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Tomé asiento en el lugar designado para que aguardaran los jurados y miré a mi alrededor en e tribunal lo mejor que pude a través de la espesa nube de niebla y alientos. Observé un vapor negro que colgaba como una cortina lóbrega por la parte exterior de los grandes ventanales, y observé y presté atención al sonido ahogado de las ruedas sobre la paja o el cascajo que cubrían la calle; presté también atención al murmullo de las personas que allí se reunían, y que traspasaba de vez en cuando un silbido agudo, o un saludo o una canción más fuertes que el resto. Poco después entraron los jueces que eran dos, y tomaron asiento. El zumbido de tribunal decayó mucho. Se ordenó que entrara e asesino. Y en el mismo instante en el que entró re conocí en él al primero de los dos hombres que habían bajado por Piccadilly.

Si en ese momento hubieran pronunciado un nombre dudo que hubiera sido capaz de responde de forma audible. Pero lo pronunciaron en sexto octavo lugar, y para entonces fui capaz de decir «presente!» Y ahora, preste atención el lector. Cuando m dirigí hacia mi asiento de jurado el prisionero, que había estado mirándolo todo atentamente pero si dar signo alguno de preocupación, se agitó violentamente y llamó por señas a su abogado. El deseo de prisionero de recusarme resultaba tan manifiesto que produjo una pausa durante la cual el abogado, apoyando una mano en el banquillo de los acusados, habló en susurros con su cliente mientras sacudía la cabeza. Más tarde, aquel caballero me dijo que las primeras palabras aterradas que le dijo el prisionero fueron: «¡Sea como sea, recuse a ese hombre!», pero como no le daba razón alguna para ello, y admitió que ni siquiera conocía mi nombre hasta que lo pronunciaron en voz alta y yo me presenté, no lo hizo.

Por las razones ya explicadas, la de que deseo evitar el revivir el recuerdo desagradable de ese asesino, y también que un relato detallado de su largo juicio no es en absoluto indispensable para mi narración, me limitaré a aquellos incidentes que se relacionan directamente con mi curiosa experiencia personal y se produjeron en los diez días y noches durante los que los miembros del jurado estuvimos juntos. Trato de que mi lector se interese por eso, y no por el asesino. Es a eso, y no a una página del calendario de Newgate, a lo que pido al lector que preste atención.

Me eligieron presidente del jurado. En la segunda mañana, después de que se hubieran presentado pruebas durante dos horas (lo sé porque oí las campanadas del reloj de la iglesia), al recorrer con la mirada a mis compañeros del jurado* me resultó inexplicablemente difícil contarlos. Lo hice así varias veces, pero siempre con la misma dificultad. En resumen, contaba uno de más.

Toqué al miembro del jurado que se sentaba junto a mí y le susurré:

– Le ruego que haga el favor de contarnos. Pareció sorprenderse con la petición, pero giró la cabeza y contó el número de miembros.

– Bueno -contestó de pronto-, somos tres…, pero, no, no es posible. No. Somos doce.

De acuerdo con las cuentas que hice aquel día-, teníamos siempre razón en el detalle, pero en la cuenta general siempre nos salía uno de más. No había ninguna aparición ni figura que pudiera explicarlo, pero para entonces tenía ya interiormente la sensación de que la aparición estaba implicad en el error.

El jurado se albergaba en la London Taverr Dormíamos todos en una sala amplia sobre mesa separadas, y estábamos constantemente a cargo bajo la vigilancia del oficial que había jurado mar tenernos a salvo. No veo razón alguna para no incluir el nombre auténtico de ese oficial. Era inteligente, muy cortés y servicial, y también (de lo que me alegré al enterarme) muy respetado en la ciudad Tenía una presencia agradable, ojos hermosos, un-, envidiables patillas negras y una voz agradable y sonora. Se llamaba señor Harker.

Cuando por la noche se iba cada uno de los do(a su cama, colocaban la del señor Harker cruzada e la puerta. En la noche del segundo día, como no m apetecía acostarme y vi al señor Harker sentido e su cama, me acerqué y me senté junto a él, ofreciéndole un pellizco de rapé. En cuanto la mano del señor Harker tocó la mía al coger el rapé de la caja, sacudió un estremecimiento peculiar y pregunte

– ¿Quién es ése?

Miré la habitación siguiendo la dirección de los ojos del señor Harker y vi de nuevo la figura que esperaba: al segundo de los dos hombres que habían bajado por Piccadilly. Me levanté y avancé unos pasos; después me detuve y, dándome la vuelta, miré al señor Harker. Parecía despreocupado, se echó a reír y comentó con un tono agradable:

– Pensé por un momento que teníamos otro miembro del jurado, y que le faltaba una cama. Pero me doy cuenta de que fue un reflejo de la luna.

No hice revelación alguna al señor Harker, pero le invité a que paseara conmigo hasta el extremo de la habitación y observé lo que hacía la figura. Se quedaba en pie unos momentos junto a la cama de cada uno de los miembros del jurado, cerca de la almohada. Se colocaba siempre al lado derecho de la cama, y siempre también cruzaba hasta la cama siguiente pasando por los pies. Por la acción de su cabeza parecía que simplemente se quedaba mirando pensativamente a cada uno de los jurados acostados. No me prestó atención a mí, ni mi cama, que era la más próxima a la del señor Harker. Después dio la impresión de salir por donde entraba la luz de la luna, a través de un alto ventanal, como si subiera por un tramo de escaleras situado en el aire.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, descubrimos que todos los presentes, salvo el señor Harker y yo, habían soñado la noche anterior con el hombre asesinado.

Estaba ya convencido de que el segundo hombre que había bajado por Piccadilly era el asesinado (por así decirlo), como si su testimonio inmediato así me lo hubiera hecho saber. Pero aun así aquello sucedía de una manera para la que yo no me encontraba preparado.

Durante el quinto día del juicio, cuando el fiscal estaba terminando su caso, presentó una miniatura del asesinado que faltaba en su dormitorio cuando se descubrió el hecho y que después fue encontrada en un lugar oculto en el que el asesino había sido visto cavando en el suelo. Tras ser identificada por el testigo, la presentaron al tribunal y luego la pasaron al jurado para que éste la inspeccionara. Mientras un oficial vestido con una túnica negra se dirigía con la miniatura hacia mí, la figura del segundo hombre que había bajado impetuosamente por Piccadilly surgió de la multitud, le cogió la miniatura al oficial y me la entregó con sus propias manos, al mismo tiempo que en un tono bajo y hueco me decía antes de que yo viera la miniatura, metida en una caja:

– Entonces yo era más joven, y la sangre no faltaba en mi rostro.

Después se interpuso entre mí y el jurado al que yo entregué la miniatura, y entre éste y el siguiente, y así entre todos hasta que la miniatura volvió a mí. Sin embargo, ninguno de los miembros del jurado lo detectó.

En la mesa, y en general cuando nos encerrábamos bajo la custodia del señor Harker, como era natural, hablábamos mucho rato sobre las diligencias del día. En el día quinto el fiscal cerró el caso por lo que, como esa parte de la cuestión se había completado ante nosotros, nuestra discusión fue más animada y seria. Había entre nosotros uno de los idiotas de inteligencia más cerrada que he visto nunca, que recibía la evidencia más clara con las objeciones más absurdas, y a quien le ayudaban dos flojos parásitos parroquiales; los tres pertenecían a las listas de jurados de un distrito tan atacado por la fiebre que debían haber juzgado a quinientos asesinos. Hacia la media noche, que era cuando algunos de nosotros nos disponíamos ya a acostarnos y esos zopencos enredones armaban mayor alboroto, vi de nuevo al asesinado. Estaba de pie tras ellos, ceñudo, y me hizo señas. Al ir hacia ellos e irrumpir en la conversación, desapareció inmediatamente. Ése fue el inicio de una serie de apariciones producidas en la larga habitación en la que éramos confinados. Siempre que un grupo de jurados se unía a conversar, veía entre ellos la cabeza del asesinado. Y siempre que la comparación de notas que hacían iba en contra de él, me hacía señas de una manera solemne e irresistible.

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