Collins se hallaba todavía demasiado trastornado a causa de lo de su esposa y no pudo reaccionar ante aquella noticia ni considerar sus derivaciones.
– Lo siento -dijo-, pero me parece que en estos momentos no sé lo que hago. Acabo de regresar a casa y he encontrado una nota de mi mujer. Va…
– Espere -le interrumpió Pierce-, ya lo adivino pero no lo comente por teléfono. ¿Hay alguna cabina telefónica por su barrio?
– Varias. La más próxima…
– No me lo diga. Diríjase a ella y llámeme. Le estaré esperando. Anoche le facilité mi número. ¿Lo tiene usted?
– Sí. De acuerdo, ahora mismo le llamo.
Collins recogió la nota de Karen y abandonó a toda prisa la casa. El automóvil oficial le estaba aguardando y Collins le indicó al chófer por señas que se quedara donde estaba y después le gritó que volvía en seguida.
Unos instantes después ya había recorrido dos pequeñas manzanas y había dado la vuelta a la esquina para dirigirse a la estación de servicio. Se encaminó hacia la cabina telefónica, cerró la puerta, depositó las monedas y marcó el número de Tony Pierce.
Pierce se puso al aparato inmediatamente.
– Ahora puede hablar -le dijo-. Este sistema es seguro. ¿Ha huido su esposa?
– A Texas. Quiere recuperar su buen nombre.
– No me sorprende.
– Pues a mí sí. No puedo comprender que lo haya hecho. Sé que desea demostrarme su inocencia, pero eso significa desafiar a Tynan. Es una locura. Hubiese debido ser más prudente. Hubiera debido saber que nadie puede vencer a Tynan en su propio juego. Quiere descubrir a la testigo de Tynan para arrancarle la verdad. Karen no se da cuenta de lo arriesgado que eso puede ser.
– Dice usted que le ha dejado una nota -dijo Pierce muy tranquilo-. ¿Le importa leérmela?
Collins se sacó la nota de Karen del bolsillo y se la leyó a Pierce.
Al terminar, dijo:
– Tengo intención de trasladarme hoy mismo a Fort Worth para intentar encontrarla.
– No -dijo Pierce enérgicamente-. Quédese aquí. Nosotros se la encontraremos. Se lo notificaré a nuestro hombre de allí, ya sabe, Jim Shack; le diré que la localice. Ahorraríamos tiempo si dispusiéramos de alguna pista. En su nota dice que se alojará en casa de unos amigos suyos de Fort Worth. ¿Tiene usted alguna agenda suya en casa?
– Tenemos una libreta de direcciones para los dos, pero creo que hay una vieja agenda suya por algún lado.
– Muy bien. En cuanto regrese a casa, busque esa vieja agenda, si es que se la ha dejado. Después… No, será mejor que no me diga las direcciones desde su teléfono. Utilice otra cabina cuando salga hacia el trabajo y léame todos los nombres y direcciones de los amigos de Karen de la zona Fort Worth-Dallas. Yo se las transmitiré a Jim Shack.
– Muy bien.
– Me encargaré también de que Jim Shack localice a la misteriosa testigo de Tynan. Su mujer se pondría demasiado nerviosa y no sabría manejarla. Shack se encargará de la tarea.
– Gracias, Tony. Pero, ¿cómo van a encontrar a la testigo? Tynan no quiso dejarme ver sus fichas.
– No tendremos dificultad. Ya le he dicho que disponemos de dos informadores en el mismo edificio del FBI. Uno de ellos trabaja de noche. Podrá echar un vistazo al expediente de Karen una vez Tynan y Adcock se hayan ido a casa. Me comunicará el nombre de la testigo y yo se lo transmitiré a Shack. Confíe en nosotros. El asunto de su mujer se encuentra en buenas manos.
– No sé cómo agradecérselo, Tony.
– No se preocupe -dijo Pierce-, todos trabajamos con vistas a un mismo objetivo. Me gustaría resolver sus problemas a tiempo para que pudiera usted trasladarse a California y rebatir la declaración de Tynan. Si Tynan es el único testigo del gobierno, conseguirá que los senadores aprueben la enmienda. Abrigo la esperanza de que para mañana podamos descubrir el Documento R. Dentro de las próximas horas vamos a entrevistar al padre Dubinski y a Donald Radenbaugh. ¿Qué va a hacer usted? ¿Piensa acudir hoy a visitar a Hannah Baxter?
– Hoy no le es posible. La he telefoneado esta mañana desde el aeropuerto de Chicago. La he despertado pero no se ha enojado. Ha accedido a recibirme mañana por la mañana. Estoy citado con ella a las diez en su casa.
– De acuerdo. Si hubiera alguna novedad, le llamaría a su despacho. ¿Es seguro su teléfono en relación con las llamadas exteriores?
– Lo será para cuando usted llame. Todas las mañanas hago que lo revisen.
Muy bien. Ya me pondré en contacto con usted.
Por primera vez en muchos años, Vernon T. Tynan acudía a ver a su madre en un día que no era sábado.
Aparte del hecho de ser miércoles, se observaban otros aspectos insólitos en la visita de Tynan a Alexandria. Ante todo, no se había molestado en llevar consigo la carpeta OC acerca de los personajes famosos. En segundo lugar, no tenía el propósito de almorzar con su madre. Y, en tercer lugar, no era la una menos cuarto sino las tres y cuarto de la tarde.
El motivo de aquella visita sin precedentes era una conversación telefónica que Tynan había mantenido con su madre unos diez minutos antes. No solía llamarle muy a menudo, pero sí lo hacía algunas veces y ésta había sido una de ellas.
– ¿Te interrumpo en tu trabajo, Vern? -le había preguntado su madre.
– No, en absoluto. ¿Qué tal estás? ¿Todo bien?
– Mejor que nunca. Quería darte las gracias.
– ¿Darme las gracias?
– Por ser un hijo tan considerado. El aparato de televisión funciona ahora perfectamente.
Tynan no sabía de qué demonios estaba hablando su madre y le preguntó:
– ¿A qué te refieres?
– Quiero darte las gracias por haber mandado que me arreglaran el televisor. El técnico ha venido esta mañana y ha dicho que tú le habías enviado. Has sido muy amable, Vern, al pensar en tu madre y en sus problemas estando tan ocupado.
Tynan había guardado silencio tratando de ordenar sus pensamientos.
– ¿Vern? ¿Estás ahí, Vern?
– Estoy aquí, mamá. Oye, a lo mejor voy a verte dentro de un rato. Tengo unos asuntos que resolver en Alexandria. Pasaré un momento por ahí.
– Ah, eso es estupendo. Gracias de nuevo por mandarme al técnico.
Tras colgar el aparato, Tynan se había reclinado en su asiento procurando aclarar su ideas.
Tal vez se hubiera tratado de un error, de una dirección equivocada. O tal vez hubiera sido otra cosa. Sea como fuere, una cosa era segura: él no había mandado a ningún técnico a reparar el televisor de su madre. Se había levantado del sillón y se había dirigido hacia su automóvil, ordenándole al chófer que le condujera a Alexandria con la mayor rapidez posible.
Ahora, al llegar a casa de su madre, abandonó el asiento trasero del automóvil y penetró en el edificio. Comprobó la alarma, soltó una maldición porque no estaba conectada y entró en el apartamento.
Rose Tynan se hallaba sentada en su sillón frente al aparato de televisión. Estaba contemplando un programa de variedades. Tynan la besó en la mejilla con aire distraído.
– Ah, ya estás aquí -dijo ella-. Me alegro de que hayas podido venir. ¿Te apetece comer algo?
– No te molestes, mamá. Sólo me quedaré un minuto. -Señaló hacia el televisor.- Conque ahora se ve mejor, ¿eh? No me acuerdo… ¿qué le ocurría?
– ¿Cómo? -preguntó ella sobre el trasfondo del estruendo del aparato. Con un gemido, se inclinó hacia adelante y bajó un poco el volumen.
– No recuerdo qué le ocurría al aparato.
– A veces la imagen saltaba.
– ¿Y el técnico ha venido esta mañana? ¿A qué hora? -Pues sobre las once o tal vez un poco más tarde.
– ¿Iba vestido de uniforme?
– Pues claro.
– ¿Recuerdas qué aspecto tenía, mamá?
– Qué pregunta tan tonta -dijo Rose Tynan-. Tenía aspecto de técnico. ¿Por qué?
– Quiero estar seguro de que han mandado al mejor. ¿Cuánto rato ha permanecido aquí?
– Pues cosa de una media hora.