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Quiero que me dejen hacer lo que quiera con quien quiera. No tengo intención alguna de convertirme en un recipiente para el primer hombre que acierte a pasar.

Ahora ya lo sabe. Por consiguiente, déjeme vivir mi vida a mi manera y yo le dejaré a usted vivir la suya.

– Yo estoy viviendo mi vida, señorita -dijo Shively esbozando una ancha sonrisa-. Así es como quiero vivir, teniéndola a usted al lado.

– Pues de mí no conseguirá nada, ninguno de ustedes va a conseguir nada, por consiguiente, acepten los hechos, recapaciten y déjenme en libertad.

Shively puso los brazos en jarras.

– Mire, señorita, no me parece que esté usted en condiciones de decirnos lo que vamos o no vamos a conseguir de Sharon Fields.

La osadía de Sharon empezó a desvanecerse. Se lo quedó mirando y después miró a los demás.

Malone, que había permanecido como ausente en el transcurso de la discusión, fue quien primero se apartó de la cama.

– Dejémosla descansar un rato. Vamos a la otra habitación para poder hablar.

Los demás siguieron a Malone uno a uno.

Yost fue el último en salir y, con la mano en la manija, se volvió hacia la cama.

– Piénselo, señorita Fields -dijo-. Sea razonable. Procure comprendernos. Nosotros la respetaremos pero procure usted respetarnos también a nosotros. De esta forma será mejor.

Sharon Fields forcejeó como para librarse de las ataduras y gritó:

– ¡Lárguese de aquí, cerdo! ¡Recuerde lo que le aguarda como no me suelten ahora mismo! ¡Les encerrarán en la cárcel hasta el día que mueran! ¡Recuérdelo, recuérdelo!

Se retiraron al salón, descorcharon las botellas de whisky y de bourbon y bebieron varias rondas. Más tarde, al anochecer, tomaron una cena ligera.

Ahora se hallaban sentados una vez más alrededor de la rústica mesita de café. Tres de ellos estaban bebiendo de nuevo.

Adam Malone, en cambio, prefirió fumarse un cigarrillo de hierba que acababa de liarse.

En las horas transcurridas desde la discusión mantenida con Sharon Fields, la conversación había ido y venido sin orden ni concierto, había habido estallidos de conversación, intervalos de silencio y más conversación.

Se habían dedicado en buena parte a repasar una y otra vez el intercambio de palabras que había tenido lugar en el dormitorio de Sharon Fields, analizando lo que ésta había dicho, comentando su sinceridad, buscando los auténticos motivos que pudieran haberla inducido a rechazarles.

Al principio, Malone había sido objeto de los burdos sarcasmos de Shively, éste le había dicho que había sido un falso profeta que había prometido guiarles hacia el paraíso dejándoles después perdidos en el desierto. Pero lo más curioso fue que, en general, Shively se tomó las cosas con más tranquilidad que los demás.

Yost se mostró decepcionado y molesto por haberse esforzado en vano. A Brunner le habían intimidado las amenazas de Sharon y parecía un enfermo grave del mal de San Vito. Malone era el que más abatido y silencioso se mostraba.

El rechazo de Sharon le había desconcertado y su estado anímico pasaba de la confusión a la incredulidad y la depresión.

Ahora, un poco separado de los demás y sentado frente al aparato de televisión, dio varias intensas chupadas al cigarrillo de hierba y procuró descubrir algún rayo de luz. Se negaba a aceptar el hecho de que la compañera de su alma, inquilina desde hacía tanto tiempo de sus fantasías, le hubiera rechazado de una forma tan categórica en la realidad.

No podía creer que se hubiera equivocado por completo con respecto a ella, no podía creer que su gran experimento hubiera acabado en fracaso.

No le cabía en la cabeza que la soberbia aventura del Club de los Admiradores hubiera acabado en agua de borrajas. Mientras fumaba, se agudizaron sus sentidos, si bien no su espíritu, y empezó a escuchar la conversación acerca de Sharon Fields que se estaba desarrollando al otro lado del salón.

Estaban revisando de nuevo lo ya revisado, seguían buscando la forma de salir de la ciénaga de aquel apuro. Estaba hablando Yost.

– ¿Quién se hubiera imaginado que sería más fría que una monja? No sé si habla con sinceridad o nos engaña. Quiero decir que no sé si es lo que tiene que ser de acuerdo con el evangelio según Adam, o si es lo que ella dice que es.

– Por mi parte yo la creo -estaba diciendo Brunner-. Creo que está absolutamente horrorizada a causa de este incidente y, dado el carácter del mismo, no quiere saber nada de nosotros.

– Pues yo os digo que no me creo nada de lo que ha dicho esta perra engreída, ni una sola palabra me creo -estaba diciendo Shively-. ¿Pero habéis oído qué mierda nos ha estado contando? ¿Que hace un año que no la toca ningún hombre? Pues eso ya ha pasado, ja, ja.

Todo lo que nos ha contado ha sido mentira. ¿Pero la habéis oído? No soy más que una señorita corriente, hago calceta, juego al bridge, jamás he escuchado palabras sucias.

¿Un símbolo sexual? ¿Qué quiere usted decir, señor? ¡Historias! Mirad, chicos, yo he corrido mundo. Y cuando se corre mundo se aprenden ciertas cosas. Y una de las cosas que se aprenden es que donde hay humo hay fuego. Cuando una está hecha como está hecha esta tía, se sabe que no tiene más remedio que haberse pasado media vida con el miembro de alguien dentro como si formara parte de su anatomía.

Tiene que estar acostumbrada a dar y a que eso le guste, y me apostaría hasta el último dólar a que es cierto.

– ¿Entonces por qué no nos quiere? -preguntó Yost.

– Yo te diré por qué -repuso Shively-. Porque a sus ojos somos unos don nadies. Nos mira como si fuéramos escoria. Piensa que posee una vagina revestida de oro que sólo está abierta para los ricachos y los personajes importantes.

Las mujeres de esta clase, a menos que no seas el director de un grupo de empresas o pertenezcas al gabinete del presidente, te tratan como si padecieras gonorrea o sífilis. Maldita sea, las mujeres de esta clase me atacan los nervios y me ponen furioso. Y entonces siento deseos de hacerles el amor hasta que les arda el trasero.

– Tal vez sólo le interese cuando está enamorada de un hombre y se siente romántica -dijo Brunner-. Tal vez piense que no es romántico eso de que la obliguen por la fuerza a hacer el amor.

– Tonterías -dijo Shively.

La conversación había llegado una vez más a un punto muerto.

– Veo que El Club de los Admiradores no está al completo -dijo Shively-. Falta un socio.

– Estoy presente -les gritó Malone desde la banqueta-, os he estado oyendo.

Shively se volvió para mirar a Malone.

– Para ser tan charlatán, esta noche has estado muy callado. Bueno, ¿tú que piensas?

Malone apagó el cigarrillo de marihuana en un cenicero.

– A decir verdad, ya no sé qué pensar.

– ¿Cómo que no? -dijo Shively-. Ven aquí con nosotros antes de que me dé tortícolis. ¿O es que tampoco somos bastante para ti?

– Basta Shiv -dijo Malone levantándose y dirigiéndose con paso vacilante hacia el sofá de cuero, en el que se dejó caer al lado de Brunner-.

Su reacción, que juzgo sincera, me ha desconcertado mucho. No suelo equivocarme al analizar a las personas. En este caso, tal vez haya fallado. No lo sé.

– Yo nunca he querido humillarte, muchacho -dijo Shively-, pero pensé desde un principio que eras muy ingenuo si creías de veras que una mujer tan rica y agraciada como ésta iba a acceder a relacionarse con alguien que no perteneciera a su ambiente.

– Tal vez fui un ingenuo -reconoció Malone-, pero tú también lo fuiste. Leo y Howard son testigos de que seguiste adelante. También pensaste que accedería a colaborar.

– Y un cuerno -dijo Shively. Desde el día que empezamos, tuve mis reservas. Te seguí, soñador, porque te habías autodesignado presidente del Club de los Admiradores y porque pensé que no tenía nada que perder y que tal vez, siendo yo más práctico que vosotros, consiguiera convertirlo en realidad. Pero estaba preparado para ambas posibilidades. Si las cosas rodaban tal como tú habías dicho, estupendo, tanto mejor.

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