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Se habían atrevido a llegar hasta aquel extremo. Habían emprendido un proyecto inconcebible y, hasta ahora, se habían salido con la suya. La habían amarrado y la habían dejado impotente e indefensa, lejos de cualquier posibilidad de ayuda o rescate, totalmente apartada de su mundo de amigos y del mundo de la ley.

Puesto que habían osado ir tan lejos, era posible que estuvieran lo suficientemente desequilibrados como para seguir adelante. Su cerebro era un mar de confusión que oscilaba entre la esperanza y el optimismo y la desesperación y la impotencia.

¿Qué debía haber ocurrido en su tribunal fingido? ¿Cuál habría sido el veredicto pronunciado? Llegó a la conclusión de que prevalecería la cordura. Era indudable que habían decidido mantener con ella una nueva conversación al día siguiente y, caso de que sus palabras no consiguieran convencerla, la narcotizarían, le vendarían de nuevo los ojos y, finalmente, la dejarían en libertad sin causarle el menor daño.

Era necesario que hiciera acopio de fuerza, para el día siguiente. Intentarían engatusarla. Le suplicarían. La amenazarían incluso.

Pero, si ella se mostraba inflexible y conseguía inspirarles sentimientos de vergüenza y culpabilidad, triunfaría y ganaría la partida y se vería libre de aquella empresa de locos.

Cuando la soltaran y pudiera contarlo, ¿quién se creería aquella fantástica historia? La casa estaba tan silenciosa como un depósito de cadáveres.

Gracias a Dios estaban durmiendo y descansando con vistas a la confrontación de la mañana siguiente.

Ella también necesitaba dormir, conservar las fuerzas al objeto de poder convencerles, desbaratar sus maniobras y derrotarles cuando amaneciera.

En el dormitorio habían dejado una lámpara encendida y ella pensó que ojalá hubieran apagado aquel resplandor amarillento permitiéndole gozar así de una absoluta oscuridad. Sin embargo, tenía que dormir, tenía que esforzarse por conseguirlo y mañana sería otro día.

Pero se interpuso algo y, transcurridos unos segundos, comprobó que no se trataba de figuraciones suyas sino de algo real que su agudo sentido del oído había conseguido captar.

Dirigió el rostro hacia el techo para que le quedaran al descubierto las dos orejas y escuchó.

El sonido era ahora más preciso, el pavimento de fuera del dormitorio, crujía y crujía, alguien lo estaba pisando y se iba acercando cada vez más.

Abrió los ojos. El corazón le dio un vuelco y empezó a latirle con fuerza. Más allá de los pies de la cama pudo ver que giraba la manija de la puerta. De repente se abrió la puerta y su hueco lo ocupó una elevada figura medio perdida en la oscuridad.

La figura entró, cerró suavemente la puerta tras sí, corrió el pestillo y avanzó hacia la cama.

El corazón dejó de latirle y la miró como hipnotizada. Se acercó al círculo de luz amarillenta y Sharon vio que era… Dios mío… el Malo, el peor de todos ellos. Iba desnudo de cintura para arriba, tenía el torso velloso e iba descalzo. Era alto y delgado y muy musculoso, y se le veían las costillas.

Se quedó de pie junto a ella, con su cabello negro enmarañado, su estrecha frente, sus pequeños y penetrantes ojos y el bigote que a duras penas le cubría el fino labio superior. Le vio fruncir los labios y el corazón empezó de nuevo a latirle con fuerza.

– No conseguía dormir, cariño -le dijo en voz baja-. Ahora veo que éramos dos los que no lo conseguíamos. Los demás están durmiendo como troncos. O sea, que sólo estamos tú y yo.

Ella contuvo el aliento y guardó silencio. Advirtió que olía a whisky barato. Era asqueroso.

– Bueno, cariño, ¿has cambiado de idea? -le preguntó en voz baja.

– ¿Sobre qué? -preguntó ella con voz temblorosa.

– Ya lo sabes. Sobre lo de colaborar. Por tu bien.

– No -murmuró ella-, no. Ni ahora, ni mañana ni nunca. Por favor, váyase y déjeme.

Los finos labios seguían fruncidos.

– Tengo la impresión de que no sería muy caballeroso dejar sola a una invitada en el transcurso de la primera noche estando ella tan inquieta. Me pareció que te apetecería que te acompañara alguien la primera noche.

– No quiero a nadie ni ahora ni nunca. Quiero estar sola y dormir. Procuremos dormir y ya hablaremos de ello mañana.

– Ya estamos a mañana, cariño.

– Déjeme en paz -dijo ella levantando la voz-. Salga.

– ¿Conque así estamos todavía, aún no se nos han bajado los humos? -dijo él-. Bueno, cariño, será mejor que te diga que no tengo tanta paciencia como mis compañeros. Te daré otra oportunidad de ser razonable por tu propio bien. -Sus ojos de abalorio le recorrieron el rostro, la blusa, la falda y volvieron a posarse en el rostro-. Será mejor que lo pienses, y verás que soy muy cariñoso.

– ¡Lárguese, maldita sea!

– A menos que me traten mal. Conque, si no vas a ser amable, lamentaré tener…

Sucedió todo con tanta rapidez que ella no pudo reaccionar.

Se metió la mano en el bolsillo, exhibió algo blanco y, antes de que ella pudiera gritar, le cubrió la boca con un pañuelo ahogándole la voz en la garganta.

Los dedos del hombre trabajaron con celeridad y la banda de tela se fue hundiendo en su boca, ahogándola y lastimándola mientras él le anudaba estrechamente el pañuelo sobre la nuca.

Agitó la cabeza de un lado a otro, procuró articular palabras de protesta y súplica, pedir socorro, pero estaba amordazada, y muda.

El Malo se irguió satisfecho de su labor.

– Creo que tendré que hacer las cosas a mi modo. Sí, creo que tendré que hacer amistad contigo a mi manera. Porque me siento amistoso, nena, francamente amistoso.

Esta noche has tenido una oportunidad y la has desaprovechado. Tengo que darte una lección. Tienes que enterarte de que siempre hablo en serio. -Se calló y observó que sus labios pugnaban por librarse de la mordaza. Se inclinó y se la ajustó para que se le hundiera con más fuerza entre las mandíbulas.

Después retrocedió-.

Así. No quisiera que despertaras a mis amigos, ¿sabes? Sería una desconsideración por mi parte, ¿no crees? -Puso los brazos en jarras y la miró sonriendo-. Lástima que me hayas obligado a amordazarte.

Porque dentro de media hora me hubiera gustado oírte pedirme más. Puedes creerme, cariño, te va a encantar, te va a encantar como no te imaginas.

Mira, cariño, entérate bien. No es que seas precisamente una virgen; por consiguiente, no voy a hacerte nada que no te hayan hecho cientos de veces, ¿verdad? Tal vez debiera darte una segunda oportunidad de colaborar, aunque no suelo hacerlo.

Si me demuestras que estás dispuesta a colaborar, seré muy bueno contigo y hasta te quitaré la mordaza ahora mismo. Y, cuando hayamos terminado, no les diré nada a los demás.

Tú colaboras conmigo esta noche y durante algunos días y no les diremos nada a los demás, no les contaremos nada y no te molestarán. Fingiremos que no ha sucedido nada. ¿Qué te parece? Nos divertiremos en secreto y entonces te garantizo que te soltarán. ¿Qué dices a eso?

Estaba ciega de temor y rabia. Jamás se hubiera imaginado que a ella, a Sharon Fields, pudiera sucederle alguna vez algo parecido. No estaba sucediendo, no era posible que estuvieran sucediendo.

Pero allí estaba él aguardando y ella se notaba el corazón en la garganta y se estaba ahogando.

Sacudió violentamente la cabeza para darle a entender cuáles eran sus sentimientos, para darle a entender que no había habido ningún error, para decirle que se fuera, que saliera, que la dejara en paz.

Agitó las muñecas amarradas y empezó a cocear con las piernas.

Intentó cocearle con el pie izquierdo para darle a entender que no bromeaba. Comprendía que su situación era desesperada, Ella le había dado una respuesta y ahora él iba a darle la suya. Le vio desabrocharse lentamente el ancho cinturón de cuero. Cruzó fuertemente las piernas.

– Muy bien, cariño -le dijo él esbozando una ancha sonrisa-, no quieres colaborar. Entonces, no tendrá más remedio que ser así. Tú lo has querido.

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