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Donde tuve esta curiosa sensación no fue en un lugar romántico, sino en mis habitaciones de Picca dilly, muy cerca de la esquina de St. James Street Para mí fue algo totalmente nuevo. En ese momento: me encontraba sentado en mi butaca y la sensación se acompañó de un peculiar estremecimiento que cambió aquella de sitio. (Aunque hay que tener et cuenta que la butaca podía moverse fácilmente sobra unas ruedecillas). Me dirigí a una de las ventanas (la habitación, situada en el segundo piso, tenía dos ventanas) para descansar la vista viendo el movimiento de Piccadilly. Era una hermosa mañana otoñal y la calle estaba alegre y centelleante. Soplaba el viento. Al mirar hacia fuera, observé que el viento sacaba del parque una buena cantidad de hojas caídas que una ráfaga arrastró y formó con ellas una columna espiral. Cuando la columna cayó y se dispersaron las hojas, vi a dos hombres al otro lado del camino, que iban desde el oeste hacia el este. Uno iba detrás del otro. El primero se volvía a menudo para mirar por encima del hombro. El segundo le seguía a una distancia de unos treinta pasos, con la mano derecha levantada amenazadoramente. Atrajo primero mi atención la singularidad y fijeza del gesto amenazador en un lugar tan público; y después la circunstancia notable de que nadie le prestara atención. Ambos hombres seguían su camino entre los otros viandantes con una suavidad que no resultaba coherente ni siquiera con la acción de caminar sobre una acera; y que yo pudiera ver ni una sola persona les cedía el paso, les tocaba o les miraba. Al pasar ante mi ventana, ambos miraron hacia arriba, hacia mí. Contemplé los dos rostros con gran claridad y supe que sería capaz de reconocerlos en cualquier lugar. Y no es que observara conscientemente algo que fuera muy notable en alguna de sus caras, salvo que el hombre que iba el primero tenía una apariencia inusualmente humilde, y el rostro del hombre que le seguía tenía el color de cera sucia.

Soy soltero y mi ayuda de cámara y su esposa constituyen todo el servicio. Trabajo en una sucursal bancaria y ojalá que mis deberes como jefe de departamento fueran tan escasos como popularmente se supone. Ese otoño me obligaron a permanecer en la ciudad, cuando yo necesitaba un cambio. No estaba enfermo, pero tampoco me sentía muy bien. Al lector le corresponde extraer las consecuencias que parezcan razonables del hecho de que me sentía fatigado, la vida monótona me producía una sensación depresiva y estaba «ligeramente dispéptico». Mi doctor, un hombre de fama, me aseguró que mi estado de salud en aquella época no justificaba una descripción más poderosa, y cito lo que él mismo me describió por escrito cuando se lo solicité. Conforme las circunstancias del asesinato fueron revelándose gradualmente y atrayendo cada vez más poderosamente la atención del público, las aparté de mi propia atención enterándome de ellas lo menos posible en medio de la excitación general. Pero sabía que se había dictado un veredicto de homicidio voluntario contra el supuesto asesino, y que había sido conducido a Newgate hasta el juicio. Sabía también que su juicio se había pospuesto hasta una de las sesiones del Tribunal Criminal Central, basándose en prejuicios generales y en la falta de tiempo para la preparación de la defensa. Pude también saber, aunque no lo creo, en qué momento se celebrarían las sesiones del juicio pospuesto.

Mi sala de estar, el dormitorio y el vestidor están todos en el mismo piso. Con el vestidor sólo hay comunicación a través del dormitorio. La verdad es que en él hay una puerta que en otro tiempo comunicaba con la escalera, pero desde hacía años una parte de las tuberías de mi baño pasaba por ella. En ese mismo período, y como parte del mismo arreglo, la puerta había sido claveteada y recubierta de lienzo.

Una noche me encontraba de pie en mi dormitorio, a una hora tardía, dando unas instrucciones a mi criado antes de que éste se acostara. Me encontraba de cara a la única puerta disponible de comunicación con el vestidor, que estaba cerrada. Mi criado le daba la espalda a esa puerta. Mientras le estaba hablando vi que se abría y que un hombre miraba hacia el interior, haciéndome señas en una actitud de ansiedad y misterio. Era el mismo hombre que iba en segundo lugar por Piccadilly, y cuyo rostro tenía el color de cera sucia.

Tras hacerme señas, retrocedió y cerró la puerta. Sin mayor retraso que el necesario para cruzar el dormitorio, abrí la puerta del vestidor y miré en el interior. Llevaba ya una vela encendida en la mano. No tuve ninguna expectativa interior de que fuera a ver a esa persona en el vestidor, y no la vi allí.

Dándome cuenta de que mi criado parecía sorprendido, me volví hacia él y le dije:

– Derrick, ¿pensará que conservo el sentido si le digo que creí ver un…?

Mientras estaba allí, le puse una mano sobre el pecho y con un sobresalto repentino se puso él a temblar violentamente y contestó:

– ¡Oh, señor, claro que sí, señor! ¡Un cadáver haciéndole señas!

Estoy convencido de que John Derrick, mi criado fiel durante más de veinte años, no tuvo la menor impresión de haber visto esa aparición hasta que le toqué. Cuando lo hice, el cambio que se produjo en él fue tan sorprendente que creo absolutamente que obtuvo su impresión, de alguna manera oculta, a través de mí y en ese preciso instante.

Le pedí a John Derrick que trajera un poco de brandy y le di una copa, alegrándome de tomar yo otra. De lo que había sucedido antes del fenómeno de aquella noche no le conté una sola palabra. Reflexionando sobre ello, estaba absolutamente seguro de que nunca antes había visto ese rostro, salvo en aquella ocasión en Piccadilly. Comparando la expresión que tenía al hacerme señas desde la puerta con la expresión en el momento en que levantó la vista para mirarme, mientras yo estaba de pie junto a la ventana, llegué a la conclusión de que en la primera ocasión había tratado de adherirse a mi recuerdo, y de que en la segunda había querido asegurarse de que lo recordaba inmediatamente.

Aquella noche no me resultó muy cómoda, aunque tenía la certidumbre, difícil de explicar, de que la aparición no regresaría. Cuando llegó la luz del día caí en un sueño profundo del que me despertó John Derrick, que vino junto a mi cama con un papel en la mano.

Por lo visto ese papel había sido motivo de un altercado en la puerta entre su portador y mi criado.

Se me citaba en él para que sirviera como jurado en la siguiente sesión del Tribunal Criminal Central, en el Old Bailey. Como John Derrick sabía bien, nunca antes me habían citado para ese jurado. Mi criado estaba convencido, aunque en este momento no estoy seguro de si tenía razón o no, de que los jurados que se elegían habitualmente tenían una calificación social inferior a la mía, y por eso se había negado en principio a aceptar la citación. El hombre que la llevaba se tomó el asunto con gran frialdad. Afirmó que mi asistencia o no le importaba en absoluto; la citación estaba allí y el atenderla o no era un riesgo mío, no suyo.

Durante uno o dos días dudé si debía responder a esa llamada o no hacerle caso. No era consciente de que se estuviera produciendo la menor atracción, influencia o desviación misteriosa. De eso estoy tan absolutamente seguro como de cualquier otra afirmación que haga aquí. Finalmente decidí que asistiría porque significaría una interrupción en la monotonía de mi vida.

El día designado fue una mañana fría del mes de noviembre. En Piccadilly había una niebla densa y oscura que se volvió claramente negra en los alrededores opresivos del Tribunal de Temple. Los pasillos y escaleras del Palacio de justicia me parecieron resplandecientemente iluminados con gas, y el propio tribunal estaba similarmente iluminado. Creo que hasta que fui conducido por los oficiales al tribunal antiguo y lo vi abarrotado de gente no sabía que ese día iba a juzgarse al asesino. Creo que hasta que me ayudaron a entrar en el tribunal antiguo con considerable dificultad, no sabía a cuál de los dos tribunales se me había citado. Pero no hay que toma esto como una afirmación rotunda, pues no esto; totalmente seguro de que fuera así.

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