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Pérdida de un embarazo.

"Me hice yo misma la prueba de embarazo y cuando se formó el aro en el medio, yo tomé la primera foto de mi bebé. Aborté dos meses después. No pude creer cuánto se podía extrañar a alguien desconocido. No me parece que lo entienda todavía verdaderamente." La pérdida de un bebé sin nacer es la pérdida de sueños y fantasías hechas.

Muchas veces esta pérdida y este sufrimiento duran más que la pérdida de alguien al que has conocido. Dejar salir esta pena es la clave de cómo manejar este trauma emocional después de una pérdida de embarazo. Nunca hay un tiempo límite para completar las etapas del duelo pero en el caso de un aborto espontáneo temprano, la diferencia la aporta no sólo el tiempo de elaboración más variable, sino una constante: el proceso es muy solitario. El médico obstetra a veces no es el mejor consejero. Un obstetra poco humanitario puede sentir, cuando se pierde un embarazo, que no hay nada para hacer con esta paciente hasta su nueva preñez y retirarse para aliviar su propio dolor e impotencia Desgraciadamente la comunidad médica tiene poco conocimiento sobre algunos abortos espontáneos; una mujer puede que nunca tenga las respuestas a sus preguntas producidas por su experiencia. En vez de eso, ella queda con la incertidumbre de no saber por qué sucedió, ni entender cómo, y seguir preguntándose "¿Y…la próxima vez?". Y recuerdo ahora una frase que encontré hace años en los labios de una mujer que había perdido a su hijo de 42 años en un accidente de trenes. "Sólo hay una cosa que me puedo imaginar más terrible que la muerte de mi hijo No haberlo siquiera

conocido." Para terminar esa sesión le regalé a cambio, este viejo cuento que amo: Cuentan que había una vez un señor que padecía lo peor que le puede pasar a un ser humano: su hijo había muerto. Desde la muerte y durante años no podía dormir.

Lloraba y lloraba hasta que amanecía. Un día, cuenta el cuento, aparece un ángel en su sueño. Le dice: – Basta ya. – Es que no puedo soportar la idea de no verlo nunca más. El ángel le dice: -¿Lo quieres ver? Entonces lo agarra de la mano y los sube al cielo. – Ahora lo vas a ver, quedate acá. Por una acera enorme empieza a pasar un montón de chicos, vestidos como angelitos, con alitas blancas y una vela encendida entre las manos, como uno se imagina el cielo con los angelitos. El hombre dice: -¿Quiénes son? Y el ángel responde: – Estos son todos los chicos que han muerto en estos años y todos los días hacen este paseo con nosotros, porque son puros… – ¿Mi hijo está entre ellos? -Sí, ahora lo vas a ver. Y pasan cientos y cientos de niños. – Ahí viene -avisa el ángel. Y el hombre lo ve. radiante como lo recordaba. Pero hay algo que lo conmueve: entre todos es el único chico que tiene la vela apagada y él siente una enorme pena y una terrible congoja por su hijo. En ese momento el chico lo ve, viene corriendo y se abraza con él. Él lo abraza con fuerza y le dice: – Hijo, ¿por qué tu vela no tiene luz?, ¿no encienden tu vela como a los demás? – Sí, claro papá, cada

mañana encienden mi vela igual que la de todos, pero ¿sabés lo que pasa?, cada noche tus lágrimas apagan la mía.

CAPÍTULO 8

OTROS DUELOS

No siempre las pérdidas que padecemos y lamentamos están relacionadas con otra persona. Muchas veces la inquietud aparece frente a la sola idea de que mi propio bienestar está amenazado. En este capítulo quiero mostrar que un duelo ni siquiera se refiere necesariamente a una muerte. Se puede y se debe, por ejemplo, hacer un duelo por la pérdida de la juventud, de la salud, de las perspectivas, de las posesiones… Vejez. El temor a envejecer. El ser humano ha nacido capacitado para vivir todas las edades, con sus experiencias propias y especiales. desde el día de nacimiento hasta que envejecemos, podemos escoger el intento de vivir con alegría o predestinados a ser desgraciados. Una pérdida se actualiza por la imagen interna de algo que ya no está, aunque lo perdido se haya desvanecido casi sin saberse. Un día notamos que aquella juventud maravillosa que tuvimos ha desaparecido (aviso: desaparece igual aunque no haya sido maravillosa) "Todo empezó un día como otro cualquiera en el que iba por la calle y de repente un adolescente me preguntó la hora. Me dijo simplemente: – ¿Tiene hora, señor? A mí. ¡Me dijo…SEÑOR!…¡a mí! ¡Pendejo insolente!…Y lo peor es que hace de esto 15 años."

A partir de momentos como este nuestra vida sufre una crisis de identidad porque no habíamos pensado jamás que nos creíamos mucho más jóvenes que nuestro aspecto. Nos da la sensación de que la primera etapa de nuestra vida ha sido filmada en cámara lenta y ahora parece que el director estuviera apurado para terminar de filmar. Y eso que nosotros tenemos una ventaja sobre nuestros padres y abuelos. Esta, nuestra generación, ha crecido con oportunidades que ellos no tenían.

No hablemos de cirugías y tratamientos "antiaging"; hablemos de la inserción social, de confort y de expectativas de vida.

Cuando llegamos a lo que consideramos inicio de la madurez, deseamos saborear cada pequeño espacio de nuestra vida con intensidad. Hasta no hace mucho tiempo pensábamos que el hecho de cumplir 40 años marcaba un punto de no retorno en nuestras vidas. Repetíamos, sin saber lo que decíamos, que lo que no se hace hasta los 40, después… Ahora, pasados los 50, no creo que sea así para nada. Dice una vieja canción celta: Nunca me preocupé por la edad. Y ahora menos. Lo único que lamento es lo rápido que ha sucedido todo. Las crisis se suceden unas tras otras: nuestros hijos mayores nos vienen a agobiar con sus problemas o simplemente nos abandonan, nuestros hombres probablemente empiezan a fijarse en otras mujeres más deseables y bonitas, y nuestras mujeres probablemente dejan de parecernos deseables y bonitas. No nos da miedo envejecer, solamente NOS MOLESTA. Para no decir que nuestras mujeres también empiezan a encontrar hombres más jóvenes y deseables. Aparecen canas, arrugas alrededor de los ojos, nos cuelga la piel en los brazos y el abdomen irrumpe hacia afuera desagradablemente. Pero no todo es malo, pensemos en lo ganado: experiencia, presencia, libertad, intelectualidad, sensatez. Cualidades que deberemos tener muy en cuenta antes de declararnos deprimidos al comprobar en cada cumpleaños cómo la fatídica cifra de nuestra edad se acerca peligrosamente a los tres dígitos. Los cuarenta tienen algo de simbólico. De algún modo injusto parecen marcar la mitad de nuestra existencia. Ya que la mayoría de las personas no espera vivir más de ochenta años, los cuarenta son el punto de inflexión. Comenzamos a pensar mucho en el pasado reflexionando sobre el sentido que ha tenido nuestra vida ya transcurrida. Es el período de la meditación, del reencuentro con nuestro interior. A esto se suma que, en nuestro entorno, nuestros conocidos también maduran y algunos (lamentablemente no tan mayores que nosotros) literalmente envejecen con una velocidad que nos asombra. De hecho los vemos y al llegar a casa comentamos: – La vi a Fulanita…está destruida, arruinada, le agarró el viejazo, ¿estará enferma? Y en silencio rogamos que se trate de algún problema de salud para no imaginar que ella debe estar diciendo lo mismo de nosotros al llegar a su casa. Y a veces los amigos tienen el mal gusto de morirse (a esta edad tan inadecuada) confrontándonos con la realidad de una muerte no necesariamente cercana pero sí más posible, o por lo menos más pensable. Así nuestros años maduros nos sumergen en el mundo de duelos que nos provocan dolor e inquietud. Si tenés más de cuarenta años y te cuesta adaptarte al hecho de envejecer (perdón, quise decir madurar), te propongo seis medidas negativas para hacer más positiva tu experiencia:

1… No juzgues tus nuevas limitaciones como un síntoma de debilidad

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