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Recordó el primer día en que tuvo que llevar la estrella al colegio, el momento en que entró en clase y todas las miradas se volvieron hacia ella. Llevaba sobre el pecho una estrella amarilla del tamaño de la mano de su padre. Y entonces vio que había más chicas en la clase con la estrella. Armelle llevaba una, y eso la hizo sentir un poco mejor. En el recreo, todas las niñas que llevaban la estrella formaron una piña. Los demás alumnos, que hasta entonces habían sido sus amigos, las señalaban con el dedo. Mademoiselle Dixsaut se había encargado de explicar que aquello no cambiaba nada: iban a tratar a todos los alumnos igual que antes, con o sin estrella.

Pero la charla de mademoiselle Dixsaut no sirvió de mucho. Desde aquel día, la mayoría de las niñas dejaron de hablar a quienes llevaban estrellas. O peor aún, los miraban con desprecio. No podía soportar el desprecio. Aquel chico, Daniel, les había dicho a ella y a Armelle en la calle, delante del colegio, con una mueca de crueldad: «Si vuestros padres son cochinos judíos, vosotras sois cochinas judías». ¿Por qué cochinas? ¿Por qué era sucio ser judío? Aquello la hizo sentirse avergonzada y triste, y le dieron ganas de llorar. Armelle no dijo nada y se limitó a morderse el labio hasta que empezó a sangrarle. Fue la primera vez que había visto a Armelle parecer asustada.

La chica quería arrancarse la estrella, y les dijo a sus padres que se negaba a volver al colegio con ella. Pero su madre le dijo que no, que debía estar orgullosa de ella. A su hermano le dio una pataleta porque él también quería su estrella. La madre le explicó con paciencia que no tenía seis años, y que tendría que esperar un par de años más. El niño se pasó toda la tarde llorando.

Pensó en su hermano, escondido en la oscuridad de aquel profundo armario. Quería estrechar su cálido cuerpecito entre sus brazos, darle besos en aquella cabecita poblada de rizos dorados y en el cuello regordete. Aferró la llave en el bolsillo con todas sus fuerzas.

– No me importa lo que digan -susurró-. Encontraré la manera de volver y salvarle. La encontraré.

Después de cenar, Hervé nos ofreció limoncello, un licor helado italiano de limón de un color amarillo precioso. Guillaume sorbía el suyo con lentitud. No había hablado mucho durante la cena. Parecía apagado. No me atreví a sacar el tema del Vel' d'Hiv' otra vez, pero fue él quien se dirigió a mí, mientras los otros dos escuchaban.

– Mi abuela ya es muy mayor -comenzó-. No querrá volver a hablar sobre ello. Pero me contó todo lo que necesito saber sobre lo que sucedió aquel día. Creo que lo peor para ella fue tener que seguir viviendo sin ellos, tener que salir adelante sin su familia.

No se me ocurría qué decir. Los chicos estaban callados.

– Después de la guerra, mi abuela iba todos los días al hotel Lutétia, en el bulevar Raspail -prosiguió Guillaume-. Allí era donde había que ir para averiguar si alguien había vuelto de los campos. Había listas y organizaciones. Ella iba todos los días, y esperaba. Pero al cabo de un tiempo dejó de ir. Al oír hablar de los campos, empezó a asimilar que todos habían muerto y que ninguno iba a volver. Al principio nadie sabía nada, pero después, cuando los supervivientes que regresaban empezaron a contar sus testimonios, todo el mundo lo supo.

De nuevo, un silencio.

– ¿Sabéis qué es lo que más me choca del Vel' d'Hiv'? -inquirió Guillaume-. Su nombre en clave.

Yo sabía la respuesta gracias a que había leído a conciencia sobre el asunto.

– Operación Viento Primaveral -murmuré.

– Es un nombre muy dulce para algo tan horrible, ¿no crees? -inquirió él-. La Gestapo pidió a la policía francesa que le «entregara» a cierto número de judíos de entre dieciséis y cincuenta años. La policía puso tanto empeño en deportar al mayor número de judíos posible que decidió llevar las órdenes aún más lejos, de modo que arrestaron a un montón de niños, aunque habían nacido en Francia. Arrestaron a niños franceses.

– ¿ La Gestapo no le había pedido esos niños? -pregunté.

– No -contestó-. En principio, no. Deportar niños habría revelado la verdad. Habría sido demasiado obvio que no estaban enviando a todos aquellos judíos a campos de trabajo, sino a la muerte.

– Entonces, ¿por qué arrestaron a los niños? -inquirí.

Guillaume dio un sorbo a su limoncello.

– Seguramente, la policía pensó que los hijos de los judíos, aunque hubieran nacido en Francia, eran judíos al fin y al cabo. Al final, Francia envió a cerca de ochenta mil judíos a los campos de exterminio. Sólo unos dos mil lograron volver, y entre ellos, casi ningún niño.

De camino a casa no era capaz de quitarme de la cabeza la mirada triste de Guillaume. Se había ofrecido a enseñarme fotos de su abuela y de su familia, y yo le había dado mi número de teléfono. Me prometió que me llamaría pronto.

Cuando llegué a casa, Bertrand estaba viendo la tele, tumbado en el sofá con la cabeza apoyada en un brazo.

– Bueno -saludó sin apartar apenas los ojos de la pantalla-, ¿cómo están los chicos? ¿Mantienen sus estándares habituales de sofisticación?

Dejé caer las sandalias, me senté en el sofá a su lado y me quedé observando su perfil elegante y delicado.

– Ha sido una cena perfecta. Habían invitado a un hombre interesante: Guillaume.

– Ajá -dijo Bertrand mirándome, divertido-. ¿Era gay?

– No, no lo creo. De todas formas, no me habría dado cuenta.

– ¿Y qué tenía de interesante ese tal Guillaume?

– Nos ha estado hablando de su abuela, que se libró de la redada del Vel' d'Hiv' en 1942.

– Mmm… -respondió mientras cambiaba de canal con el mando a distancia.

– Bertrand -dije-, cuando ibas al colegio, ¿te enseñaron algo sobre el Vel' d'Hiv'?

– Ni idea, chérie.

– Es que estoy trabajando en ello, para la revista. Se acerca el sexagésimo aniversario.

Bertrand me cogió un pie y empezó a masajearlo con sus dedos firmes y cálidos.

– ¿Tú crees que a los lectores les va a interesar el Vel' d'Hiv'? -me preguntó-. Es agua pasada. No es algo sobre lo que la gente quiera leer.

– ¿Porque los franceses están avergonzados, quieres decir? -le contesté-. ¿Así que deberíamos enterrarlo y olvidarlo, como hicieron ellos?

Apartó mi pie de su rodilla y en sus ojos apareció aquel destello. Me preparé.

– Querida, querida -repuso con una sonrisa malévola-, otra ocasión más para demostrar a tus compatriotas lo malvados que fuimos los franchutes, que colaboramos con los nazis enviando a aquellas inocentes familias a la muerte… ¡La pequeña miss Nahant desvela la verdad! ¿Qué vas a hacer, amour, restregárnoslo por las narices? A nadie le importa ya; nadie se acuerda. Escribe sobre otra cosa: algo divertido, algo bonito. Tú sabes hacerlo. Dile a Joshua que lo del Vel' d'Hiv' es un error. Nadie va a leerlo. La gente bostezará y pasará a la siguiente columna.

Me levanté, exasperada.

– Creo que te equivocas -le dije-. Me parece que la gente no conoce el tema lo suficiente. Ni siquiera Christophe sabe mucho sobre ello, y eso que es francés.

Bertrand resopló.

– ¡Pero es que Christophe apenas sabe leer! Las únicas palabras que entiende son «Gucci» y «Prada».

Salí del salón sin decir nada y fui a prepararme un baño. ¿Por qué no le había dicho que se fuera al infierno? ¿Por qué le aguantaba esas cosas una y otra vez? Porque estás loca por él, ¿verdad? Estás loca por él desde que le conociste, a pesar de que es un dictador, un grosero y un egoísta. Es listo, es guapo, puede ser divertido y además es un amante excelente, ¿verdad? Recuerdos de noches sensuales que nunca acababan, de besos y caricias, de sábanas arrugadas, de su hermoso cuerpo, de su boca cálida y su sonrisa traviesa. Bertrand: tan encantador, tan irresistible, tan difícil. Por eso le consientes su actitud. ¿A que sí? Pero ¿hasta cuándo vas a aguantar? Recordé una conversación reciente con Isabelle. Julia, ¿no estarás aguantándole todo eso a Bertrand porque te da miedo perderlo? Estábamos sentadas en un pequeño café junto a la Salle Pleyel, mientras nuestras hijas hacían ballet. Isabelle había encendido su enésimo cigarrillo y me miró directa a los ojos. «No -le dije-. Le quiero. Le quiero de verdad. Me encanta cómo es». Ella silbó, impresionada, aunque irónica. «Vaya, qué suerte tiene -respondió-, pero, por el amor de Dios, cuando se pase contigo, díselo. Tú sólo díselo».

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