórica, no esperaba respuesta, y Ricardo Reis, que no la dio, tampoco la oyó. Hubo un silencio arrastrado, espeso, sonó como en otro mundo el reloj del descansillo, las dos. Fernando Pessoa se levantó, Bueno, me voy, Ya, No crea que tengo un horario marcado, soy libre, es verdad que mi abuela está allí, pero ha dejado de fastidiarme, Quédese un poco más, Se me hace tarde, y usted tiene que descansar, Cuándo va a volver por aquí, Quiere que vuelva, Me gustaría mucho, podríamos charlar, recobrar nuestra amistad, no olvide que, al cabo de dieciséis años, soy nuevo en mi país, Pero sólo vamos a poder estar juntos ocho meses, después se acabó, no tendré más tiempo, Vistos desde el primer día, ocho meses son una vida, Apareceré por aquí en cuanto pueda, No quiere que quedemos en un día, hora, lugar, Cualquier cosa, menos eso, Entonces hasta pronto, Fernando, ha sido un placer verle, Y también para mí verle a usted, Ricardo, No sé si puedo desearle un feliz año nuevo, Deséelo, deséelo, no me hará ningún mal, todo son palabras, como muy bien sabe, Feliz año nuevo, Fernando, Feliz año nuevo, Ricardo.

Fernando Pessoa abrió la puerta de la habitación, salió al pasillo. No se oyeron sus pasos. Dos minutos después, el tiempo de bajar las escaleras, la puerta de abajo se abrió, el timbre zumbó rápidamente. Ricardo Reis se asomó a la ventana. Por la Rua do Alecrim se alejaba Fernando Pessoa. Brillaban los raíles, paralelos aún.

Se dice, lo dicen los periódicos, unos por propia convicción, sin órdenes ni aviso, otros porque alguien guía su mano, si no fue suficiente sugerir e insinuar, escriben los periódicos en estilo de tetralogía, que, tras el hundimiento de los grandes Estados, el nuestro, el portugués, afirmará su extraordinaria fuerza y la inteligencia de los hombres que lo dirigen. Caerán, pues, y la palabra hundimiento mostrará cómo y con qué apocalíptico estruendo, esas hoy presuntuosas naciones que eructan poder, grande es el engaño en que viven, pues no tardará en llegar el día, fasto en los anales de esta patria, en el que los hombres de Estado de más allá de las fronteras vengan a estas lusas tierras a pedir opinión, ayuda, ilustración, mano caritativa, aceite para la lamparilla, aquí, a los fortísimos hombres portugueses que a portugueses gobiernan, cuáles son ellos, a partir del próximo gabinete que anda preparándose ya por los despachos, a la cabeza, sobre todos Oliveira Salazar, presidente del Consejo y ministro de Finanzas, luego, a respetuosa distancia y por el orden de los retratos que publicarán los mismos periódicos, el Monteiro de Asuntos Exteriores, el Pereira de Comercio, el Machado de Colonias, el Abranches de Obras Públicas, el Bettencourt de Marina, el Pacheco de Educación, el Rodrigues de Justicia, el Sousa de Guerra, pero Passos, el Sousa de Interior, pero Paes, todo escrito por extenso para que con más facilidad puedan los peticionarios encontrar el rumbo cierto, y falta por mencionar aún al Duque de Agricultura, sin cuya opinión no podría fructificar en Europa y en el mundo un grano de trigo y también, como sobras, el Entre Paréntesis Lumbrales de Finanzas, aparte de uno de Corporaciones Andrade, porque este Estado nuestro es nuevo y corporativo desde la cuna, y por eso basta un subsecretario. Dicen también los periódicos, los de aquí, que una gran parte del país ha recogido los más abundantes frutos de una administración y orden público modélicos, y si tal declaración fuere tomada como vituperio, visto que se trata de elogio en propia boca, léase ese periódico de Ginebra, Suiza, que discurre largamente, y en francés para mayor autoridad, sobre el dictador de Portugal, ya mencionado, llamándonos afortunadísimos por tener en el poder a un sabio. Tiene toda la razón el autor del artículo, a quien de corazón agradecemos, pero considere, por favor, que no es Pacheco menos sabio si mañana dice, como dirá, que se debe dar a la instrucción primaria lo que se le debe, y nada más, sin pruritos de sabiduría excesiva, la cual, por aparecer antes de tiempo, de nada sirve, y también que mucho peor que las tinieblas del analfabetismo en un corazón puro, es la instrucción materialista y pagana que asfixia las mejores intenciones, visto lo cual, insiste Pacheco y concluye, Salazar es el mayor educador de nuestro siglo, y no es atrevimiento y temeridad afirmarlo ya, pese a que del siglo sólo va vencido un tercio.

No se crea que estas noticias aparecieron así reunidas en la misma página de un periódico, caso en el que la mirada, vinculándolas entre sí, les daría el sentido mutuamente complementario y consecuente que parecen tener. Son sucesos e informaciones de dos o tres semanas, yuxtapuestas aquí como fichas de dominó, cada una con su igual, por mitad, excepto si es doble, que entonces se pone atravesada, ésos son los casos importantes, se ven de lejos. Hace Ricardo Reis su matinal lectura de gacetas mientras va tomando placentero el café con leche y mordisqueando las tostadas del Bragança, untuosas y crujientes, la contradicción es aparente, fueron regalos de otros tiempos, olvidados hoy, por eso os pareció impropia la conjunción de términos. Ya conocemos a la camarera que trae el desayuno, a Lidia, ella es también quien hace la cama y limpia y ordena el cuarto, se dirige a Ricardo Reis llamándole siempre señor doctor, él dice Lidia, sin señoría, pero, como es hombre de educación, no la trata de tú y pide, Hágame esto, Tráigame aquello, y a ella le gusta, porque no está habituada, pues en general desde el primer día y hora todos la tutean, quien paga cree que el dinero confiere todos los derechos, aunque, hagamos esa justicia, hay otro huésped que se dirige a ella con igual consideración, es la joven Marcenda, hija del doctor Sampaio. El caso es que Lidia, a sus treinta años, es una mujer hecha y bien hecha, morena portuguesa, más bien baja que alta, si es que tienen interés estas señas particulares o caracteres físicos de una simple camarera que hasta ahora no ha hecho más que fregar suelos, servir el desayuno y, una vez, reírse al ver a un hombre a cuestas de otro, mientras este huésped sonreía, tan simpático, pero tiene un aire triste, no parece feliz, aunque hay momentos en que su rostro clarea y es como este cuarto sombrío cuando allá fuera las nubes dejan pasar el sol y entra una especie de resplandor lunar pero diurno, luz que no es la del día, luz sombra de luz, y como la cabeza de Lidia estaba en posición favorable, Ricardo Reis reparó en el lunar que ella tenía cerca de la aleta de la nariz, Le queda bien pensó, luego no supo si estaba refiriéndose aun al lunar, o al delantal blanco, o a la cofia almidonada, o a la orlilla bordada que le ceñía el cuello, Sí, puede llevarse la bandeja. Tres días habían pasado y Fernando Pessoa no volvió a aparecer. Ricardo Reis no se hizo a sí mismo la pregunta propia de una situación semejante, Habrá sido un sueño, sabía perfectamente que no había soñado, que Fernando Pessoa, en carne y hueso suficiente para abrazar y ser abrazado, había estado en esta misma habitación en Nochevieja, y que había prometido volver. No dudaba, pero le impacientaba la demora. Su vida le parecía ahora en suspenso, expectante, problemática. Minuciosamente, leía los periódicos para encontrar guías, hilos, rasgos de un diseño, facciones de rostro portugués, no para delinear un retrato del país, sino para revestir su propio rostro y retrato con una nueva sustancia, poderse llevar las manos a la cara y reconocerse, poner una mano sobre otra y estrecharlas, Soy yo y estoy aquí. En la última página dio con un gran anuncio, dos palmos de mano ancha, representando en lo alto, a la derecha, Freiré Grabador, de monóculo y corbata, perfil antiguo, y por abajo, hasta la parte inferior de la página, una cascada de otros dibujos que representaban los artículos fabricados en sus talleres, únicos que merecen el nombre de completos, con leyendas explicativas y redundantes, si es verdad que mostrar es tanto o más que decir, excepto la fundamental leyenda, ésta que a modo de prólogo garantiza, afirmando ahora lo que gráficamente no podría ser mostrado, la buena calidad de las mercancías, casa fundada hace cincuenta y dos años, y por quien es aún hoy su propietario, maestro de grabadores, que nunca vio maculada su vida integérrima, y que estudió, él y sus hijos, en las primeras ciudades de Europa, las artes y el comercio de su casa, única en Portugal, premiada con tres medallas de oro, empleando en sus labores dieciséis máquinas que trabajan por electricidad, entre ellas una que vale sesenta mil escudos, y lo que estas máquinas son capaces de hacer, que parece que sólo les falta hablar, santo Dios esto es un mundo, ante nuestros ojos representado, ya que no nacimos en tiempo de ver en los campos de Troya el escudo de Aquiles, que mostraba todo el cielo y la tierra, admiremos en Lisboa este escudo portugués, los nuevos prodigios del lugar, números para casas, hoteles, cuartos, armarios y paragüeros, afiladores para hojas de afeitar, asentadores para navajas, tijeras, estilográficas con plumín de oro, prensas y balancines, placas de cristal con marco de latón niquelado, máquinas para perforar cheques, sellos de metal y goma, letras de esmalte, sellos para tela y lacre, fichas para bancos, compañías y cafés, hierros para marcar ganado, y cajas de madera, cortaplumas, placas municipales para automóviles y bicicletas, anillos, medallas para todos los deportes, chapas para gorras de lecherías, cafés, casinos, véase el modelo de Lechería Nivea, no el de la Lechería Alentejana, que ésta no tiene camareros de gorra con chapa, cofres, banderas esmaltadas, de esas que se ponen encima de la puerta de los establecimientos, alicates para sellar plomo y lata, linternas eléctricas, navajas con cuatro hojas, y de las otras, emblemas, punzones, prensas de copiar, hormas para gomas, jabones y suelas de caucho, monogramas y blasones en oro, plata y metal para todos los fines, mecheros, rollos, piedra y tinta para huellas dactilares, escudos de los consulados portugueses y extranjeros y otras placas, de médico, de abogado, del registro civil, nació, vivió, murió, la de la junta municipal, la de la comadrona, la del notario, la de prohibida la entrada, y también anillas para palomas, candados, etc., etc., etc., tres veces etc., con lo que se reduce y da por dicho lo restante, no olvidemos que éstos son los únicos talleres completos, tanto así que en ellos se hacen artísticas puertas de metal para sepulcros, fin y punto final. Qué es, frente a esto, el trabajo del divino herrero Hefestos, que ni siquiera recordó, tras haber cincelado y repujado en el escudo de Aquiles el universo entero, no se le ocurrió dejar un pequeño espacio, mínimo, para dibujar el talón del guerrero ilustre, clavando en él el vibrante dardo de París, que hasta los dioses se olvidan de la muerte, y nada raro es si son inmortales, o habrá sido caridad de éste, nube lanzada sobre los ojos perecederos de los hombres, a quienes basta no saber ni cómo, ni dónde, ni cuándo, para ser felices, pero más riguroso dios es el grabador Freiré, que señala el fin y el lugar dónde. Este anuncio es un laberinto, un ovillo, una tela. Mirándolo, dejó Ricardo Reis enfriarse el café con leche, cuajarse la mantequilla en las tostadas, atención, estimados clientes, esta casa no tiene sucursales ni agencias, cuidado con quienes se titulan agentes o representantes, que lo hacen para burla del público, placas perforadas para marcar barriles, sellos para mataderos, cuando Lidia entró para retirar la bandeja se puso triste, No le ha gustado al señor, y él dijo que sí, que le había gustado el desayuno, que se habla puesto a leer el periódico y se había distraído, Quiere que le haga otras tostadas, que le caliente el café, No es necesario, está bien así, tampoco tenía mucho apetito, entretanto se había levantado y, para sosegarla, puso su mano en el brazo de la joven, sentía el satén de la manga, el calor de la piel, Lidia bajó los ojos, luego dio un paso a un lado, pero la mano la acompañó, permanecieron así unos segundos, al fin, Ricardo Reis soltó el brazo, y ella agarró y levantó la bandeja, temblaban las porcelanas, parecía que hubiera un temblor de tierra con epicentro en este cuarto doscientos uno, y más precisamente en el corazón de esta camarera, y ahora se aleja, no se va a serenar tan pronto, entrará en la cocina y dejará la vajilla, posará la mano donde la otra estuvo, gesto delicado que parecerá imposible en persona de tan humilde profesión, es lo que estará pensando quien se deje guiar por prejuicios o sentimientos clasificados, como será tal vez el caso de Ricardo Reis, que en este momento se recrimina amargamente por haber cedido a una debilidad estúpida, Increíble lo que he hecho, una camarera, pero, a él, lo que le salvó es no haber tenido que transportar ninguna bandeja cargada de loza, entonces sabría que también las manos de un huésped pueden temblar. Así son los laberintos, tienen calles, travesías y callejones sin salida, y hay quien dice que la manera más segura de salir de ellos es ir andando y girando siempre hacia el mismo lado, pero eso, como tenemos la obligación de saber, es contrario a la naturaleza humana.

15
{"b":"125152","o":1}