Se enfureció a más no poder.
No es que le importara demasiado, pero es que se trataba de algo falso e injusto.
Cierto que Adcock amaba a Tynan, pero tal como un hombre puede amar a otro hombre sin ser homosexual. Por lo demás, Adcock había amado en cierta ocasión a una mujer -hacía ahora demasiado tiempo y ya no podía recordar sus facciones-, pero ésta había muerto antes de que pudieran casarse, en una época anterior a su incorporación al FBI. Tynan no la había sustituido a ella sino más bien al padre que Adcock jamás había conocido, dado que en su juventud sólo había conocido un orfanato. En realidad, en el transcurso de sus primeros tiempos en el FBI había habido otras mujeres, aunque sólo fueran como compañeras de lecho; pero, tras ascender de categoría en la organización y tras haber accedido Tynan al cargo de director, ya no había habido ninguna otra. Adcock se había entregado por entero al FBI -a Tynan y al FBI- y se había olvidado de todos y de todo. Se había comprometido a conservar el celibato como si el FBI fuera la orden religiosa de su vida.
En cuanto a Vernon T. Tynan, ¡santo cielo! Aquellos imbéciles no se percataban de que Tynan era normal con las mujeres, sólo que actuaba con tacto y discreción, habida cuenta del importante puesto que ocupaba. Tynan había sido visitado una vez por semana por alguna mujer que le enviaba una agradecida alcahueta de Baltimore, y ello desde hacía tanto tiempo como Adcock podía recordar. No se atrevía a enredarse demasiado con aquellas mujeres y procuraba mantenerse siempre a cierta distancia. Se acostaba con ellas pero nada más.
Y hacía unos tres años, al morir o retirarse aquella alcahueta, Tynan había buscado otro medio de satisfacer sus necesidades sexuales. Tenía que mostrarse precavido, pero afortunadamente había dado con una brillante solución. El FBI estaba empezando a incorporar a personal femenino en calidad no sólo de secretarias y administrativas sino también de agentes especiales y operadoras de computadoras. Al producirse una vacante en la sección de comunicaciones, Tynan le sugirió a su colaborador Adcock que entrevistase personalmente a las aspirantes y llevara a cabo una investigación acerca de las mejores de ellas en cuanto a experiencia laboral… y condescedencia sexual, contratando a la de mayor talento.
Mary Lampert obtuvo el puesto. Su trabajo consistía en cinco días a la semana en la central del FBI y una noche a la semana en la residencia particular de Vernon T. Tynan, situada en las afueras de la ciudad. Una noche de cada siete -todos los viernes por la noche-, Mary Lampert, camuflada con unas carpetas bajo el brazo, acudía a la casa de estilo georgiano fuertemente vigilada de Tynan, cerca del parque Rock Creek. Tomaba unas tres o cuatro copas en compañía del jefe. Le desnudaba. Después se desnudaba ella. Ambos jugaban en la cama y después ella introducía la cabeza entre las piernas de su jefe. Con precisión matemática, una vez a la semana, todas las semanas a lo largo de tres años. ¿Qué diablos se habían creído que eran aquellos imbéciles para decir que Vernon T. Tynan no era normal?
Santo cielo, pensó Adcock, cómo se sorprenderían aquellos imbéciles de la capital si supieran lo normales que eran el director y el director adjunto, probablemente los únicos seres normales de aquel depravado país (con la excepción del presidente). Y resultaba igualmente normal que él se sublimara en Tynan, que él fuera el más leal y seguro servidor del hombre auténticamente más grande de los Estados Unidos de Norteamérica.
Por eso no podía ahora decepcionar a Tynan en aquella cuestión tan importante de la investigación acerca de Collins.
Y, sin embargo, a pesar de toda su concentración y de todos sus esfuerzos, no había conseguido alcanzar todavía ningún resultado positivo.
Se estaba entristeciendo y desanimando una vez más, cuando se percató de que la funcionaria de comunicaciones Mary Lampert se encontraba de pie ante él contemplándole con expresión radiante.
Con una reverencia, Mary depositó sobre sus rodillas una tarjeta de registro de huellas dactilares y varias hojas de papel.
– Buenas noticias, Harry -le dijo.
– ¿De qué se trata? -preguntó él sobresaltado.
– De la investigación sobre Collins -repuso ella-. Acabamos de descubrir algo. Véalo usted mismo.
Adcock tomó los papeles, estudió las huellas dactilares y, poco a poco, empezó a examinar los papeles uno a uno. Su perplejidad se desvaneció de inmediato.
– ¡Santo cielo! -exclamó con expresión radiante.
Eran las ocho menos diez de la mañana y Chris Collins se encontraba de pie ante el espejo del cuarto de baño terminando de afeitarse. Se enjabonó el rostro una vez más y después se inclinó sobre el lavabo, recogió agua caliente con ambas manos y se enjuagó el jabón de la cara.
Se irguió y empezó a canturrear examinándose ante el espejo. Últimamente el espejo había reflejado un rostro alargado y enjuto perpetuamente enfurruñado que parecía el de un hombre de más edad. Pero esta mañana su rostro era -o al menos parecía-tan saludable y terso como el de un joven deportista.
Tal vez la transformación se debiera a su júbilo.
Desde que hacía dos días había recibido la llamada del presidente del Tribunal Supremo, Maynard, en la que el jurista le había comunicado que iba a dimitir de su cargo con el fin de manifestarse en contra de la Enmienda XXXV, Collins se había estado sintiendo continuamente embargado por la alegría. Ni siquiera la más reciente noticia de anteayer por la noche -la advertencia de Ishmael Young en el sentido de que el FBI le estaba sometiendo secretamente a investigación- había conseguido empañar la dicha de Collins. El día anterior, pensando en el comportamiento de Tynan, había estado varias veces a punto de enfrentarse con él y revelarle lo que sabía. Ello hubiera sin duda turbado a Tynan y se hubiera traducido en el término inmediato de la investigación. Pero, al final, Collins llegó a la conclusión de que no le importaba lo más mínimo. Dejaría que Tynan siguiera participando en aquel inútil juego. En primer lugar, Tynan no conseguiría averiguar nada. Ni en la pasada ni en la presente actividad de Collins había nada que ocultar. Y, en segundo lugar, su contienda con Tynan estaba a punto de finalizar. Collins sabía que ahora tenía en sus manos la carta del triunfo.
El hecho de haber logrado persuadir a Maynard para que se manifestara públicamente en contra de la enmienda había constituido su victoria definitiva. Con ello quedaría anulada toda la táctica de la oposición. El sueño dorado de Tynan, su esperanza de alzarse con un poder dictatorial a través de la Enmienda XXXV, se desvanecería en cuanto el presidente del Tribunal Supremo, Maynard, dejara escuchar su voz en Sacramento y hablara en contra de la enmienda. Hasta podrían olvidarse de la misteriosa arma de Tynan, el Documento R, independientemente de lo que éste pudiera ser. A pesar de la advertencia de Baxter en su lecho de muerte en el sentido de que era necesario darlo a conocer, el Documento R resultaría impotente e inofensivo gracias a las afirmaciones que Maynard iba a hacer hoy en Sacramento.
Tras secarse el rostro, Collins descolgó de una percha una camisa azul limpia y se la puso. Mientras se la abrochaba, calculó el momento exacto de la victoria de la democracia en los Estados Unidos. El reloj de la repisa de azulejos de debajo del espejo del cuarto de baño le decía que eran en Washington las ocho en punto de la mañana. Ello significaba que en California eran las cinco de la mañana. En aquellos momentos, Maynard se estaría levantando de su cama disponiéndose a emprender el viaje de dos horas desde Palm Springs a Los Ángeles. Allí, a las nueve de la mañana, mientras Collins se tomara aquí el almuerzo, Maynard se reuniría con los informadores en una conferencia de prensa y asombraría a la nación con su dimisión, asombraría a toda California al declarar que tenía el propósito de trasladarse a la capital del estado con el fin de instar a los legisladores a que rechazaran la Enmienda XXXV. Y allí, a las tres de la tarde, mientras Collins abandonara su despacho y se dispusiera a regresar a casa para la cena, Maynard leería su electrizante declaración contra la enmienda, primero ante el Comité judicial de la Asamblea del estado y después ante el Comité Judicial del Senado del estado.