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Para entonces sus ojos se habían acostumbrado a la noche y pudo darse cuenta de que estaba en una especie de patio. Sin saber qué iba a encontrar, avanzó calladamente hacia la parte techada con paja, calculando su retirada en caso de peligro. Decidió que no podía aventurarse en la oscuridad y, después de una breve vacilación, encendió su linterna. El rayo de luz alumbró una escena tan inesperada que Nadia soltó un grito y casi deja caer la linterna. Unas doce o quince figuras muy pequeñas estaban de pie al fondo de la estancia, con la espalda contra la empalizada. Creyó que eran niños, pero enseguida se dio cuenta de que eran las mismas mujeres que habían danzado para Kosongo. Parecían tan aterrorizadas como lo estaba ella misma, pero no emitieron ni el menor sonido; se limitaron a mirar a intrusa con ojos desorbitados.

– Chisss… -dijo Nadia, llevándose un dedo a los labios-. No les voy a hacer daño, soy amiga… -agregó en brasilero, su idioma natal, y luego lo repitió en todas las lenguas que conocía.

Las prisioneras no entendieron todas sus palabras, pero adivinaron sus intenciones. Una de ellas dio un paso adelante, aunque permaneció encogida y con el rostro oculto, y tendió a ciegas un brazo. Nadia se acercó y la tocó. La otra se retiró, temerosa, pero luego se atrevió a echar una mirada de reojo y debió haber quedado satisfecha con el rostro de la joven forastera, porque sonrió. Nadia estiró su mano de nuevo y la mujer hizo lo mismo; los dedos de ambas se entrelazaron y ese contacto físico resultó ser la forma más transparente de comunicación.

– Nadia, Nadia -se presentó la muchacha tocándose el pecho.

– Jena -replicó la otra.

Pronto las demás rodearon a Nadia, tanteándola con curiosidad, mientras cuchicheaban y se reían. Una vez descubierto el lenguaje común de las caricias y la mímica, el resto fue fácil. Las pigmeas explicaron que habían sido separadas de sus compañeros, a los cuales Kosongo obligaba a cazar elefantes, no por la carne, sino por los colmillos, que vendía a contrabandistas. El rey tenía otro clan de esclavos que explotaba una mina de diamantes algo más al norte. Así había hecho su fortuna. La recompensa de los cazadores eran cigarrillos, algo de comida y el derecho a ver a sus familias por un rato. Cuando el marfil o los diamantes no eran suficientes, intervenía el comandante Mbembelé. Había muchos castigos; el más soportable era la muerte, el más atroz era perder a sus hijos, que eran vendidos como esclavos a los contrabandistas. Jena agregó que quedaban muy pocos elefantes en el bosque, los pigmeos debían buscarlos más y más lejos. Los hombres no eran numerosos y ellas no podían ayudarlos, como siempre habían hecho. Al escasear los elefantes, la suerte de sus niños era muy incierta.

Nadia no estaba segura de haber entendido bien. Suponía que la esclavitud había terminado hacía tiempo, pero la mímica de las mujeres era muy clara. Después Kate le confirmaría que en algunos países aún existen esclavos. Los pigmeos se consideraban criaturas exóticas y los compraban para hacer trabajos degradantes o, si tenían buena fortuna, para divertir a los ricos o para los circos.

Las prisioneras contaron que ellas hacían las labores pesadas en Ngoubé, como plantar, acarrear agua, limpiar y hasta construir las chozas. Lo único que deseaban era reunirse con sus familias y volver a la selva, donde su pueblo había vivido en libertad durante miles de años. Nadia les demostró con gestos que podían trepar la empalizada y escapar, pero ellas replicaron que los niños estaban encerrados en el otro corral a cargo de un par de abuelas, no podían huir sin ellos.

– ¿Dónde están sus maridos? -preguntó Nadia.

Jena le indicó que vivían en el bosque y sólo tenían permiso para visitar la aldea cuando traían carne, pieles o marfil. Los músicos que tocaron los tambores durante la fiesta de Kosongo eran sus maridos, dijeron.

8 El amuleto sagrado

Después de despedirse de las pigmeas y prometerles que las ayudaría, Nadia regresó a su choza tal como había salido, utilizando el arte de la invisibilidad. Al llegar comprobó que sólo había un guardia, el otro se había ido y el que quedaba roncaba como un bebé, gracias al vino de palma, lo cual ofrecía una inesperada ventaja. La chica se deslizó silenciosa como una ardilla junto a Alexander, lo despertó tapándole la boca con la mano y en pocas palabras le contó lo sucedido en el corral de las esclavas.

– Es horrible, Jaguar, debemos hacer algo.

– ¿Qué, por ejemplo?

– No sé. Antes los pigmeos vivían en el bosque y tenían relaciones normales con los habitantes de esta aldea. En esa época había una reina llamada Nana-Asante. Pertenecía a otra tribu y venía de muy lejos, la gente creía que había sido enviada por los dioses. Era curandera, conocía el uso de plantas medicinales y exorcismos. Me dijeron que antes había caminos anchos en el bosque, hechos por las patas de cientos de elefantes, pero ahora quedan muy pocos y la selva se ha tragado los caminos. Los pigmeos se convirtieron en esclavos cuando les quitaron el amuleto mágico, como dijo Beyé-Dokou.

– ¿Sabes dónde está?

– Es el hueso tallado que vimos en el cetro de Kosongo -explicó Nadia.

Discutieron un buen rato, proponiendo diferentes ideas, cada una más arriesgada que la anterior. Por fin acordaron, como primer paso, recuperar el amuleto y llevárselo a la tribu, para devolverle la confianza y el valor. Tal vez así los pigmeos imaginarían alguna forma de liberar a sus mujeres y niños.

– Si conseguimos el amuleto, yo iré a buscar a Beyé-Dokou al bosque -dijo Alexander.

– Te perderías.

– Mi animal totémico me ayudará. El jaguar puede ubicarse en cualquier parte y ve en la oscuridad -replicó Alexander.

– Voy contigo.

– Es un riesgo inútil, Águila. Si voy solo tendré más movilidad.

– No podemos separarnos. Acuérdate de lo que dijo Ma Bangesé en el mercado: si nos separamos, moriremos.

– ¿Y tú la crees?

– Sí. La visión que tuvimos es una advertencia: en alguna parte nos aguarda un monstruo de tres cabezas.

– No existen monstruos de tres cabezas, Águila.

– Como diría el chamán Walimai, puede ser y puede no ser -replicó ella.

– ¿Cómo obtendremos el amuleto?

– Borobá y yo lo haremos -dijo Nadia con gran seguridad, como si fuera la cosa más simple del mundo.

El mono era de una habilidad pasmosa para robar, lo cual se había convertido en un problema en Nueva York. Nadia vivía devolviendo objetos ajenos que el animalito le traía de regalo, pero en este caso su mala costumbre podría ser una bendición. Borobá era pequeño, silencioso y muy hábil con las manos. Lo más difícil sería averiguar dónde se guardaba el amuleto y burlar la vigilancia. Jena, una de las pigmeas, le había dicho a Nadia que estaba en la vivienda del rey, donde ella lo había visto cuando iba a limpiar. Esa noche la población estaba embriagada y la vigilancia era mínima. Habían visto pocos soldados con armas de fuego, sólo los soldados de la Hermandad del Leopardo, pero podía haber otros. No sabían con cuántos hombres contaba Mbembelé, pero el hecho de que el comandante no hubiera aparecido durante la fiesta de la tarde anterior podía significar que se encontraba ausente de Ngoubé. Debían actuar de inmediato, decidieron.

– A Kate esto no le gustará nada, Jaguar. Acuérdate de que le prometimos no meternos en líos -dijo Nadia.

– Ya estamos en un lío bastante grave. Le dejaré una nota para que sepa adonde vamos. ¿Tienes miedo? -preguntó el muchacho.

– Me da miedo ir contigo, pero me da más miedo quedarme aquí.

– Ponte las botas, Águila. Necesitamos una linterna, baterías de repuesto y por lo menos un cuchillo. El bosque está infestado de serpientes, creo que necesitamos una ampolla de antídoto contra el veneno. ¿Crees que podemos tomar prestado el revólver de Angie? -sugirió Alexander.

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