– Sin embargo, Tom, me estoy apartando del tema. Ese hombre alto, Tom, es un aventurero ruin En el momento en que se casara con la viuda vendo ría todos los muebles y escaparía. ¿Y cuáles serían las, consecuencias? Ella quedaría abandonada y reducida a la ruina, y yo moriría de frío en alguna tienda de muebles viejos.
– Sí, pero…
– No me interrumpas. De ti, Tom Smart, tengo una opinión muy diferente; pues bien sé que si alguna vez te asentaras en una posada, nunca la abandonarías mientras' hubiera algo que beber dentro de sus paredes.
– Me siento muy agradecido por su buena opinión, señor-le informó Tom Smart.
– Por tanto -siguió diciendo el anciano con tono autoritario-: tú serás el que la tenga, y él no. -¿Cómo puede impedirse? -preguntó ansiosamente Tom Smart.
– Con esta revelación: el ya está casado.
– ¿Cómo puedo demostrarlo? -preguntó Tom saliendo a medias de la cama.
El anciano caballero separó un brazo de su costado y tras señalar a uno de los vestidores de roble volvió a colocarlo inmediatamente en su antigua posición.
– Poco piensa él que en el bolsillo derecho de unos pantalones de ese vestidor ha dejado una carta en la que se le pide que regrese junto a su desconsolada esposa, con seis niños, toma buena nota, Tom, seis niños, y todos ellos pequeños.
Cuando el anciano caballero pronunció con solemnidad aquellas palabras sus rasgos se fueron haciendo menos y menos claros y su figura se volvió más sombría. Sobre los ojos de Tom Smart cayó una película. El anciano pareció fundirse gradualmente con la silla, el chaleco de damasco convertirse en cojín, las zapatillas rojas encogerse en pequeñas bolsas
de paño rojo. La luz desapareció suavemente y Tom Smart se dejó caer sobre la almohada y se quedó profundamente dormido.
La mañana despertó a Tom del sueño letárgico en el que había caído al desaparecer el anciano. Se sentó en la cama y durante unos minutos trató vanamente de recordar los hechos de la noche anterior. Repentin4mente se acordó de ellos. Miró la silla; era ciertamente un mueble fantástico y feo, pero sólo una imaginación notablemente viva e ingeniosa podría haber descubierto cualquier parecido entre el mueble y el anciano.
– ¿Cómo se encuentra, anciano? -preguntó Tom. A la luz del día se sentía más audaz, como le sucede a la mayoría de los hombres.
La silla permaneció inmóvil y no dijo una sola palabra.
– Hace una mañana espantosa -añadió Tom. Pero no. La silla no se sentía dispuesta a conversar. -¿A qué vestidor señaló? Al menos podría decirme eso -insistió Tom. Pero la silla, caballeros, no decía una sola palabra.
– De cualquier manera, no es muy difícil abrirlos -siguió diciendo Tom al tiempo que salía de la cama. Se dirigió hacia uno de los vestidores. La llave estaba puesta en la cerradura; la giró y abrió la puerta. Allí había unos pantalones. ¡Metió la mano en el bolsillo y sacó una carta idéntica a la que había descrito el anciano caballero!
– Qué cosa tan extraña es ésta -exclamó Tom Smart mirando primero a la silla, y luego al vestidor, después a la carta y finalmente otra vez a la silla-. ¡Muy extraño! -repitió.
Pero como no había allí nada que amortiguase la extrañeza, pensó que también él debía vestirse y arreglar enseguida los asuntos del hombre alto… sólo para sacarle de su desgracia.
Tom fue fijándose al pasar en las distintas habitaciones, mientras bajaba, con el ojo atento de un propietario; considerando que no sería imposible que en breve tiempo las estancias y sus contenidos fueran de su propiedad. El hombre alto estaba de pie en el cómodo bar, con las manos a la espalda, sintiéndose muy en su casa. Dirigió a Tom una sonrisa vacía. Un observador casual podría haber supuesto que lo hizo sólo para mostrarle sus dientes blancos; pero Tom Smart pensó que una conciencia de triunfo ocupaba el lugar en el que había estado la mente del hombre alto. Tom le sonrió directamente y llamó a la patrona.
– Buenos días, señora-dijo Tom Smart cerrando la puerta del saloncito cuando entró la viuda. -Buenos días, señor -respondió ella-. ¿Qué tomará para el desayuno, señor?
Tom estaba pensando en la forma de introducir el tema, por lo que no respondió.
– Tenemos un jamón muy bueno -dijo la viuda-. Y una estupenda ave fría mechada. ¿Le sirvo eso, señor?
Esas palabras sacaron a Tom de sus reflexiones. La admiración que sentía por la viuda aumentaba conforme ésta hablaba. ¡Qué criatura tan considerada! ¡Qué comodidad para proveerle de todo!
– ¿Quién es el caballero que está en el bar, señora? -preguntó Tom.
– Se llama Jinkins, señor -respondió la viuda sonrojándose ligeramente.
– Es un hombre alto -dijo Tom.
– Es un hombre muy bueno, señor -contestó la viuda-. Y un caballero muy agradable.
– ¡Ah! -exclamó Tom.
– ¿Desea alguna cosa más, señor? -preguntó la viuda, que se sentía bastante perpleja por las maneras de Tom.
– Bueno, sí -contestó Tom-. Mi querida señora, ¿tendría la amabilidad de sentarse un momento?
La viuda pareció muy sorprendida, pero se sentó, y Tom lo hizo también cerca de ella. Caballeros, no sé cómo sucedió… la verdad es que mi tío solía contarme que Tom Smart le dijo que tampoco él sabía cómo había sucedido; pero el caso es que, de una manera o de otra, la palma de la mano de Tom se posó sobre el dorso de la mano de la viuda, y la dejó allí mientras hablaba.
– Mi querida señora -dijo Tom Smart, pues siempre había pensado lo importante que era mostrarse amable-. Mi querida señora, merece usted un marido excelente… cierto que sí.
– ¡Vaya, señor! -exclamó la viuda, lo que no resulta ilógico, pues la manera que tuvo Tom de iniciar la conversación era bastante inusual, por no decir sorprendente, teniendo en cuenta el hecho de que hasta la noche anterior no la había visto nunca-. ¡Vaya, señor!
– Desprecio las adulaciones, mi querida señora. Pero merece usted un marido admirable, y sea éste quien sea, será un hombre afortunado.
Al decir aquello, la mirada de Tom pasó del rostro de la viuda a las comodidades que le rodeaban. La viuda parecía más sorprendida que nunca, e hizo un esfuerzo por levantarse. Tom le apretó suavemente la mano, como para detenerla, y ella permaneció en su asiento. Las viudas, caballeros, no suelen ser timoratas, tal como mi tío solía decir.
– Estoy segura de sentirme muy agradecida hacia usted, señor, por su buena opinión -dijo la rolliza patrona riéndose a medias-. Y si alguna vez vuelvo a casarme…
– Si… -repitió Tom Smart mirándola astutamente con el rabillo del ojo derecho-. Si…
– Bueno -añadió la viuda riéndose con franqueza esa vez-. Cuando lo haga, espero conseguir un esposo tan bueno como el que usted describe.
– Como por ejemplo Jinkins -dijo Tom. -¡Vaya, señor! -exclamó la viuda.
– Ay, no me diga eso -insistió Tom-. Le conozco. -Estoy convencida de que nadie que le conozca sabrá nada malo de él -dijo la viuda, pasando al ataque ante el aire misterioso con el que había hablado Tom.
– ¡Ejem! -exclamó Tom Smart.
La viuda empezó a pensar que era ya un buen momento de llorar, por lo que sacó su pañuelo y preguntó a Tom si es que deseaba insultarla: si es que pensaba que era propio de un caballero hablar mal de otro a sus espaldas; que por qué motivo, s tenía algo que decir, no se lo decía al caballero como un hombre, en lugar de asustar a una pobre, débil mujer de esa manera, y cosas por el estilo.
– Se lo diré a él enseguida-dijo Tom-. Pero quiero que usted lo escuche primero.
– ¿De qué se trata? -preguntó la viuda mirando fijamente el rostro de Tom.
– Le va a asombrar -contestó Tom llevándose una mano al bolsillo.
– Si es eso, que él quiere dinero -dijo la viuda- ya lo sé, y no tiene usted que preocuparse.
– Bah, qué tontería, eso no es nada -dijo Ton Smart-. También yo quiero dinero. No es eso. -Entonces, amigo mío, ¿de qué se trata? -excla mó la pobre viuda.