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– Hola.

– Vaya, el Miguel Ángel del asesinato, el Rodin del homicidio.

– Muy gracioso. ¿Qué tal va todo?

– Bueno, de momento Billets ha ganado la batalla -le informó Edgar-. No ha venido nadie de Robos y Homicidios a quitarnos el caso.

– Muy bien. ¿Y tú? ¿Has encontrado algo?

– Casi me he pulido el papeleo, pero ahora tengo que dejarlo porque el guionista estará al caer. Dice que no necesita abogado.

– Vale, hasta luego. Dile a la teniente que he llamado.

– Muy bien. Por cierto, tenemos otra reunión a las seis. Llama y te pasaremos al altavoz.

– De acuerdo. Hasta entonces, pues.

Bosch se quedó sentado en la cama unos segundos. Deseaba echarse a dormir, pero sabía que no podía. Tenía que seguir con el caso.

Venciendo el cansancio se levantó y deshizo su pequeña bolsa de viaje. Primero colgó en el armario las dos camisas y el par de pantalones que había traído y después colocó su ropa interior y calcetines en el estante. Al acabar salió de la habitación y cogió el ascensor hasta el último piso.

La suite de Aliso estaba al final del pasillo. Bosch abrió la puerta con la tarjeta electrónica que le había dado Meyer y entró en una habitación el doble de grande que la suya, con dormitorio, sala de estar y hasta un jacuzzi de forma ovalada junto a una ventana que ofrecía una vista espléndida del desierto y la cadena montañosa de suave color cacao al noroeste de la ciudad. Justo debajo se veía la piscina y la otra gran atracción del hotel: un acuario con delfines. Bosch distinguió uno bajo el agua resplandeciente. El pobre parecía tan fuera de lugar en aquella piscina como él en aquella suite.

– Delfines en el desierto -comentó en voz alta.

La habitación era un derroche de lujo, por lo que debía de estar reservada a jugadores de elite. Cuando Bosch miró a su alrededor, le pareció que todo estaba en su sitio y que acababan de pasar la aspiradora. Eso significaba que, de haber habido alguna prueba, ya habría desaparecido. De todos modos, decidió llevar a cabo una inspección de rutina. Primero buscó debajo de la cama y después examinó los cajones de la cómoda. Detrás del mueble encontró una caja de cerillas de un restaurante mexicano llamado La Fuentes, aunque resultaba imposible determinar cuánto tiempo llevaba allí.

El cuarto de baño era todo de mármol rosado con grifería dorada. Bosch echó un vistazo, pero no vio nada de interés. A continuación abrió la mampara de la ducha y miró dentro, pero tampoco detectó nada. Sin embargo, cuando estaba a punto de cerrarla, se percató de que había algo en el desagüe: una pequeña partícula dorada que se había quedado adherida a él. Harry la recogió con el dedo y supuso que coincidiría con las motitas doradas que habían encontrado en las vueltas de los pantalones de Aliso. Ya sólo le faltaba averiguar qué era y de dónde venía.

El Departamento de Policía de Las Vegas, más conocido como la Metro, estaba situado en Stewart Street, en el centro de la ciudad. Bosch se dirigió a recepción y explicó que era un investigador de Los Ángeles que venía a realizar una visita de cortesía a la brigada de homicidios. Desde allí lo enviaron al tercer piso, donde un agente lo condujo por la desierta oficina de detectives hasta el despacho del oficial al mando.

El capitán John Felton era un hombre de unos cincuenta años, tez bronceada y cuello grueso. Bosch se imaginó que, en el último mes, habría soltado su discursito de bienvenida a un mínimo de cien policías de todo el país. Así era Las Vegas.

– Detective Bosch, bienvenido a Las Vegas -le dijo tras ofrecerle asiento-. Suerte que he venido a sacarme un poco de papeleo de encima, porque si no, se habría encontrado todo vacío. Por el puente, se entiende. Bueno, espero que tenga una estancia agradable y fructífera. Si necesita algo, no dude en llamarme. No puedo prometerle nada, pero si es algo que esté en mi poder, estaré encantado de ayudarlo. Bueno, ahora que ya lo sabe, ¿por qué no me cuenta qué le trae por aquí?

Bosch le hizo un breve resumen del caso. Felton tomó nota del nombre de la víctima y de las fechas y motivos de su estancia en Las Vegas.

– Estoy intentando averiguar qué hizo Aliso en esta ciudad.

– ¿Cree que lo siguieron desde aquí y se lo cargaron en Los Ángeles?

– De momento no creo nada. No tenemos ningún dato que corrobore esa teoría.

– Y espero que no lo encuentre. Ésa es justamente la imagen que no queremos dar al mundo. ¿Qué más tiene?

Bosch se colocó el maletín sobre el regazo y lo abrió.

– Dos huellas tomadas del cadáver. Las…

– ¿Del cadáver?

– Sí. La víctima llevaba una cazadora de piel tratada y obtuvimos las huellas con el láser. Después las pasamos por el SAID, el Centro Nacional de Información sobre Delitos, el Departamento de justicia de California y todo lo demás, pero no encontramos nada. He pensado que tal vez usted podría probar en su ordenador.

El SAID -Sistema Automatizado de Identificación Dactilar- usado por la policía de Los Ángeles era una red de ámbito nacional. Sin embargo, la red no incluía todas las bases de datos, ya que la mayoría de departamentos de policía contaba con información privada. En Las Vegas, por ejemplo, tenían las huellas de todo aquel que solicitaba trabajar para el ayuntamiento o en los casinos. También disponían de una lista de dudosa legalidad de huellas de individuos que se hallaban bajo sospecha, pero que nunca habían sido detenidos. Ésa era la base de datos con la que Bosch esperaba que Felton comparase las huellas del caso Aliso.

– Bueno, lo intentaremos -acordó Felton-. No puedo prometer nada. Seguramente tenemos algunas huellas más que no salen en la red nacional, pero sería mucha casualidad.

Bosch le entregó las tarjetas con las huellas que Art Donovan le había preparado.

– Entonces, ¿va a empezar con el Mirage? -preguntó el capitán después de dejar las tarjetas a un lado.

– Sí. Les enseñaré la foto de Aliso, haré las preguntas de rutina y a ver qué pasa.

– Me está contando todo lo que sabe, ¿no?

– Pues claro -mintió Bosch.

– De acuerdo. -Felton abrió el cajón de su mesa y sacó una tarjeta de visita que le entregó a Bosch-. Aquí tiene el número de mi despacho y el del busca, que siempre llevo encima. Llámeme si descubre algo. Yo mañana le diré algo sobre las huellas.

Bosch le dio las gracias y se marchó. En el vestíbulo de la comisaría, telefoneó a la División de Investigaciones Científicas para preguntarle a Donovan si había tenido tiempo de analizar las pequeñas partículas doradas que habían encontrado en las vueltas de los pantalones de Aliso.

– Sí, pero no creo que te sirva de mucho -contestó Donovan-. Sólo es purpurina, trocitos de aluminio pintado, de ésa que usan en disfraces y celebraciones. Seguramente el tío fue a una fiesta o a un sitio donde tiraron esa mierda y se le pegó a la ropa. Después debió de limpiarse, pero se le quedaron unas motas en las vueltas de los pantalones.

– Vale. ¿Algo más?

– No, nada, al menos en cuanto a las pruebas.

– ¿Qué pasa?

– ¿Sabes el tío de Crimen Organizado con quien hablaste ayer por la noche?

– ¿Carbone?

– Sí, Dominic Carbone. Pues hoy se ha presentado en el laboratorio y ha estado haciendo preguntas sobre lo que encontramos ayer.

El rostro de Bosch se ensombreció, pero no dijo nada.

– Dijo que había venido para otro asunto y le había picado la curiosidad. Pero no sé, Harry, parecía algo más.

– Ya. ¿Cuánto le contaste?

– Bueno, antes de empezar a sospechar, se me escapó que habíamos sacado las huellas de la cazadora. Perdona, Harry, pero es que estaba muy orgulloso. Es muy raro sacar huellas útiles de un cadáver y me chuleé un poco.

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