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Me pregunté si alguien se habría fijado alguna vez en ella.

– Interesante… -musitó Bamber-. ¿Por qué tantos niños y mujeres, y tan pocos hombres?

– Circulaban rumores de que se iba a producir una gran redada -le expliqué-. Ya había habido un par de ellas antes, sobre todo en agosto del 41, pero hasta ese momento sólo habían arrestado a los hombres, y no habían sido tan masivas ni se habían planeado con tanto detalle como ésta. Por eso, esa detención fue una infamia de tal calibre. La mayoría de los hombres estaban escondidos la noche del 16 de julio, creían que las mujeres y los niños se hallaban a salvo. Pero se equivocaron.

– ¿Cuánto tiempo estuvieron planeándolo?

– Meses -respondí-. El gobierno francés trabajó en ello a conciencia desde abril del 42, redactando las listas de todos los judíos que serían arrestados. Encargaron la tarea a unos seis mil policías parisinos. Al principio la fecha elegida fue el 14 de julio, pero como era la fête nacional la aplazaron unos días.

Caminamos hacia la estación de metro. Era una calle deprimente. Deprimente y lúgubre.

– Y luego, ¿qué pasó? -inquirió Bamber-. ¿Adónde se llevaron a todas esas familias?

– Las tuvieron encerradas en el Vel' d'Hiv' un par de días. Al final dejaron entrar a un grupo de médicos y enfermeras. Todas sus descripciones coinciden en el caos y la desesperación que reinaban allí. Luego se llevaron a las familias a la estación de Austerlitz, y de ahí a los campos de los alrededores de París. Después, los enviaron directos a Polonia.

Bamber enarcó una ceja.

– ¿Campos? ¿Quieres decir que había campos de concentración en Francia?

– Sí. Esos campos eran la antesala francesa de Auschwitz. Estaba Drancy, el más cercano a París, y también Pithiviers y Beaune-la-Rolande.

– Me pregunto qué aspecto tendrán hoy esos lugares -dijo Bamber-. Deberíamos acercarnos a averiguarlo.

– Lo haremos -le aseguré.

Paramos en la esquina de la calle Nélaton a tomar un café. Miré el reloj. Había prometido ir a ver a Mamé, pero sabía que ya no me daba tiempo. Mañana iría. Visitarla nunca había sido una molestia para mí: ella era la abuela que nunca llegué a tener, pues mis dos abuelas habían muerto cuando yo era muy pequeña. Tan sólo habría deseado que Bertrand la tratara un poco mejor, teniendo en cuenta que ella le adoraba.

Bamber me trajo de vuelta al Vel' d'Hiv'.

– Me alegro de no ser francés -dijo.

Entonces se dio cuenta.

– ¡Vaya, lo siento! Tú lo eres ahora, ¿no?

– Sí -le respondí-, por matrimonio. Tengo doble nacionalidad.

– No quería decir eso -se disculpó carraspeando. Parecía avergonzado.

– No te preocupes -le dije sonriendo-. Después de todos estos años mi familia política me sigue llamando «la americana».

Bamber puso una mueca.

– ¿Te molesta?

Me encogí de hombros.

– A veces. He pasado más de la mitad de mi vida en este país. Me siento de aquí.

– ¿Cuánto tiempo llevas casada?

– Pronto hará dieciséis años, aunque llevo viviendo en Francia veinticinco.

– ¿Y tu boda fue como esas bodas pijas francesas?

Me reí.

– No, fue bastante sencilla. La celebramos en Borgoña. Mi familia política tiene una casa allí, cerca de Sens.

Recordé fugazmente aquel día. No hubo demasiada conversación entre Sean y Heather Jarmond, por una parte, y Edouard y Colette Tézac, por la otra. Parecía como si toda la parte francesa de la familia hubiera olvidado su inglés, pero yo era tan feliz que me daba igual: el sol lucía espléndido, la capilla campestre era apacible, e incluso mi suegra había dado su aprobación a mi sencillo vestido de color marfil. Bertrand estaba deslumbrante con su chaqué gris. El banquete en casa de los Tézac fue magnífico: champán, velas y pétalos de rosas. Charla pronunció un discurso muy divertido con su horrible francés que sólo me hizo reír a mí, mientras Laure y Cécile sonreían con afectación. Mi madre, que llevaba un vestido magenta pálido, me susurró al oído: «Espero que seas muy feliz, cariño». Mi padre bailó un vals con Colette, tiesa como una escoba.

Todo eso parecía tan lejano…

– ¿Echas de menos América? -me preguntó Bamber.

– No. Echo de menos a mi hermana, pero no añoro Estados Unidos.

Un joven camarero vino a traernos los cafés. Dirigió una mirada al pelo zanahoria de Bamber y sonrió. A continuación vio el impresionante despliegue de cámaras y lentes.

– ¿Sois turistas? -preguntó-. ¿Estáis sacando fotos de París?

– No somos turistas. Estamos sacando fotos de lo que queda del Vel' d'Hiv' -respondió Bamber en francés, con su pausado acento británico.

El camarero parecía asombrado.

– Nadie pregunta mucho por el Vel' d'Hiv' -dijo-. Por la Torre Eiffel sí, pero no por el Vel' d'Hiv'.

– Somos periodistas -le aclaré-. Trabajamos para una revista americana.

– A veces vienen familias judías -dijo el camarero haciendo memoria-. Sí, después de los discursos de aniversario que pronuncian junto a la placa conmemorativa que hay junto al río.

Se me ocurrió una idea.

– ¿No conocerás a alguien, algún vecino de esta calle, que sepa algo de la redada y que esté dispuesto a hablar con nosotros? -le pregunté.

Habíamos hablado ya con varios supervivientes, la mayoría de los cuales habían escrito libros sobre su experiencia, pero nos hacían falta testigos, parisinos que hubieran visto todo lo que ocurrió.

En aquel momento me sentí estúpida. Al fin y al cabo, el camarero apenas tendría veinte años. Probablemente, en el 42 su padre todavía ni siquiera habría nacido.

– Pues sí, conozco a alguien -contestó, para mi sorpresa-. Si volvéis por esta calle veréis una tienda donde venden periódicos a la izquierda. El encargado, Xavier, os podrá contar. Su madre sabe muchas cosas, porque lleva viviendo allí toda la vida.

Le dejamos una buena propina.

Habían recorrido un largo y polvoriento camino desde la pequeña estación, atravesando una población donde la gente también se les quedaba mirando y les apuntaba con el dedo. A la chica le dolían los pies. ¿Adónde iban ahora? ¿Qué les iba a pasar? ¿Estaban lejos de París? El viaje en tren había sido breve, apenas un par de horas. Como siempre, ella seguía pensando en su hermano. A cada kilómetro que se alejaban su corazón se hundía más y más. ¿Cómo iba a volver a casa? Le enfermaba la idea de que su hermano creyera que se había olvidado de él. Sí, seguro que era lo que estaba pensando, encerrado en el armario: que ella le había abandonado, que no le importaba, que ya no le quería. No tenía agua ni luz, y estaba asustado. Ella le había decepcionado.

¿Dónde estaban? Cuando los sacaron a empujones no le dio tiempo a mirar el nombre de la estación, pero sí se había fijado en las cosas que llaman la atención a una chica de ciudad: la vegetación exuberante, las praderas verdes y llanas, los campos dorados. El embriagador perfume de la brisa fresca y del verano. El zumbido de los abejorros. Los pájaros en el cielo. Las nubes blancas y algodonosas. Después del hedor y el calor de los últimos días, aquello era como estar en la gloria. Tal vez no iba a ser tan horrible, después de todo.

Siguiendo los pasos de sus padres, atravesó una alambrada de púas. A cada lado de la puerta había apostados guardias armados que vigilaban con mirada severa. Y entonces vio las hileras de oscuros barracones, y el aspecto siniestro del lugar hizo que se le cayera el alma a los pies. Se acurrucó contra su madre mientras los policías empezaban a ladrar órdenes. Las mujeres y los niños debían dirigirse a los cobertizos de la derecha, y los hombres a los de la izquierda. Impotente y agarrada a su madre, la chica vio cómo empujaban a su padre junto con un grupo de hombres. Le daba miedo no tenerlo a su lado, pero no podía hacer nada: las armas la tenían petrificada. Su madre no se movía; tenía los ojos apagados, muertos, y una palidez enfermiza en el rostro.

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