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– No se asuste -le respondió Tom Smart mien tras sacaba lentamente la carta y la abría-. ¿Está segura de que no gritará? -le preguntó con vacilación -No, no -contestó la viuda-. Déjeme verla.

– ¿Y no va a desmayarse, ni hará ninguna otra tontería? -preguntó Tom.

– No, no -contestó la viuda inmediatamente. -¿Y no saldrá corriendo para golpearle? -volvió, preguntar Tom-. Porque voy a hacer todo esto por usted; será mejor que no se lo tome a mal.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo la viuda-. Déjeme verla.

– Así lo haré -contestó Tom Smart, y diciendo esas palabras colocó la carta en la mano de la viuda Caballeros, oí decir a mi tío que Tom Smart dijo que las lamentaciones de la viuda cuando se enteró de aquello habrían traspasado un corazón de piedra. El de Tom era ciertamente muy tierno, y traspasaron el suyo hasta la misma médula. La viuda se columpiaba hacia delante y hacia atrás retorciéndose las manos.

– ¡Ay, qué hombre tan engañoso y vil! -exclamaba la viuda.

– ¡Espantoso, mi querida señora! Pero compórtese.

– ¡Ay, cómo voy a hacerlo! -gritó la viuda-. ¡Nunca encontraré a ningún otro a quien pueda amar tanto!

– Ay, claro que lo encontrará, mi querida señora -exclamó Tom Smart dejando caer una verdadera lluvia de enormes lágrimas por la piedad que sentía por el infortunio de la viuda. En la energía de su compasión, Tom Smart había rodeado con un brazo la cintura de la viuda; y la viuda, movida por la pasión de la pena, había sujetado la mano de Tom. Ésta miró a Tom al rostro y le sonrió entre sus lágrimas. Tom miró el semblante de ella, y sonrió entre las suyas.

Nunca pude averiguar, caballeros, si Tom besó o no a la viuda en ese momento particular. Solía decirle a mi tío que no lo había hecho, pero tengo mis dudas al respecto. Entre nosotros, caballeros, estoy convencido de que lo hizo.

En todo caso, Tom echó a patadas al hombre alto por la puerta delantera media hora más tarde y se casó con la viuda al cabo de un mes. Y solía recorrer el campo con el calesín de color arcilla y rueda, rojas y la yegua zorruna de paso rápido hasta que muchos años después abandonó el negocio y se fui a Francia con su esposa; y más tarde, la vieja casa se vino abajo.

[De The Pickwick Papers]

La historia de los duendes que secuestraron a un enterrador

En una antigua ciudad abacial, en el sur de es parte del país, hace mucho, pero que muchísimo tiempo -tanto que la historia debe ser cierta porque nuestros tatarabuelos creían realmente en ella-, trabajaba como enterrador y sepulturero del campo santo un tal Gabriel Grub. No se deduce en absoluto de ello que porque un hombre sea enterrador, esté rodeado constantemente por los emblemas la mortalidad, tenga que ser un hombre melancólico y triste; entre los funerarios se encuentran los i pos más alegres del mundo; en una ocasión tuve honor de trabar amistad íntima con uno muy silencioso que en su vida privada, estando fuera de ser necio, era el tipo más cómico y jocoso que haya gorjeado nunca canciones osadas, sin el menor tropiezo f su memoria, ni que haya vaciado nunca el contenido de un buen vaso sin detenerse ni a respirar. Pe no obstante estos precedentes que parecen contrariar la historia, Gabriel Grub era un tipo malparado, intratable y arisco, un hombre taciturno y solitario que no se asociaba con nadie sino consigo mismo, aparte de con una antigua botella forrada o cestería que ajustaba en el amplio bolsillo de chaleco, y que contemplaba cada rostro alegre que pasara junto a él con tan poderoso gesto de malicia y mal humor que resultaba difícil enfrentarlo sin tener una sensación terrible.

Poco antes del crepúsculo, el día de Nochebuena, Gabriel se echó al hombro el azadón, encendió el farol y se dirigió hacia el cementerio viejo, pues tenía que terminar una tumba para la mañana siguiente, y como se sentía algo bajo de ánimo pensó que quizá levantara su espíritu si se ponía a trabajar enseguida. En el camino, al subir por una antigua calle, vio la alegre luz de los fuegos chispeantes que brillaban tras los viejos ventanos, y escuchó las fuertes risotadas y los alegres gritos de aquellos que se encontraban reunidos; observó los ajetreados preparativos de la alegría del día siguiente y olfateó los numerosos y sabrosos olores consiguientes que ascendían en forma de nubes vaporosas desde las ventanas de las cocinas. Todo aquello producía rencor y amargura en el corazón de Gabriel Grub; y cuando grupos de niños salían dando saltos de las casas, cruzaban la carretera a la carrera y antes de que pudieran llamar a la puerta de enfrente eran recibidos por media docena de pillastres de cabello rizado que se ponían a cacarear a su alrededor mientras subían todos en bandada a pasar la tarde dedicados a sus juegos de Navidad, Gabriel sonreía taciturno y aferraba con mayor firmeza el mango de su azadón mientras pensaba en el sarampión, la escarlatina, el afta, la tos ferina y otras muchas fuentes de consuelo.

Gabriel caminaba a zancadas en ese feliz estado

mental: devolviendo un gruñido breve y hosco a le saludos bienhumorados de aquellos vecinos que pasaban junto a él, hasta que se metía en el oscuro callejón que conducía al cementerio. Gabriel llevaba y tiempo deseando llegar al callejón oscuro, porque hablando en términos generales era un lugar agradable, taciturno y triste que las gentes de la ciudad n gustaban de frecuentar, salvo a plena luz del día cuando brillaba el sol; por ello se sintió no poco ir dignado al oír a un joven granuja que cantaba estruendosamente una festiva canción sobre unas navidades alegres en aquel mismo santuario que había recibido el nombre de CALLEJÓN DEL ATAÚD desde época de la vieja abadía y de los monjes de cabes afeitada. Mientras Gabriel avanzaba la voz fue haciéndose más cercana y descubrió que procedía c un muchacho pequeño que corría a solas con la intención de unirse a uno de los pequeños grupos de calle vieja, y que en parte para hacerse compañía a mismo, y en parte como preparativo de la ocasión vociferaba la canción con la mayor potencia de si pulmones. Gabriel aguardó a que llegara el muchacho, le acorraló en una esquina y le golpeó cinco seis veces en la cabeza con el farol para enseñarle modular la voz. Y mientras el muchacho escapó corriendo con la mano en la cabeza y cantando una melodía muy distinta, Gabriel Grub sonrió cordialmente para sí mismo y entró en el cementerio, cerrando la puerta tras él.

Se quitó el abrigo, dejó en el suelo el farol y metiéndose en la tumba sin terminar trabajó en él durante una hora con muy buena voluntad. Pero la tierra se había endurecido con la helada y no era asunto fácil desmenuzarla y sacarla fuera con la pala; y aunque había luna, ésta era muy joven e iluminaba muy poco la tumba, que estaba a la sombra de la iglesia. En cualquier otro momento estos obstáculos hubieran hecho que Gabriel Grub se sintiera desanimado y desgraciado, pero estaba tan complacido de haber acallado los cantos del muchachito que apenas se preocupó por los escasos progresos que hacía y miró la tumba, cuando llegada la noche hubo terminado el trabajo, con melancólica satisfacción, murmurando mientras recogía sus herramientas:

Valiente acomodo para cualquiera,

valiente acomodo para cualquiera,

unos pies de tierra fría cuando la vida ha terminado,

una piedra en la cabeza, una piedra en los pies,

una comida rica y jugosa para los gusanos,

la hierba sobre la cabeza, y la tierra húmeda alrededor,

¡valiente acomodo para cualquiera,

aquí en el camposanto!

-¡Ja, ja! -echó a reír Gabriel Grub sentándose en una lápida que era su lugar de descanso favorito; fue a buscar entonces su botella-. ¡Un ataúd en Navidad! ¡Una caja de Navidad! ¡Ja, ja, ja!

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