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– Creía que no estabas interesado en mí.

– Basta ya, Tate.

– ¿Basta, qué?

– En primer lugar, deja de pestañearme

Tate hizo morritos como un niño al que acabaran de quitarle un caramelo.

– ¿Quieres decir que no está funcionando?

Estaba funcionando. Demasiado bien. Tate era lo suficientemente precoz como para resultar encantadora. Y Adam estaba encantado a pesar de su deseo de no estarlo. Sintió que su cuerpo empezaba a excitarse cuando Tate apartó la mirada de sus labios y la deslizó hasta su boca, a su pecho y finalmente hasta su entrepierna… que estaba poniendo en escena un buen espectáculo para ella.

– Lo estás pidiendo a gritos -dijo Adam entre dientes.

Tate volvió a batir sus pestañas.

– ¿Y voy a conseguirlo?

– ¡Ya es suficiente!

Lo próximo que supo Tate fue que Adam se la había echado al hombro como si fuera un saco de patatas y que se dirigía a grandes zancadas hacia la casa.

– ¡Bájame! -gritó-. Estoy muy incómoda, Adam.

– ¡Te lo mereces! No te has preocupado en lo más mínimo por mi comodidad durante las pasadas tres semanas.

– ¿A dónde me llevas? ¿Qué piensas hacerme?

– ¡Algo con lo que voy a disfrutar mucho!

¿De verdad pensaba hacerle el amor? ¿Sería rudo o suave? ¿Cómo debía comportarse? ¿Habría unas normas específicas que seguir para tratar a vírgenes? Aunque a Tate nunca le habían preocupado demasiado las normas. Pero se sentía nerviosa y ansiosa por el encuentro que se avecinaba. Finalmente, Adam tendría que reconocer que entre ellos había fuerzas que escapaban a su poder y a las que no debían resistirse.

La repentina oscuridad del interior de la casa dejó a Tate momentáneamente cegada. Pero cuando su vista empezaba a adaptarse al nuevo ambiente, salieron de nuevo a la luz y volvió a quedar cegada. Tras unos pasos, sintió que Adam la bajaba de su hombro:

Apenas tuvo tiempo de darse cuenta que se hallaban en el patio cuando Adam la sostuvo en brazos. Mirándola con una amplia sonrisa en el rostro, dijo:

– ¡Puede que esto te refresque! -y, sin ninguna ceremonia, la hundió en el estanque de agua que rodeaba la fuente.

Tate se irguió de inmediato, balbuceando.

– Pero… ¿pero qué? -parpadeó furiosamente, tratando de apartar el agua de sus ojos.

– ¿Qué pasa, señorita Tate? ¿Vuelves a pestañearme? Supongo que tendré que volver a sumergirte.

Adam dio un paso hacia ella y Tate se alejó hasta el otro extremo del estanque.

– ¡Me vengaré por esto! ¡Canalla! ¡Sinvergüenza!

Adam rió. Hacía tanto tiempo que no lo hacía que el sonido de su risa atrajo a María hasta la ventana para ver qué era lo que encontraba tan divertido el señor Adam. Movió la cabeza y se llevó las manos al rostro al ver a la nueva administradora del rancho de pie en la fuente, empapada. Tomó una toalla del montón de ropa que acababa de planchar y salió rápidamente al patio.

Se la dio a Adam, diciendo en español:

– Esa no es forma de tratar a una joven mujer.

Los ojos de Adam se arrugaron en los extremos de risa.

– Lo es cuando se empeña en seducir a un hombre mayor.

María se quedó un instante sin aliento y se volvió a mirar a la empapada criatura que se hallaba en la fuente. De manera que así era como iban las cosas. Desde luego, no sería ella la que se interpusiera en el camino de una mujer que había sido capaz de hacer reír de nuevo al señor Adam.

– Asegúrese de secar a la señorita rápidamente. De lo contrario, puede que agarre un catarro.

María dejó a Adam con la toalla en la mano y una presumida sonrisa en el rostro.

En cuanto la asistenta se fue, se volvió de nuevo hacia Tate. Y la sonrisa desapareció rápidamente de su rostro. Por que la camiseta que hacía unos momentos era sencillamente reveladora, se había vuelto totalmente indecente ahora. Podía ver con toda claridad la carne de Tate a través del empapado algodón. El agua fría había hecho que sus pezones se endurecieran.

Sintió que se le secaba la boca. Su voz sonó extrañamente ronca al decir:

– Toma. Envuélvete con esto.

Pero no alargó la toalla hacia ella. La sostuvo para que Tate tuviera que salir del estanque y acercarse a él. Cuando la rodeó con la toalla, Tate temblaba y se arrimó a él.

– ¡Estoy helada! -dijo

Sin embargo, Adam estaba ardiendo. ¿Cómo lo lograba? Aunque en esa ocasión sólo podía culparse a sí mismo. Sintió la fría nariz de Tate enterrándose en su hombro mientras el apoyaba la barbilla en su mojado pelo. Aspiró su aroma a lilas y comprendió que no quería soltarla.

Frotó vigorosamente la espalda de Tate con la toalla, esperando disipar así la intimidad del momento.

– Mmm. Que agradable -murmuró ella. Adam sintió de inmediato que su cuerpo lo traicionaba, respondiendo con asombrosa rapidez al ronco sonido de la voz de Tate. Se apartó un poco de ella, negándose a admitir su deseo. De hecho, sintió una clara necesidad de negarlo.

– No voy a hacerte el amor, Tate.

Ella se quedó helada en sus brazos. Alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

– ¿Por qué no, Adam? ¿Es que no te parezco atractiva?

– ¡No! Por supuesto que me pareces atractiva… -Adam gruñó al darse cuenta de lo que acababa de admitir.

– ¿De verdad soy atractiva?

¿Qué le habrían estado contando sus hermanos para hacerle dudar de sí misma de aquella manera?, se preguntó Adam.

– ¿Es porque no visto como una señorita?

La única objeción de Adam a la ropa que llevaba Tate era su reacción a ella.

– Aunque hayas oído decir lo contrario, la ropa no hace al hombre… ni a la mujer.

– Entonces debe ser porque soy virgen -dijo Tate.

Adam sintió que se ruborizaba.

– Tate, no puedes ir por ahí hablando de eso con tanta naturalidad.

– ¿Ni siquiera a ti?

– ¡Sobre todo a mí!

– ¿Por qué no?

Ya estaban otra vez. Adam hizo que Tate se volviera y la empujó con suavidad hacia la casa manteniendo un brazo apoyado sobre sus hombros.

– Creo que ya va siendo hora de que te cambies de ropa.

La traviesa sonrisa de Tate reapareció en su rostro.

– ¿Te gustaría ayudarme?

– ¡Ni hablar! -Adam abrió las puertas corredizas de la habitación de Tate y la empujó al interior-. Te espero en el despacho dentro de quince minutos para que me enseñes las maravillas que has hecho con la contabilidad.

Mientras se cambiaba de pantalones y camiseta, Tate repasó los acontecimientos de las tres semanas transcurridas desde que había llegado al Lazy S. Tomar el pelo a Adam había empezado como una forma de hacerle admitir la atracción sexual, y algo más, que existía entre ellos. Pero ya había comprobado que bromear con algunos tipos era imposible.

Y últimamente no había disfrutado demasiado de aquellos juegos, sobre todo porque la carga de sexualidad que había en ellos empezaba a pesarle tanto como a Adam. Además, para ella al menos, el problema era que su corazón seguía a sus hormonas.

Habría dado cualquier cosa porque Adam estuviera tan interesado por ella como Buck parecía estarlo. El joven vaquero le había pedido varias veces aquella semana que saliera con él el sábado por la noche. Y Tate estaba pensando en aceptar. Si Adam veía que había otro hombre con intenciones de conquistarla tal vez se le ocurriera hacer lo mismo.

Tate entró en el despacho con una animada sonrisa en el rostro. Adam ya había encendido el ordenador y estaba examinando las estadísticas que Tate había grabado previamente.

– ¿Qué te parece? -preguntó ella, apoyándose en el brazo de la silla giratoria en que estaba sentado Adam.

– Tiene buen aspecto -aunque, desde luego, la oficina no estaba tan ordenada como solía. Había varias tazas medio llenas de café en el escritorio, un montón de piedrecillas dispersas, algunas revistas y una camiseta decorando el suelo junto a la papelera. Y también algunas bridas y otros utensilios de montar que Tate estaba reparando en sus ratos libres.

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