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Para su sorpresa, la concierge ya estaba despierta y asomada detrás de su puerta. La chica advirtió en su rostro una curiosa expresión de regocijo. ¿A santo de qué viene ese gesto?, pensó la chica. ¿Por qué no las miraba ni a su madre ni a ella, sino sólo a los hombres, como si no quisiera verlas, como si nunca las hubiera visto? Y eso que su madre siempre había sido amable con la concierge. De vez en cuando cuidaba a su bebé, la pequeña Suzanne, que siempre andaba llorando por culpa de los cólicos. Su madre tenía mucha paciencia y le cantaba a Suzanne en su lengua materna todo el rato. A la criatura le encantaba y por fin se dormía.

– ¿Sabe dónde están el padre y el hijo? -preguntó el policía, entregándole las llaves del apartamento.

La concierge se encogió de hombros. Seguía sin mirar a la chica ni a la madre. Se guardó las llaves en el bolsillo con un movimiento rápido y codicioso que a la chica no le gustó.

– No -contestó al policía-. No he visto mucho al marido últimamente. Tal vez ha huido a esconderse y se ha llevado al chico. Pueden buscar en las bodegas, o en las habitaciones de servicio que hay en el piso de arriba. Si quieren se las enseño.

Dentro del tabuco, el bebé empezó a quejarse. La concierge volvió la cabeza y miró por encima del hombro.

– No tenemos tiempo -dijo el hombre del gabán-. Hemos de seguir. Si hace falta, volveremos más tarde.

La concierge cogió al bebé, que estaba llorando, y lo abrazó contra su pecho. Dijo que sabía que había otras familias en el edificio de al lado. Pronunció sus nombres con cara de asco; la chica pensó que lo hacía como si estuviera soltando palabrotas, esas expresiones malsonantes que se supone que no deben decirse en voz alta.

Al fin, Bertrand se guardó el teléfono en el bolsillo y me prestó atención. Me dedicó una de sus irresistibles sonrisas. ¿Por qué tendré un marido tan atractivo?, me pregunté por enésima vez. La primera vez que lo vi, hacía tantos años, esquiando en Courchevel, en los Alpes franceses, tenía un tipo esbelto, adolescente. Ahora, con cuarenta y siete, más robusto, más fuerte, exudaba masculinidad y esa clase tan francesa. Era como el buen vino: envejecía con poder y con gracia, mientras que yo me sentía como si hubiera extraviado mi juventud en algún lugar entre el río Charles y el Sena, y era evidente que no estaba floreciendo en la madurez. Si bien las canas y las arrugas parecían resaltar la belleza de Bertrand, estaba convencida de que mermaban la mía.

– ¿Y bien? -dijo, abarcándome el culo con una mano indiferente y posesiva, sin importarle que su socio y nuestra hija nos estuvieran mirando-. ¿Qué, a que es genial?

– Sí, genial -retrucó Zoë-. Antoine acaba de decirnos que hay que reformarlo todo. Lo que significa que probablemente tardaremos otro año en mudarnos.

Bertrand se rió. Era una risa asombrosamente contagiosa, un híbrido entre el sonido de una hiena y el de un saxofón. Ése era el problema con mi marido: su encanto embriagador. Y a él le encantaba ponerlo a máxima potencia. Me pregunté de quién lo habría heredado. ¿De sus padres, Colette y Edouard? Eran extremadamente inteligentes, refinados y eruditos, pero no encantadores. ¿De sus hermanas, Cécile y Laure? Bien educadas, brillantes, de modales exquisitos, pero sólo se reían cuando creían que tenían que hacerlo. Supongo que debía de haberlo heredado de Mamé, la rebelde y batalladora Mamé.

– Antoine es un pesimista -se rió Bertrand-. Nos instalaremos aquí muy pronto. Va a ser mucho trabajo, pero recurriremos a los mejores profesionales.

Lo seguimos por el largo pasillo, haciendo crujir la tarima bajo nuestros pies, y visitamos las habitaciones que daban a la calle.

– Esta pared tiene que desaparecer -dijo Bertrand, señalándola, y Antoine asintió-. Debemos arrimar la cocina. De lo contrario, aquí, miss Jarmond dirá que no lo encuentra «práctico». Pronunció esta palabra en inglés, mientras me hacía guiño de picardía y dibujaba unas comillas en el aire. -Es un apartamento bastante amplio -comentó Antoine-. Más bien enorme.

– Oh, sí, pero en los viejos tiempos era bastante más pequeño, muy humilde -informó Bertrand-. Fue una época muy dura para mis abuelos. Mi abuelo no consiguió amasar dinero hasta los sesenta, y entonces compró el apartamento del otro lado del descansillo y los unió.

– Así que, ¿cuando el abuelo era niño vivía en esta parte tan pequeña? -preguntó Zoë.

– Así es -respondió Bertrand-. En esta parte de aquí. Ésta era la habitación de sus padres, y él dormía en esta otra. Era mucho más pequeña.

Antoine golpeó en las paredes, pensativo.

– Sí, ya sé lo que estás cavilando -dijo Bertrand, sonriente-. Quieres unir estas dos habitaciones, ¿verdad?

– ¡Exacto! -admitió Antoine.

– No es mala idea, pero va a dar mucho trabajo. Aquí hay un trozo de pared bastante peliagudo. Te lo enseñaré después. Tiene un revestimiento de madera muy grueso, y conducciones por todas partes. No es tan fácil como parece.

Miré el reloj. Las dos y media.

– Me voy a ir -anuncié-. Tengo una reunión con Joshua.

– ¿Y qué hacemos con Zoë? -preguntó Bertrand.

Zoë puso los ojos en blanco.

– Puedo coger un autobús de vuelta a Montparnasse.

– ¿Y el colegio, qué?

Otra vez los ojos en blanco.

– Papá, hoy es miércoles. No hay colegio los miércoles por la tarde, ¿recuerdas?

Bertrand se rascó la cabeza.

– En mis tiempos era…

– Era los jueves, no había clase los jueves -salmodió Zoë.

– El ridículo sistema educativo francés -suspiré-. Y, para colmo, hay clase los sábados por la mañana.

Antoine coincidía conmigo. Sus hijos iban a un colegio privado donde no había clase los sábados por la mañana, pero Bertrand, como sus padres, era acérrimo partidario de la escuela pública francesa. Yo quería llevar a Zoë a un centro bilingüe, ya que había varios en París, pero el clan Tézac no lo habría permitido. Zoë era francesa, nacida en Francia. Tenía que estudiar en una escuela francesa. En aquel momento iba al lycée Montaigne, cerca del Jardín de Luxemburgo. A los Tézac se les olvidaba que Zoë tenía una madre americana. Por suerte, el inglés de Zoë era perfecto. Nunca había hablado otro idioma con ella, y además viajaba con cierta frecuencia a Boston para visitar a mis padres, y pasaba la mayoría de los veranos en Long Island con mi hermana Charla y su familia.

Bertrand se volvió hacia mí. Tenía ese destello en los ojos que me ponía en alerta, el que anunciaba que iba a decir algo muy gracioso, o muy cruel, o ambas cosas a la vez. Era obvio que también Antoine sabía lo que significaba, a juzgar por la docilidad y atención con que se dedicó a estudiar las borlas de sus mocasines de charol.

– Oh, sí, claro, ya sabemos lo que miss Jarmond piensa sobre nuestras escuelas, nuestros hospitales, nuestras huelgas interminables, nuestras larguísimas vacaciones, nuestra fontanería, nuestro servicio postal, nuestra televisión, nuestros políticos, nuestras aceras llenas de cagadas de perro -dijo Bertrand, luciendo su perfecta dentadura-. Lo hemos oído tantas, tantas veces, ¿verdad? Me gusta estar en América, todo está limpio en América, ¡todo el mundo recoge la mierda de su perro en América *!

– ¡Papá, basta! ¡Eres un grosero! -dijo Zoë, agarrándome de la mano.

Fuera, la chica vio a un vecino en pijama que se asomaba a la ventana. Era un hombre muy simpático, profesor de música. Tocaba el violín, y a ella le gustaba escucharle. A menudo tocaba para ella y su hermano desde el otro lado del patio. Interpretaba viejas canciones francesas como Sur le pont d'Avignon y À la claire fontaine, y también piezas del país de sus padres, que hacían a éstos bailar alegremente. Las zapatillas de su madre se deslizaban por el entarimado mientras su padre la hacía girar una y otra vez hasta que todos acababan mareados.

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* Escuela secundaría pública francesa que prepara a los estudiantes para la universidad. [N. del T.]

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* Parodia de la canción America del musical West Side Story. [N. del T.]

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