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Echaba de menos a Armelle. Ojalá pudiera estar allí ahora, para agarrarle la mano y decirle que no tuviera miedo. Añoraba sus pecas, sus ojos verdes y maliciosos y su sonrisa insolente. Piensa en las cosas que amas, en las cosas que te hacen feliz.

El verano anterior, o tal vez dos veranos atrás, no se acordaba muy bien, su padre los había llevado a pasar unos días al campo, junto al río. No recordaba el nombre del río, pero sí la sensación tan suave y agradable del agua en su piel. Su padre intentó enseñarle a nadar. Al cabo de unos días consiguió manotear con un torpe estilo perruno que hizo reír a todos. En la orilla, su hermano estaba emocionado, loco de contento. Era muy pequeño todavía, aún estaba empezando a andar. La chica se pasaba el día corriendo tras él, mientras su hermano se resbalaba por el barro de la orilla entre alegres chillidos. A mamá y papá se les veía relajados, jóvenes y enamorados, y su madre apoyaba la cabeza en el hombro de su padre. Pensó en aquel hotelito junto al río donde disfrutaban de comidas sencillas y apetitosas a la sombra de un cenador, y se acordó de cuando la patronne le pidió que la ayudara detrás del mostrador y estuvo sirviendo café. Se sentía muy mayor, y muy orgullosa, hasta que se le cayó un café en los pies de alguien; pero la patronne no le había dado importancia.

La chica levantó la cabeza y vio a su madre hablando con Eva, una mujer joven que vivía cerca de ellos. Eva tenía cuatro niños pequeños, una panda de críos ruidosos que a la chica no le caían demasiado bien. El rostro de Eva parecía demacrado y envejecido, como el de su madre. ¿Cómo podían parecer tan mayores de la noche a la mañana?, se preguntó. Eva también era polaca y su francés, al igual que el de su madre, no era muy bueno. Igual que sus padres, Eva tenía familia en Polonia: sus padres, sus tías y sus tíos. La chica recordaba aquel fatídico día (¿cuándo fue?; no hacía mucho) en que Eva recibió una carta de Polonia. Apareció en el apartamento con la cara bañada en lágrimas y se desplomó en los brazos de su madre. Esta trató de consolarla, pero la chica sospechaba que ella también estaba conmocionada. Nadie quiso decirle qué había pasado exactamente, pero ella se enteró prestando atención a cada palabra en yiddish que lograba descifrar de entre los sollozos. Era algo espantoso: en Polonia habían asesinado a familias enteras y habían quemado sus casas; sólo quedaban ruinas y cenizas. La chica le preguntó a su padre si sus abuelos maternos, de los que tenían una fotografía en blanco y negro sobre la chimenea de mármol del salón, estaban a salvo. Él respondió que lo ignoraba. Habían recibido noticias muy malas de Polonia, pero no quiso explicarle en qué consistían.

Mientras miraba a Eva y a su madre, la chica se preguntó si sus padres habían hecho bien al protegerla de todo, si habían hecho lo correcto al ocultarle aquellas noticias tan graves e inquietantes y al no querer explicarle por qué, desde que empezó la guerra, tantas cosas habían cambiado en su vida. Como cuando, el año pasado, el marido de Eva no regresó. Había desapareado. ¿Dónde? Nadie quería contárselo, nadie quería explicárselo. Odiaba que la trataran como a un bebé. Odiaba que bajaran la voz cuando ella entraba en la habitación.

Si se lo hubieran dicho, si le hubieran contado todo lo que sabían, ¿no habría sido ahora todo más fácil?

No me pasa nada. Estoy cansada, eso es todo. Bueno, ¿quién viene esta noche?

Antes de que Hervé pudiera contestar, Christophe entró en el salón como una visión encarnada del chic parisién, vestido en tonos crema y caqui y oliendo a colonia cara de hombre. Christophe era un poco más joven que Hervé, mantenía el bronceado todo el año, estaba muy delgado y llevaba el pelo teñido a mechas rubias y negras y recogido en una gruesa coleta a lo Lagerfeld *.

Casi a la vez sonó el timbre.

– Ajá -dijo Christophe soplándome un beso-. Ése debe de ser Guillaume.

Se apresuró hacia la puerta.

– ¿Guillaume? -pregunté a Hervé vocalizando el nombre con los labios.

– Nuestro nuevo amigo. Se dedica a algo relacionado con la publicidad. Está divorciado. Es un chico brillante. Te caerá bien. Es nuestro único invitado. Todos los demás se han ido a pasar el puente fuera de la ciudad.

El hombre que entró en el salón era alto y moreno, y debía de quedarle poco para los cuarenta. Llevaba una vela perfumada envuelta y unas rosas.

– Ésta es Julia Jarmond -dijo Christophe-, periodista. Es amiga íntima nuestra desde que éramos jóvenes, hace mucho, mucho tiempo.

– Pues yo diría que fue ayer mismo… -murmuró Guillaume con auténtica galantería francesa.

Traté de mantener una sonrisa natural, consciente de que Hervé me lanzaba miradas inquisitivas de vez en cuando. Era raro, porque normalmente habría confiado en él. Habría podido contarle lo extraña que me sentía desde la semana anterior. Y también lo de Bertrand. Siempre había soportado su sentido del humor, provocador y a veces bastante desagradable. Nunca me había ofendido ni me había hecho daño. Hasta ahora. Siempre había admirado su ingenio y su sarcasmo, que incluso me hacían amarle aún más.

La gente se reía con sus bromas. Hasta le tenían un poco de miedo. Detrás de su risa irresistible, el brillo de sus ojos azulados y su sonrisa cautivadora había un hombre duro y exigente acostumbrado a conseguir lo que quería. Había aguantado hasta ahora porque siempre me compensaba, y cuando se daba cuenta de que me había hecho daño, me colmaba de regalos, flores y sexo apasionado. Probablemente, la cama era el único lugar en el que Bertrand y yo nos comunicábamos de verdad, el único terreno donde ninguno de los dos dominaba al otro. Recuerdo que Charla me dijo una vez, tras ser testigo de una diatriba especialmente dura de mi marido:

– ¿Pero de verdad te gusta este tipejo? -Y al ver que mi cara enrojecía poco a poco, añadió-: Dios mío. Ya lo entiendo. Conversaciones de alcoba. Obras son amores y no buenas razones. -Después de eso suspiró y me dio una palmadita en la mano.

¿Por qué esta noche no le había abierto mi corazón a Hervé? Algo me contenía. Algo me sellaba los labios.

Cuando nos sentamos a la mesa octogonal de mármol, Guillaume me preguntó en qué periódico trabajaba. Al decírselo, ni se inmutó. No me sorprendió, ya que los franceses rara vez han oído hablar de Seine Scenes. La mayoría de sus lectores son americanos residentes en París. Aquello no me molestó; yo nunca había buscado la fama. Me bastaba con tener un trabajo bien pagado que, en cierta medida, me dejaba tiempo libre, a pesar del despotismo ocasional de Joshua.

– ¿Y sobre qué estás escribiendo ahora? -me preguntó Guillaume, muy cortés, enrollando espaguetis verdes con el tenedor.

– Sobre el Vel' d'Hiv' -dije-. Van a cumplirse sesenta años.

– ¿Te refieres a aquella redada, durante la guerra? -preguntó Christophe con la boca llena.

Estaba a punto de responderle cuando advertí que el tenedor de Guillaume se había quedado parado a mitad de camino entre el plato y su boca.

– Sí, la gran redada del Velódromo de Invierno -contesté.

– ¿Eso no ocurrió en algún lugar fuera de París? -continuó Christophe, sin dejar de masticar.

Guillaume había soltado el tenedor, sin decir nada. Su mirada parecía clavada en la mía. Tenía los ojos oscuros, y una boca fina y delicada.

– Fueron los nazis, creo -dijo Hervé sirviéndome más Chardonnay. Ninguno de los dos parecía haber reparado en el gesto tenso de Guillaume-. Los nazis arrestaron a los judíos durante la Ocupación.

– En realidad no fueron los alemanes… -empecé.

– Fue la policía francesa -me interrumpió Guillaume-. Y ocurrió en pleno París, en un velódromo donde se celebraban carreras ciclistas muy importantes.

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* Karl Lagerfeld, diseñador de moda alemán. [N. del T.]

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