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Ambos se entregaron a la inmutable rutina de todos los sábados.

Rose Tynan primero. Refirió los últimos chismorreos acerca de sus vecinos. A media semana habían proyectado una película acerca de un hombre, un huérfano y un perro. Facilitó un prolongado resumen del argumento. Después habló de las cartas que había escrito y de la correspondencia que había recibido.

Ahora le correspondió el turno a Vernon T. Tynan. Habló de Harry Adcock.

– ¿Cómo está Harry?

– Envía recuerdos.

– Es un joven muy simpático.

Habló de Christopher Collins, el nuevo secretario de Justicia.

– ¿Es simpático, Vern?

– No lo sé, mamá. Ya veremos.

Habló del presidente Wadsworth. Se refirió a dos asesinos de la lista de «fugitivos más buscados» del FBI que habían sido detenidos en Minneapolis y Kansas City. Y habló de la Enmienda XXXV justo en el momento en que se estaba terminando el último bocado de la correosa carne.

– No te preocupes, Vern. Ganarás.

– Nos hace falta todavía un estado y sólo queda uno.

– Ganarás.

El almuerzo había finalizado a la hora prevista. Faltaban diez minutos para que regresara el chófer.

– ¿Preparada para la carpeta OC, mamá?

– Siempre preparada -repuso ella esbozando una ancha sonrisa.

Tynan se levantó de la mesa, se dirigió al salón y regresó con la carpeta del archivo de alta seguridad de asuntos «oficiales y confidenciales».

Aquella carpeta, en el transcurso de los diez minutos siguientes, constituía el regalo habitual que Vernon le hacía a su madre todos los sábados. La carpeta contenía el resultado de la labor semanal del FBI, centrada especialmente en cuestiones sexuales y potencialmente escandalosas, acerca de célebres personajes del teatro, de la pantalla y del deporte, con varios informes adicionales relativos a conocidos políticos, industriales y miembros de la alta sociedad. Rose Tynan, que leía todas las revistas y semanarios de frivolidades, disfrutaba enormemente con todos aquellos chismorreos.

Tynan volvió a pensar que si J. Edgar Hoover hubiera estado allí hubiera aprobado su comportamiento. Al fin y al cabo, había sido Hoover quien se había dedicado a recoger material acerca de la vida sexual y la afición al alcohol de importantes personajes norteamericanos y había hecho llegar este material secreto hasta el presidente Lyndon B. Johnson, que tenía por costumbre leerlo en la cama antes de dormirse.

Tynan abrió la carpeta y fue extrayendo uno a uno los distintos memorandos.

– Para empezar, un auténtico bocado exquisito, mamá. Tu actor preferido. -Leyó el nombre del apuesto y liberal actor cinematográfico que su madre adoraba y ésta se rió anticipándose a los acontecimientos. La semana pasada acudió desnudo a un salón de masaje de Las Vegas e hizo que dos muchachas desnudas le ataran a una mesa de masajes y le azotaran.

– ¿Y eso es todo? -preguntó decepcionada Rose Tynan, que era una excelente aficionada y gran conocedora de escándalos y extravagancias.

– Pues hay gente que lo considera algo muy gordo -dijo Tynan-. De todos modos, traigo cosas mejores. ¿Sabes la congresista que siempre anda pronunciando discursos contra el Pentágono? -Tynan le facilitó el nombre a su madre.- Nadie lo sabe, pero nosotros hemos averiguado que es lesbiana. Su secretaria de prensa, una muchacha de Radcliffe de veintidós años…

Prosiguió por espacio de diez minutos, mientras Rose Tynan le escuchaba embelesada.

Cuando terminó y cerró la carpeta, su madre le dijo:

– Gracias, Vern. Eres un buen muchacho. Siempre te acuerdas de tu madre.

– Gracias a ti, mamá.

Al llegar junto a la puerta, ella le estudió el rostro.

– Tienes muchas dificultades -le dijo-. Se te nota en la cara.

– Corren malos tiempos para el país, mamá. Tenemos muchas cosas que hacer. Si no conseguimos la aprobación de la Enmienda XXXV, no sé lo que va a ocurrir.

– Tú sabes que es lo mejor para todo el mundo -dijo ella-. Se lo decía el otro día a la señora Grossman, la vecina de arriba, le decía que tú ya sabrías lo que habría que hacer si fueras presidente. Yo así lo creo. Deberías ser presidente.

– Tal vez algún día llegue a ser algo mejor -dijo él guiñándole el ojo al tiempo que abría la puerta-. Ya veremos.

Había sido un día muy duro para Chris Collins. En su intento de recuperar el tiempo que había perdido asistiendo al entierro del coronel Baxter aquella mañana, había trabajado sin interrupción prescindiendo de la habitual pausa de una hora para el almuerzo. Ahora, sentado en compañía de su esposa y de dos de sus más íntimos amigos junto a la chimenea de blanco mármol de Paros del comedor del piso de arriba del restaurante 1789 de la calle Treinta y Seis de Georgetown, estaba empezando a satisfacer su apetito.

Dos whiskys, una sopa de cebolla francesa y la ensalada César que había compartido con Karen le habían permitido gozar de sus primeros momentos de tranquilidad en todo el día. Mientras se cortaba y comía el pato a la naranja, Collins levantó la mirada para ver si Ruth y Paul Hilliard estaban disfrutando de los platos que habían pedido. Resultaba evidente que sí.

Collins tenía a Hilliard en mucha estima. Resultaba difícil imaginárselo como el senador más joven de California. Llevaba conociendo a Hilliard desde sus comienzos, cuando su amigo era concejal de la ciudad de San Francisco y él abogado del ACLU. En aquellos primeros tiempos solían reunirse tres veces por semana para jugar a pelota a mano en los terrenos deportivos de la Asociación Cristiana de Jóvenes, y Collins había sido el padrino de boda de Hilliard. Y aquí estaban ahora, años más tarde, ambos en Washington, él convertido en el secretario de Justicia Collins y su amigo en el senador Hilliard. Ambos habían hecho carrera.

Hilliard era un hombre agradable. Con gafas y aspecto de erudito, de hablar pausado y gesto comedido, constituía la compañía perfecta para una velada como aquélla. La conversación, como de costumbre, se había deslizado con suavidad: algunos chismorreos acerca de los Kennedy, las perspectivas que se abrían cara al otoño para el equipo de fútbol americano de los Redskins de Washington, otra película sobre la vida de Lizzie Borden que todo el mundo acudiría a ver…

Hilliard se había terminado el filete a la parrilla, había dejado cuidadosamente el cuchillo y el tenedor en el plato y estaba empezando a llenarse su nueva pipa danesa.

– ¿Te ha gustado el vino, Paul? -preguntó Collins-. Es de California, ¿sabes?

– Fíjate en mi vaso -repuso Hilliard señalando su vaso vacío-. Es el mejor testimonio en favor de nuestros viñedos.

– ¿Quieres un poco más?

– No, por ahora ya está bien de vino de California… -repuso Hilliard encendiéndose la pipa-. Pero no de asuntos californianos. Quería hablar de esto contigo. Creo que a partir de ahora es allí donde van a tener lugar los acontecimientos.

– ¿Los acontecimientos? Ah, te refieres a la Enmienda XXXV.

– Desde el mismo momento en que acabó la votación de Ohio la otra noche, no he cesado de recibir llamadas de California. Todo el estado se halla en efervescencia.

– ¿Qué se dice?

Hilliard expulsó un anillo de humo.

– Por lo que he oído, es probable que la ley sea ratificada. Esta misma semana el gobernador va a anunciar públicamente su apoyo a la misma.

– El presidente va a alegrarse mucho -dijo Collins.

– Ha sido un trato, y quede esto entre nosotros -dijo Hilliard-. El gobernador tiene el propósito de presentarse a las elecciones para el Senado al término de su mandato. Quiere el respaldo de Wadsworth, y el presidente siempre se había mostrado muy tibio con él. Por consiguiente, han cerrado un trato. El gobernador respaldará la Enmienda XXXV si el presidente le respalda a él. -Se detuvo.- Lástima.

Collins, que estaba con el último bocado de pato, cesó de masticar.

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