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Oí cómo abría la nevera en la cocina, y luego el crujido de un papel de aluminio. Volvió al salón con un muslo de pollo en la mano y el papel de aluminio en la otra.

– Sólo una cosa más, Julia.

– ¿Sí?

– Cuando te he dicho que no puedo soportar la idea de tener este hijo, lo decía en serio. Tú ya te has decidido, y me parece bien. Ahora me toca decidirme a mí. Necesito tiempo para mí mismo. Zoë y tú os vais a mudar a la calle Saintonge después del verano, así que yo buscaré un sitio donde vivir, cerca de allí. Después veremos cómo evolucionan las cosas. Tal vez para entonces habré aceptado este embarazo. Si no, nos divorciaremos.

No fue ninguna sorpresa, llevaba tiempo esperándomelo. Me levanté, me coloqué el vestido y le dije con calma:

– Lo único que importa es Zoë. Pase lo que pase, tendremos que hablar con ella, los dos. Quiero que esté preparada. Tenemos que hacer las cosas bien.

Bertrand puso el muslo de pollo sobre el papel de aluminio.

– ¿Por qué eres tan dura, Julia? -me dijo. No había sarcasmo en su voz, sólo amargura-. Hablas igual que tu hermana.

No le contesté. Me fui a la habitación, entré en el baño y abrí el grifo. Entonces me di cuenta de algo: había tomado una decisión. Había preferido el bebé antes que a Bertrand. No me habían ablandado sus puntos de vista ni sus temores, no me había asustado su amenaza de mudarse un par de meses, o de forma indefinida. Bertrand no podía desaparecer. Era el padre de mi hija y de la criatura que llevaba dentro, así que nunca podría marcharse del todo de nuestras vidas.

Pero mientras me miraba en el espejo y el vapor que invadía el baño poco a poco borraba mi reflejo con su bruma, me di cuenta de que todo había cambiado de forma drástica. ¿Seguía queriendo a Bertrand? ¿Seguía necesitándolo? ¿Cómo podía ser que quisiera al bebé y no a mi marido?

Quise llorar, pero no me salieron las lágrimas.

Aún seguía en el baño cuando él entró. Llevaba en la mano el cartapacio rojo de «Sarah» que había dejado en el bolso.

– ¿Qué es esto? -inquirió, blandiendo la carpeta.

Asustada, hice un movimiento brusco que hizo que el agua rebosara por un lado de la bañera. Bertrand, sonrojado y confuso, se sentó en la taza. En cualquier otro momento me habría reído de aquella postura tan ridícula.

– Déjame explicarte -empecé.

Levantó la mano.

– No puedes evitarlo, ¿verdad? No puedes dejar en paz el pasado.

Recorrió los documentos con los ojos, hojeó las cartas de Jules Dufaure a André Tézac y examinó las fotos de Sarah.

– ¿Qué es todo esto? ¿Quién te lo ha dado?

– Tu padre -respondí con serenidad.

Se quedó mirándome.

– ¿Qué tiene que ver mi padre con esto?

Salí de la bañera, cogí una toalla y me puse de espaldas a él para secarme. Por alguna razón no quería que me viera desnuda.

– Es una larga historia, Bertrand.

– ¿Por qué has tenido que remover todo esto? ¡Esas cosas pasaron hace sesenta años! ¡Todo está muerto y enterrado!

Me di la vuelta para mirarle a la cara.

– No, no lo está. Hace sesenta años le ocurrió a tu familia algo que tú no sabes. Tampoco lo saben tus hermanas, ni siquiera Mamé.

Estaba tan atónito que se quedó boquiabierto.

– ¿Qué pasó? ¡Dímelo! -me exigió.

Le arrebaté la carpeta y la sujeté contra mi pecho.

– Dime qué buscabas en mi bolso.

Parecíamos dos críos peleándose en el recreo. Bertrand puso los ojos en blanco y dijo:

– He visto la carpeta y quería saber qué era. Eso es todo.

– Suelo llevar carpetas en el bolso. Hasta ahora nunca les habías prestado atención.

– Ésa no es la cuestión. Quiero saber de qué va todo esto. Dímelo ahora mismo.

Negué con la cabeza.

– Llama a tu padre, Bertrand. Dile que has encontrado la carpeta y pregúntale a él.

– No confías en mí, ¿es eso?

Tenía las mejillas caídas. De pronto sentí lástima por él. Parecía dolido, escéptico.

– Tu padre me pidió que no te lo contara -repuse en tono más suave.

Bertrand se levantó trabajosamente de la taza y se estiró para alcanzar el pomo de la puerta. Se le veía abatido, derrotado.

Retrocedió un paso y me acarició la mejilla. El tacto de sus dedos era cálido.

– ¿Qué nos ha pasado, Julia?

Después salió del cuarto de baño.

Las lágrimas inundaron mis ojos, y dejé que corrieran por mi cara. Él me oyó llorar, pero no volvió.

Durante el verano de 2002, sabiendo que Sarah Starzynski había viajado de París a Nueva York cincuenta años atrás, sentí el impulso de volver a cruzar el Atlántico igual que un trozo de hierro se siente atraído por un poderoso imán. No veía el momento de marcharme de la ciudad, ver a Zoë y buscar a Richard J. Rainsferd. Estaba impaciente por subir a aquel avión.

Me preguntaba si Bertrand habría llamado a su padre para averiguar qué había ocurrido en el apartamento de la calle Saintonge todos esos años atrás. Él no decía nada, y seguía mostrándose cordial, aunque distante. Me daba la sensación de que estaba impaciente por que me fuera. ¿Para qué, para reflexionar a solas o para ver a Amélie? No lo sabía, y me daba igual. Me dije a mí misma que no me importaba.

Un par de horas antes de salir para Nueva York, llamó mi suegro para despedirse. No mencionó que hubiera hablado con Bertrand, y yo tampoco le pregunté.

– ¿Por qué dejó Sarah de escribir a los Dufaure? -preguntó Edouard-. ¿Qué crees que ocurrió, Julia?

– No lo sé, Edouard, pero voy a hacer cuanto esté en mi mano para averiguarlo.

Esas mismas cuestiones me atormentaban día y noche. Horas después, cuando ya estaba a bordo del avión, seguía formulándome la misma pregunta.

¿Seguiría viva Sarah Starzynski?

Mi hermana tenía un cabello castaño y lustroso, hoyuelos, unos preciosos ojos azules. Era de constitución fuerte y atlética, como la de nuestra madre. Les soeurs Jarmond *, más altas que las mujeres de la familia Tézac con sus sonrisas blancas, relucientes, perplejas, y una punzada de envidia. ¿Por qué las americanas sois tan altas? ¿Es por algo que hay en la comida? ¿Os dan vitaminas, hormonas? Charla era incluso más alta que yo, y sus dos embarazos no habían redondeado en absoluto su silueta esbelta y afilada.

En cuanto me vio en el aeropuerto, Charla supo por mi gesto que andaba cavilando algo, y que ese algo no guardaba relación alguna ni con el bebé al que había decidido tener ni con mis desavenencias matrimoniales. Mientras nos dirigíamos en coche al centro de la ciudad, su teléfono no dejó de sonar: su secretaria, su jefe, sus clientes, sus hijos, la canguro, Ben, su ex marido de Long Island, Barry, su actual marido, que estaba de viaje de negocios en Atlanta… Parecía que las llamadas no se acababan nunca, pero estaba tan contenta de verla que no me importaba. Sólo estar a su lado, rozándome con sus hombros, me hacía feliz.

Una vez a solas en su angosto brownstone en el 81 de East Street, en su inmaculada cocina de muebles cromados, cuando mi hermana sirvió una copa de vino blanco para ella y un zumo de manzana para mí, en atención a mi embarazo, le conté toda la historia con pelos y señales. Charla no sabía gran cosa sobre Francia, y apenas hablaba francés; la única lengua que dominaba, aparte del inglés, era el castellano. La Francia ocupada le decía poco. Se quedó sentada en silencio, mientras yo le hablaba de la gran redada, los campos de internamiento, los trenes a Polonia. París en julio de 1942. El apartamento de la calle Saintonge. Sarah. Su hermano Michel.

Observé cómo su bello rostro empalidecía de horror. La copa de vino blanco se quedó intacta. No hacía más que apretarse la boca con los dedos y menear la cabeza. Seguí con la historia hasta el final, hasta la última tarjeta de Sarah, fechada en 1955 y remitida desde Nueva York.

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* Las hermanas Jarmond. [N. del T.]

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* Casa adosada de arenisca rojiza. [N. del T.]

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