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– Sí, a la señora Rainsferd, pero no estoy segura de haber dado con la dirección correcta.

La mujer sonrió.

– Ésta es la dirección correcta, pero mi madre no está. Ha salido a comprar, pero volverá en unos veinte minutos. Me llamo Ornella Harris, y vivo en la casa de al lado.

Estaba contemplando a la hija de Sarah Starzynski. La hija de Sarah Starzynski en persona.

Intenté mantener la calma y sonreír con educación.

– Me llamo Julia Jarmond.

– Encantada de conocerte. ¿En qué puedo ayudarte?

Me exprimí el cerebro para inventarme una excusa.

– Bueno, sólo quería ver a tu madre. Debería haber llamado, y todo eso, pero como pasaba por Roxbury, se me ocurrió acercarme por aquí y saludarla…

– ¿Eres amiga de mamá? -me preguntó.

– No exactamente. Hace poco conocí a un primo suyo, y me dijo que vivía aquí…

El rostro de Ornella se iluminó.

– Oh, seguro que es Lorenzo. ¿Le conociste en Europa?

– La verdad es que sí, en París.

Ornella soltó una risita. -Sí, es tremendo, el tío Lorenzo… Mamá le adora. No viene mucho a vernos, pero nos llama a menudo.

Levantó la barbilla hacia mí.

– Oye, ¿quieres pasar a tomar un té helado, o cualquier otra cosa? Aquí fuera hace un calor de mil demonios. Así haces tiempo mientras viene mamá. Oiremos el coche en cuanto llegue.

– No quisiera molestar…

– Mis hijos están fuera, navegando en el lago Lillinoah con su padre, así que no es ninguna molestia. ¡Vamos, estás en tu casa!

Salí del coche, cada vez más nerviosa, y seguí a Ornella por el patio de la casa de al lado, que era del mismo estilo que la residencia de los Rainsferd. El césped estaba sembrado de juguetes de plástico: Frisbees, Barbies decapitadas y piezas de Lego. Me senté a la sombra, y me pregunté si Sarah Starzynski se acercaba a menudo a ver jugar a sus nietos. Viviendo justo al lado, lo fácil es que viniera todos los días.

Ornella me dio un buen vaso de té helado que yo acepté agradecida. Bebimos en silencio.

– ¿Vives por aquí? -preguntó por fin.

– No, vivo en Francia, en París. Me casé con un francés.

– ¡Guau, París…! -exclamó-. Es una ciudad preciosa, ¿no?

– Sí, pero me alegro mucho de volver a casa. Mi hermana vive en Manhattan, y mis padres en Boston. He venido a pasar el verano con ellos.

Sonó el teléfono. Ornella fue a cogerlo. Murmuró unas pocas palabras y volvió al patio.

– Era Mildred -dijo.

– ¿Mildred? -pregunté, sin entender.

– La enfermera de mi padre.

La mujer con la que Charla había hablado por teléfono el día anterior. La que había mencionado al anciano postrado en la cama.

– ¿Tu padre está… mejor? -pregunté con timidez.

Negó con la cabeza.

– Por desgracia, no. El cáncer está muy avanzado. No saldrá de esta. Ya ni siquiera habla, está inconsciente.

– Lo siento mucho -le dije.

– Gracias a Dios que tengo el apoyo de mamá. Ella es quien me está ayudando a soportar esto, y no al revés. Es estupenda. Y Eric, mi marido, también. No sé qué haría sin ellos dos.

Asentí. Entonces oímos el ruido de las ruedas de un coche sobre la grava.

– Es mamá -dijo Ornella.

Oí cerrarse la puerta de un coche y el crujido de unos pasos sobre los guijarros. Luego escuché una voz por encima del seto, chillona y dulce:

– ¡Nella! ¡Nella!

Tenía un tono cantarín, extranjero.

– Ven, mamá.

El corazón me dio un vuelco. Tuve que llevarme la mano al esternón para controlarlo. Según seguía el bamboleo de las caderas cuadradas de Ornella, sentí que iba a desmayarme de los nervios y la emoción.

Iba a conocer a Sarah Starzynski. Iba a verla con mis propios ojos. Dios sabía lo que iba a decirle.

Aunque estaba justo a mi lado, oía la voz de Ornella como si estuviera a muchos metros de mí.

– Mamá, ésta es Julia Jarmond, una amiga del tío Lorenzo. Viene de París, y está de paso por Roxbury…

La mujer sonriente que se dirigía hacia mí llevaba un vestido rojo que le llegaba hasta los tobillos. Tenía cerca de sesenta años. Tenía la misma figura robusta que su hija: hombros redondos, muslos rellenitos y unos brazos gruesos. Tenía el pelo negro, con algunas canas, y lo llevaba recogido en un moño. Su piel estaba bronceada y sus ojos eran de color negro azabache.

Ojos negros.

No era Sarah Starzynski. Eso era evidente.

Así que eres amiga de Lorenzo? ¡Encantada de conocerte!

Su acento italiano era genuino, no cabía duda. Todo en aquella mujer era italiano.

Di un paso atrás, y empecé a tartamudear.

– Lo…, lo siento, lo siento mucho…

Ornella y su madre se quedaron mirándome. Sus sonrisas empezaron a difuminarse, hasta que desaparecieron.

– Creo que me he equivocado de señora Rainsferd.

– ¿Que te has equivocado de señora Rainsferd? -repitió Ornella.

– Estoy buscando a Sarah Rainsferd -dije-. He cometido un error.

La madre de Ornella suspiró y me dio unas palmaditas en el hombro.

– Por favor, no te preocupes. Esas cosas pasan.

– Me marcho -dije, con la cara como un tomate-. Siento haberles hecho perder el tiempo.

Me di la vuelta y me dirigí hacia el coche, temblando de frustración y de vergüenza.

– ¡Espera! -oí decir a la señora Rainsferd-. ¡Por favor, espera!

Me detuve. Me alcanzó, y me puso la mano regordeta en el hombro.

– Escucha, no te has equivocado. Fruncí el ceño.

– ¿Qué quiere decir?

– La chica francesa, Sarah, fue la primera esposa de mi marido.

Me quedé mirándola.

– ¿Sabe dónde está? -le pregunté.

Su mano regordeta volvió a darme una palmadita, y sus ojos negros se entristecieron.

– Querida, está muerta. Falleció en 1972. Siento mucho tener que decírtelo.

Tardé siglos en asimilar aquellas palabras. La cabeza me daba vueltas. Tal vez era por el calor, el sol me estaba dando de lleno.

– ¡Nella! ¡Trae un poco de agua!

La señora Rainsferd me cogió del brazo, me llevó de vuelta al porche, me sentó en un banco de madera con cojines y me ofreció agua. Bebí con los dientes castañeteando contra el borde de cristal, y después le devolví el vaso.

– Siento mucho haberte dado esa noticia, de veras.

– ¿Cómo murió? -pregunté, con la voz ronca.

– Fue un accidente de coche. Richard y ella ya vivían en Roxbury desde principios de los sesenta. El coche de Sarah patinó sobre una placa de hielo y se estrelló contra un árbol. Aquí en invierno las carreteras son muy peligrosas. Murió en el acto.

No fui capaz de hablar. Estaba completamente destrozada.

– Pobrecita, qué disgusto te he dado -me dijo, acariciándome la cara con un gesto muy maternal.

Respondí que no con un movimiento de cabeza y murmuré algo. Me sentía agotada, sin energía, como una cascara hueca. La idea de conducir de vuelta a Nueva York me daba ganas de gritar. Y después… ¿Qué iba a decirle a Edouard y a Gaspard? ¿Cómo iba a contarles que estaba muerta, así, sin más, y que ya no se podía hacer nada?

Estaba muerta. Muerta a los cuarenta años. Había desaparecido. Se había ido.

Sí, Sarah estaba muerta y ya nunca podría hablar con ella. No podría decirle que lo sentía, de parte de Edouard, ni contarle cuánto se había preocupado de ella la familia Tézac. Tampoco podría explicarle que Gaspard y Nicolas Dufaure la echaban de menos, que le mandaban su cariño. Era demasiado tarde. Había llegado treinta años tarde.

– Yo no llegué a conocerla en persona -me estaba diciendo la señora Rainsferd-. A Richard y a mí nos presentaron dos años después. Era un hombre triste. Y el chico…

Levanté la cabeza y le presté toda mi atención.

– ¿El chico?

– Sí, William. ¿Conoces a William?

– ¿El hijo de Sarah?

– Sí, el hijo de Sarah.

– Mi hermanastro -añadió Ornella.

Volví a recobrar la esperanza.

– No, no lo conozco. Hábleme de él.

50
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