Torrino retrocedió, incapaz de sostener la mirada de Bosch. Sin decir otra palabra, regresó a la entrada del edificio. Cuando abrió la pesada puerta de cristal, volvió un momento la vista hacia Harry y, acto seguido, entró.
Al llegar al tercer piso, Bosch se encontró a Edgar que salía a paso rápido de la sala de justicia, seguido de Weiss y Lipson. Bosch miró el reloj del pasillo. Eran las nueve y cinco.
– Harry, ¿dónde estabas? ¿Fumándote un paquete entero? -preguntó Edgar.
– ¿Qué ha pasado?
– Ya está. Goshen ha aceptado la extradición. Tenemos que llevar el coche a la puerta de atrás. Nos lo entregarán dentro de quince minutos.
– ¿Detectives? -interrumpió Weiss-. Quiero saber todos los detalles de cómo van a trasladar a mi cliente y las medidas de seguridad que van a tomar.
Bosch le pasó el brazo por el hombro a Weiss y se acercó a él con aire confidencial. Todos se habían parado frente a los ascensores.
– La primera medida de seguridad que vamos a tomar es no decirle a nadie cómo o cuándo volveremos a Los Ángeles. Eso le incluye a usted, señor Weiss. Todo lo que necesita saber es que mañana por la mañana su cliente comparecerá ante el juez en el Juzgado Municipal de Los Ángeles.
– Espere un momento. No pueden…
– Sí podemos, señor Weiss -intervino Edgar cuando se abrieron las puertas del ascensor-. Su cliente ha acatado la extradición y dentro de quince minutos estará bajo nuestra custodia. No vamos a divulgar información sobre ninguna medida de seguridad. Permiso.
Bosch y Edgar entraron en el ascensor. Mientras las puertas se cerraban, Weiss les gritó algo acerca de que no estaban autorizados a hablar con su cliente hasta que éste hubiese consultado con su representante legal en Los Ángeles.
Media hora más tarde el Strip quedaba atrás y ellos conducían por el desierto.
– Ya puedes despedirte, Lucky -le dijo Bosch-. No vas a volver.
Goshen no respondió. Harry le echó un vistazo por el espejo retrovisor. El hombre tenía una expresión de resentimiento y las manos esposadas a una cadena gruesa que lo sujetaba por la cintura. Goshen le devolvió la mirada y por un breve instante a Bosch le pareció reconocerla; era la misma cara que había puesto en el dormitorio antes de que la reprimiera como a un niño malo.
– Conduce y calla -le contestó después de recobrar la compostura-. No pienso hablar con vosotros.
Bosch volvió a mirar a la carretera y sonrió.
– Tal vez ahora no, pero hablaremos. Te lo aseguro.
V
El buscapersonas de Bosch sonó cuando él y Edgar salían de la cárcel para hombres del centro de Los Ángeles. Aunque no reconoció el número, Harry supo por las tres primeras cifras que lo llamaban desde el Parker Center.
– Detective Bosch, ¿dónde está usted? -le preguntó la teniente Billets cuando Bosch le devolvió la llamada.
Aquella formalidad le hizo pensar que la teniente no estaba sola. Y el hecho de que estuviese en el Parker Center y no en la comisaría de Hollywood le hizo sospechar que algo iba mal.
– En la cárcel de hombres. ¿Qué pasa?
– ¿Está con usted Luke Goshen?
– No, acabamos de dejarlo allí. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
– Déme el número de referencia.
Bosch dudó un instante, pero finalmente aguantó el teléfono con el hombro y abrió el maletín para buscar el número que le había pedido Billets. A pesar de que volvió a preguntarle qué sucedía, la teniente se negó a dar explicaciones.
– Detective, preséntese inmediatamente en el Parker Center -le ordenó-. En la sala de conferencias del sexto piso.
El sexto piso era la planta administrativa, así como la sede de Asuntos Internos. Bosch vaciló nuevamente antes de responder.
– Muy bien, Grace. ¿Quiere que también vaya Jerry?
– Dígale al detective Edgar que regrese a la División de Hollywood. Le daremos instrucciones.
– Sólo tenemos un coche.
– Pues que coja un taxi y lo cargue a la cuenta de la División. Dése prisa, detective. Le estamos esperando.
– ¿Estamos? ¿Quiénes?
En ese momento la teniente colgó y Bosch se quedó mirando el auricular.
– ¿Qué pasa? -inquirió Edgar.
– No lo sé.
El ascensor se detuvo en la planta sexta y Bosch echó a andar por un pasillo totalmente vacío, al fondo del cual se hallaba la sala de juntas. Era la última puerta antes del despacho del jefe de policía. El suelo amarillo parecía recién pulido y, al avanzar hacia su destino con la cabeza baja, Harry veía su propia sombra unos pasos más adelante.
La puerta de la sala de juntas estaba abierta y cuando Bosch entró, todos los presentes se volvieron a mirarlo. Harry reconoció a la teniente Billets y a la capitana LeValley de la División de Hollywood, así como al subdirector Irvin Irving y a un detective de Asuntos Internos llamado Chastain. Los otros cuatro hombres sentados alrededor de la larga mesa le eran totalmente desconocidos. Por sus aburridos trajes grises, Harry dedujo que eran federales.
– Siéntese, detective Bosch -le ordenó Irving.
Irving permaneció de pie. Vestía un uniforme tan ajustado que le obligaba a estar totalmente tieso y su cráneo afeitado brillaba a la luz de los fluorescentes. El subdirector acompañó a Bosch a un asiento vacío a la cabecera de la mesa y éste retiró la silla despacio mientras sus pensamientos se aceleraban. Sabía que semejante despliegue de altos cargos y federales era demasiado para haber sido provocado por su aventura con Eleanor Wish. Había algo más; algo que sólo le concernía a él. De no ser así, Billets no se habría opuesto a que Edgar lo acompañase.
– ¿Es que se ha muerto alguien? -preguntó Bosch.
Irving hizo caso omiso de la pregunta. Cuando la mirada de Harry recorrió la mesa a su izquierda y se posó en Billets, la teniente bajó la cabeza.
– Detective, tenemos que hacerle unas preguntas relacionadas con su investigación del caso Aliso -le anunció Irving.
– ¿De qué me acusan? -replicó Bosch.
– No le acusamos de nada -respondió Irving en tono tranquilizador-. Sólo queremos aclarar unas cosas.
– ¿Quién es esta gente?
Irving presentó a los cuatro desconocidos. Tal como Bosch se había imaginado, eran federales: John Samuels, un ayudante del fiscal general asignado a la unidad de lucha contra el crimen organizado y tres agentes del FBI de diferentes ciudades: John O'Grady de Los Ángeles, Dan Ekeblad de Las Vegas y Wendell Werris de Chicago.
Nadie tendió la mano a Bosch ni hizo el menor gesto de saludo. Más bien al contrario; todos lo miraron con unas caras que expresaban un desprecio absoluto. Siendo federales, una cierta antipatía hacia la policía de Los Ángeles era corriente, pero Bosch no lograba comprender el motivo de todo aquello.
– De acuerdo -prosiguió Irving-. Vamos a aclarar unas cuantas cosas. A partir de ahora cedo la palabra al señor Samuels.
Samuels se pasó la mano por su grueso bigote negro y se dispuso a hablar. Estaba sentado enfrente de Bosch y tenía una libreta amarilla ante él, pero estaba demasiado lejos para que Bosch pudiera leer lo que había escrito en ella. En la mano izquierda Samuels sostenía una pluma que empleaba para seguir sus notas.
– Empecemos con el registro del domicilio de Luke Goshen en Las Vegas -dijo, mirando sus apuntes-. ¿Quién exactamente encontró el arma de fuego que más tarde se identificó como el arma empleada en el asesinato de Anthony Aliso?