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– Especialmente si él cooperaba con la inspección -agregó Rider.

Alguien silbó y, aunque Bosch no lo hubiera jurado, supuso que había sido Edgar.

– ¿Cuál es el próximo paso? ¿Encontrar al señor X? -inquirió Bosch.

– Sí, ése es el primer objetivo -contestó Rider-. Ahora mismo estoy preparando un fax con el nombre de todas las empresas fantasma para enviárselo al registro de empresas del estado. Tal vez el culpable fue tonto y puso algún nombre o dirección auténticos en los documentos. También estoy tratando de conseguir otra orden judicial; con los cheques cancelados de la compañía de Tony intentaré averiguar el número de las cuentas corrientes donde los enviaba y, con un poco de suerte, descubrir dónde fue el dinero después de que Tony lo blanqueara.

– ¿Y Hacienda? -preguntó Bosch-. ¿Ya has hablado con ellos?

– No, porque no trabajan por el puente, pero me he fijado en que el código de la inspección lleva un prefijo que indica que no era un control rutinario, sino que alguien los había avisado.

En la notificación pone el nombre del inspector encargado, así que lo llamaré a primera hora de la mañana.

– ¿Sabéis qué? -intervino Edgar-. Me huele a chamusquina que Crimen Organizado haya pasado del caso. No sé si Tony estaba liado con los italianos, pero esto apesta a mafia. Y me juego algo a que ellos estaban al loro del chanchullo de Aliso, a través de Hacienda o lo que fuera.

– Creo que tienes razón -convino Billets.

– Ah, me olvidaba -agregó Bosch-. Art Donovan me ha dicho que el tío de Crimen Organizado con quien hablé anoche, un tal Carbone, se pasó esta mañana por su oficina y comenzó a interrogarle sobre el caso. Según Art, el tío hacía ver que pasaba, pero no dejaba de hacer preguntas.

Nadie dijo nada durante un buen rato.

– ¿Y qué vamos a hacer? -preguntó Edgar al fin.

Bosch cerró los ojos de nuevo y esperó. Lo próximo que dijera Billets determinaría el curso de la investigación, así como su respeto por ella. Bosch sabía exactamente lo que habría hecho su predecesor, el teniente Pounds: sacarse el caso de encima y pasárselo a Crimen Organizado.

– Nada -decidió Billets finalmente-. El caso es nuestro y vamos a continuar investigando, pero tened cuidado. Si Crimen Organizado sigue metiendo las narices después de desentenderse, puede haber algo raro.

Hubo otro silencio y Bosch abrió los ojos. Billets le gustaba cada vez más.

– De acuerdo -prosiguió la teniente-. Creo que deberíamos centrarnos en la empresa de Tony. Quiero que ésa sea nuestra prioridad. Así que, Harry, ¿puedes terminar pronto en Las Vegas y volver aquí?

– Si no encuentro nada, estaré de vuelta mañana a mediodía. Pero acordaos de que la señora Aliso dijo que Tony iba a Las Vegas a ver a unos inversores. Quizá nuestro señor X esté aquí mismo.

– Puede ser -concedió Billets-. De acuerdo, buen trabajo. Seguid así.

Después de despedirse, Bosch volvió a colocar el teléfono en la mesilla de noche. Los avances en la investigación le habían dado nuevas fuerzas, así que se quedó allí un rato, disfrutando de la inyección de adrenalina. Hacía mucho tiempo que esperaba aquella sensación.

Bosch salió del ascensor y se adentró en el casino. El del Mirage era de los más tranquilos; no se oían gritos, ni exclamaciones en las mesas de dados, ni ruegos para que saliera el número siete. Bosch comprendió que la gente que jugaba allí era diferente; entraba con dinero y, por mucho que perdiera, salía con dinero. El sitio no olía a desesperación. Era el casino de los bien calzados y con carteras abultadas.

Al pasar por delante de una ruleta llena de jugadores, Harry recordó la apuesta de Donovan. Se abrió paso entre dos mujeres orientales, sacó cinco dólares y pidió una ficha, pero en seguida le informaron de que el mínimo en aquella mesa eran veinticinco dólares. Una de las mujeres orientales señaló con su cigarrillo otra ruleta al otro lado del casino.

– Allá se lo aceptarán -le indicó con desprecio.

Bosch le dio las gracias y se dirigió a la mesa barata. Después de colocar su ficha en el siete, contempló los brincos de la bolita de número en número. Curiosamente aquello no le producía ninguna emoción; en cambio, los jugadores de verdad solían decir que lo que los impulsaba no era ganar o perder, sino la espera, el suspense. Cualquiera que fuese la siguiente carta, el número de los dados o el de la casilla donde se parase la bolita eran esos pocos segundos de espera lo que los excitaba y los convertía en adictos. A Harry, sin embargo, todo aquello lo dejaba frío.

La bola se detuvo en el cinco, con lo que Donovan le debía cinco dólares. Bosch se volvió y buscó la mesa de póquer. Como era temprano -aún no eran las ocho- había varias sillas desocupadas. Harry hizo un rápido repaso de las caras. Eleanor Wish no estaba, aunque tampoco tenía muchas esperanzas de encontrarla. No obstante, sí reconoció a varios de los crupieres que había entrevistado antes, incluida Amy Rohrback. Bosch se sintió tentado de sentarse en una de las sillas vacías de su mesa y preguntarle por qué había saludado a Eleanor Wish, pero decidió que no era buena idea interrogarla mientras trabajaba.

Mientras se planteaba qué hacer, el jefe de sala se acercó y le preguntó si estaba esperando para jugar. Bosch en seguida lo identificó; era el hombre que había acompañado a Tony Aliso a su mesa.

– No, sólo estoy mirando -respondió Bosch-. ¿Tiene un momento ahora que está esto tranquilo?

– ¿Un momento para qué?

– Soy el policía que ha estado entrevistando a su gente.

– Ah, sí. Me lo ha dicho Hanky.

El hombre le dijo que se llamaba Frank King y le dio la mano.

– Perdone que no haya subido, pero yo no trabajo por turnos y no puedo moverme. Es sobre Tony Aliso, ¿no?

– Sí. ¿Lo conocía?

– Sí, claro. Todos lo conocíamos; era buen tío. Es una pena lo que le ha pasado.

– ¿Cómo sabe lo que le ha pasado?

Durante las entrevistas Bosch se había cuidado de no contar a los crupieres que Aliso había sido asesinado.

– Por Hanky -respondió King-. Me dijo que le habían disparado en Los Ángeles. Es normal; si vives en Los Ángeles, te la juegas.

– Puede ser. ¿Hacía mucho tiempo que lo conocía?

– Uf, años. Antes de abrir el Mirage, yo trabajaba en el Flamingo y Tony se alojaba allá. Después los dos nos mudamos aquí.

– ¿Alguna vez se vieron fuera del casino?

– Una o dos veces, pero por casualidad. Alguna vez nos encontramos en algún bar y nos tomamos algo, pero nada más. Es normal; él era un cliente del hotel y yo un empleado. O sea que no éramos colegas.

– Ya. ¿En qué lugares se lo había encontrado?

– Uf, no sé… Hace mucho… Un momentito.

King se fue a pagar a un jugador que se marchaba de la mesa de Amy Rohrback. Bosch ignoraba con cuánto había comenzado, pero se iba con cuarenta dólares y el ceño fruncido. King lo despidió con un gesto de «la próxima vez tendrá más suerte» y volvió con Bosch.

– ¿De que hablábamos? Ah, sí. De que vi a Tony en un par de bares hace mucho tiempo. Una vez me lo encontré en la barra redonda del Stardust. Uno de los camareros era amigo mío y yo solía pasarme por allí cuando salía de trabajar. Un día vi a Tony y él me invitó a una copa. Esto fue hace tres años, al menos. No sé de qué puede servirle.

– ¿Iba solo?

– No, estaba con una tía, una chavala joven. Nadie que yo conozca.

– De acuerdo. Y la otra vez, ¿cuándo fue?

– El año pasado. Yo estaba en una despedida de soltero (de Marty, el jefe de las mesas de dados) y nos fuimos al Dolly's, un club de strip-tease al norte de la ciudad. Tony ya estaba allí; iba solo y vino a tomarse algo con nosotros. Al final acabó pagando una ronda para toda la mesa y eso que éramos unos ocho. Era un tío enrollado. Eso es todo.

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