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– Los oímos gritar. ¿Quién es esta mujer?, ¿qué pasó? -preguntó la abuela.

– Nada, Kate, no pasó nada -logró articular Alexander, tambaleándose.

No supo explicar a su abuela lo que acababan de experimentar. La voz profunda de Ma Bangesé pareció llegarles desde la dimensión de los sueños.

– ¡Cuidado! -les advirtió la adivina.

– ¿Qué les pasó? -repitió Kate.

– Vimos un monstruo de tres cabezas. Era invencible… -murmuró Nadia, todavía aturdida.

– No se separen. Juntos pueden salvarse, separados morirán -dijo Ma Bangesé.

A la mañana siguiente el grupo del International Geographic viajó en una avioneta hasta la vasta reserva natural, donde los aguardaba Michael Mushaha y el safari en elefante. Alexander y Nadia todavía se hallaban bajo el impacto de la experiencia del mercado. Alexander concluyó que el humo del tabaco de la hechicera contenía una droga, pero eso no explicaba el hecho de que ambos tuvieran exactamente las mismas visiones. Nadia no trató de racionalizar el asunto, para ella ese horrible viaje era una fuente de información, una forma de aprender, como se aprende en los sueños. Las imágenes permanecieron nítidas en su memoria; estaba segura de que en algún momento tendría que recurrir a ellas.

La avioneta era pilotada por su dueña, Angie Ninderera, una mujer aventurera y animada por una contagiosa energía, quien aprovechó el vuelo para dar un par de vueltas extra y mostrarles la majestuosa belleza del paisaje. Una hora después aterrizaron en un descampado a un par de millas del campamento de Mushaha.

Las modernas instalaciones del safari defraudaron a Kate, que esperaba algo más rústico. Varios eficientes y amables empleados africanos, de uniforme caqui y walkie-talkie, atendían a los turistas y se ocupaban de los elefantes. Había varias carpas, tan amplias como suites de hotel, y un par de construcciones livianas de madera, que contenían las áreas comunes y las cocinas. Mosquiteros blancos colgaban sobre las camas, los muebles eran de bambú y a modo de alfombra había pieles de cebra y antílope. Los baños contaban con letrinas y unas ingeniosas duchas con agua tibia. Disponían de un generador de electricidad, que funcionaba de siete a diez de la noche, el resto del tiempo se arreglaban con velas y lámparas de petróleo. La comida, a cargo de dos cocineros, resultó tan sabrosa que hasta Alexander, quien por principio rechazaba cualquier plato cuyo nombre no supiera deletrear, la devoraba. Total, el campamento era más elegante que la mayoría de los lugares donde Kate había tenido que dormir en su profesión de viajera y escritora. La abuela decidió que eso restaba puntos al safari; no dejaría de criticarlo en su artículo.

Sonaba una campana a las 5.45 de la mañana, así aprovechaban las horas más frescas del día, pero despertaban antes con el sonido inconfundible de las bandadas de murciélagos, que regresaban a sus guaridas al anunciarse el primer rayo de sol, después de haber volado la noche entera. A esa hora el olor del café recién preparado ya impregnaba el aire. Los visitantes abrían sus tiendas y salían a estirar los miembros, mientras se elevaba el incomparable sol de África, un grandioso círculo de fuego que llenaba el horizonte. En la luz del alba el paisaje reverberaba, parecía que en cualquier momento la tierra, envuelta en una bruma rojiza, se borraría hasta desaparecer, como un espejismo.

Pronto el campamento hervía de actividad, los cocineros llamaban a la mesa y Michael Mushaha dictaba sus primeras órdenes. Después del desayuno los reunía para darles una breve conferencia sobre los animales, los pájaros y la vegetación que verían durante el día. Timothy Bruce y Joel González preparaban sus cámaras y los empleados traían a los elefantes. Los acompañaba un bebé elefante de dos años, que trotaba alegre junto a su madre, el único a quien de vez en cuando debían recordarle el camino, porque se distraía soplando mariposas o bañándose en las pozas y ríos.

Desde la altura de los elefantes el panorama era soberbio. Los grandes paquidermos se movían sin ruido, mimetizados con la naturaleza. Avanzaban con pesada calma, pero cubrían sin esfuerzo muchas millas en poco tiempo. Ninguno, salvo el bebé, había nacido en cautiverio; eran animales salvajes y por lo tanto, impredecibles. Michael Mushaha les advirtió que debían atenerse a las normas, de otro modo no les podía garantizar seguridad. La única del grupo que solía violar el reglamento era Nadia Santos, quien desde el primer día estableció una relación tan especial con los elefantes, que el director del safari optó por hacer la vista gorda.

Los visitantes pasaban la mañana recorriendo la reserva. Se entendían con gestos, sin hablar para no ser detectados por otros animales. Abría la marcha Mushaha sobre el macho más viejo de la manada; detrás iban Kate y los fotógrafos sobre hembras, una de ellas la madre del bebé; luego Alexander, Nadia y Borobá sobre Kobi. Cerraban la fila un par de empleados del safari montados en machos jóvenes, con las provisiones, los toldos para la siesta y parte del equipo fotográfico. Llevaban también un poderoso anestésico para disparar, en caso de verse frente a una fiera agresiva.

Los paquidermos solían detenerse a comer hojas de los mismos árboles bajo los cuales momentos antes descansaba una familia de leones. Otras veces pasaban tan cerca de los rinocerontes, que Alexander y Nadia podían verse reflejados en el ojo redondo que los estudiaba con desconfianza desde abajo. Las manadas de búfalos y de impalas no se inmutaban con la llegada del grupo; tal vez olían a los seres humanos, pero la poderosa presencia de los elefantes los desorientaba. Pudieron pasearse entre tímidas cebras, fotografiar de cerca a una jauría de hienas disputándose la carroña de un antílope y acariciar el cuello de una jirafa, mientras ella los observaba con ojos de princesa y les lamía las manos.

– Dentro de unos años no habrá animales salvajes libres en África, sólo se podrán ver en parques y reservas -se lamentó Michael Mushaha.

Se detenían a mediodía bajo la protección de los árboles, almorzaban el contenido de unos canastos y descansaban en la sombra hasta las cuatro o cinco de la tarde. A la hora de la siesta los animales salvajes se echaban a descansar y la extensa planicie de la reserva se inmovilizaba bajo los rayos ardientes. Michael Mushaha conocía el terreno, sabía calcular bien el tiempo y la distancia; cuando el disco inmenso del sol comenzaba a descender ya estaban cerca del campamento y podían ver el humo. A veces por las noches salían de nuevo a ver a los animales que acudían al río a beber.

2 Safari en elefante

Una banda de media docena de mandriles se las había arreglado para demoler las instalaciones. Las carpas yacían por el suelo, había harina, mandioca, arroz, frijoles y tarros de conserva tirados por todas partes, los sacos de dormir despedazados colgaban de los árboles, sillas y mesas rotas se amontonaban en el patio. El efecto era como si el campamento hubiera sido barrido por un tifón. Los mandriles, encabezados por uno más agresivo que los demás, se habían apoderado de las ollas y sartenes, y las usaban como garrotes para aporrearse unos a otros y atacar a cualquiera que intentara aproximarse.

– ¡Qué les ha pasado! -exclamó Michael Mushaha.

– Me temo que están algo bebidos… -explicó uno de los empleados.

Los monos rondaban siempre el campamento, listos para apropiarse de lo que pudieran echarse al hocico. Por las noches se metían en la basura y si no se aseguraban bien las provisiones, las robaban. No eran simpáticos, mostraban los colmillos y gruñían, pero tenían respeto por los humanos y se mantenían a prudente distancia. Ese asalto era inusitado.

Ante la imposibilidad de dominarlos, Mushaha dio orden de dispararles anestésico, pero dar en el blanco no fue fácil, porque corrían y saltaban como endemoniados. Por fin, uno a uno, los mandriles recibieron el picotazo del tranquilizante y fueron cayendo secos por tierra. Alexander y Timothy Bruce ayudaron a levantarlos por los tobillos y las muñecas y llevarlos a doscientos metros del campamento, donde roncarían sin ser molestados hasta que se les pasara el efecto de la droga. Los cuerpos peludos y malolientes pesaban mucho más de lo que cabía suponer por su tamaño. Alexander, Timothy y los empleados que los tocaron debieron ducharse, lavar su ropa y espolvorearse con insecticida para librarse de las pulgas.

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