Malone dejó escapar un sollozo, retrocedió, se puso rápidamente en pie y abandonó a toda prisa el bosquecillo en dirección al claro. Leo Brunner había sido alcanzado a sangre fría por un disparo en la espalda, le habían matado, asesinado.
Temblando a pesar del calor, el primer instinto que afloró en Malone fue el de conservación, el de hacer lo que Brunner había intentado hacer, es decir, huir, escapar, dejar a sus espaldas para siempre aquella insensata escena. Pero le impidió hacerlo el recuerdo de Sharon a la que había dejado encerrada bajo llave en su dormitorio del refugio, el recuerdo de sus húmedos labios y de su absoluta confianza en él.
Aquella muchacha a la que amaba tomo jamás había amado a ninguna, había depositado su supervivencia enteramente en sus manos, y él había jurado protegerla y encargarse de que fuera puesta sana y salva en libertad. Pensó en ella, sola en el refugio con el monstruo.
Dirigió una vez más la mirada hacia cl bosquecillo y se estremeció. Aquella pesadilla era auténtica y él la estaba viviendo.
Pero tal vez lograra alejarla. Aunque estaba aturdido y sabía que era un cobarde, no tenía más remedio que regresar a Más a Tierra.
Dio la espalda al camino, que conducía a Arlington y a la civilización y volvió lentamente sobre sus pasos emprendiendo con piernas temblorosas el regreso al escondite.
Dado que la oficina del “sheriff” del condado de Riverside tenía jurisdicción sobre la zona de las Gavilán Hills, y dado que muchos de sus patrulleros estaban familiarizados con la zona montañosa que rodeaba la presa Mockingbird y el lago Mathews, el capitán Culpepper accedió a que el “sheriff” Varney, de Riverside, se encargara de llevar a la práctica lo que ahora se le antojaba la última esperanza de hallar con vida a la víctima del secuestro.
Poniendo inmediatamente manos a la obra, el “sheriff” Varney reunió gran número de coches patrullas y ordenó que acudieran a Arlington, a la mayor brevedad posible, todos los vehículos de reserva que pudieran encontrarse.
Sin perder el tiempo en preámbulos, el capitán Culpepper informó a los oficiales y patrulleros acerca de la única y más reciente pista de que disponían, y Varney distribuyó entre ellos copias ampliadas de las fotografías del neumático de nueve surcos Cooper Sixty Paso Rápido, supuestamente análogo a los neumáticos nuevos del cacharro de ir por las dunas utilizado por los presuntos secuestradores.
Armada con aquellas huellas digitales del vehículo, la flota de vehículos del “sheriff”, con su luz roja y su luz ámbar y la sirena instalada en la capota, con su teléfono-radio y su escopeta ajustada a un soporte del pavimento, se distribuyó por las Gavilán Hills en busca de huellas de neumáticos idénticas a las de la fotografía.
Ahora que ya había empezado a ponerse el sol y la luz del día estaba muriendo, el vehículo de patrulla número 34 del departamento del “sheriff” de Riverside se encontraba detenido en el interior del rancho McCarthy con el “sheriff” adjunto Foley al volante, mientras su compañero, el investigador Roebuck, regresaba al vehículo sosteniendo la fotografía en la mano.
Roebuck ascendió al automóvil sumido en el desaliento.
– Había algunas huellas de neumáticos; unas se parecían a las de un jeep y otras a una camioneta de reparto Chevrolet, pero ninguna se parecía a los surcos de este Cooper Sixty.
– Bueno, ¿y ahora qué? -preguntó el “sheriff” adjunto Foley sin poder disimular su cansancio.
Llevaban mucho rato deteniéndose a inspeccionar todos los caminos sin asfaltar, veredas y senderos de la zona sur del lago Mathews, y el único resultado de sus investigaciones eran sus doloridos músculos y espaldas.
– Creo que podríamos seguir un poco mientras haya luz -repuso Roebuck-. Nos han ordenado recorrer toda la zona desde la confluencia con el Temescal Canyon donde empezamos.
– Pues, adelante -dijo Foley poniendo en marcha el vehículo y cruzando el rancho McCarthy-.
Yo solía venir mucho por aquí, pero ahora ya he olvidado dónde están los caminos.
– Me parece que hay uno que pasa por la Camp Peter Rock.
– Ah, si -dijo Foley recordándolo-. Aquella choza junto al miembro indio de piedra. Recuerdo que una vez, en mi época de adiestramiento, salía con una chiquita, y una noche me la llevé allí para hacerle el amor y comprobar si la estatua conseguía estimularla.
– ¿La estimuló?
– Sí, pero tras haber visto la roca, al verme a mí se desilusionó. -Ambos se echaron a reír y Foley añadió-: ¿Sabes una cosa? Pensándolo bien, aquella chica se parecía un poco a Sharon Fields.
– No hay nadie que se parezca a Sharon Fields -dijo Roebuck sacudiendo la cabeza en gesto de duda-. El Señor la hizo perfecta.
Me enfurezco al pensar que algún sinvergüenza haya podido atreverse a ponerle las manos encima. Imagínate, secuestrar a Sharon Fields. Imagínate.
– Cuesta de imaginar.
– Daría cualquier cosa por encontrar a estos sinvergüenzas. Te aseguro que les llenaría el vientre de plomo.
Aminora, Foley, hay un camino que se dirige a Camp Peter Rock.
Será mejor que me dejes echar un vistazo a la carretera antes de que gires.
Una vez más, el investigador Roebuck descendió del automóvil para examinar el terreno y regresó desilusionado.
El tráfico de aquella zona había sido demasiado intenso y no se podía distinguir ninguna huella.
Ahora, tras hallar enfilado el camino, pudieron ver en la hoyada que había a la izquierda del camino la roca fálica india de metro ochenta de altura.
– Camp Peter Rock -anunció Roebuck-. Detente un momento y déjame echar un vistazo.
El “sheriff” adjunto, Foley dejó el motor en marcha, mientras su compañero inspeccionaba el camino sin asfaltar.
Roebuck regresó una vez más desanimado.
Foley esperaba al volante.
– ¿Y ahora qué? ¿Sigo adelante o regreso hacia el Temescal Canyon? El investigador Roebuck se mordió el labio inferior y miró hacia el frente.
– Jamás he pasado por este camino. ¿Qué hay más adelante?
– No lo sé. No parece que tenga que haber gran cosa. Una zona desértica con el Mount Jalpan a la derecha.
– Bueno, mira, por si acaso, sigamos durante cinco o diez minutos antes de que anochezca.
– Como quieras.
El coche patrulla siguió avanzando durante seis o siete minutos, mientras los perspicaces ojos del investigador Roebuck contemplaban las cuestas que había ambos lados del camino.
Estaba mirando directamente hacia adelante cuando, por el rabillo del ojo vio algo que le indujo a dar unas palmadas al brazo de su compañero.
– Un momento, Foley. Retrocede unos diez o quince metros. Creo que hemos pasado un camino secundario sin asfaltar.
– Yo no he visto nada -dijo Foley poniendo marcha atrás y retrocediendo lentamente.
– Párate -le dijo el investigador Roebuck señalándole hacia la izquierda.
Casi oculto por el denso follaje de los arbustos que había a ambos lados, podía verse un estrecho y curvado camino sin asfaltar.
– ¿Y a eso le llamas un camino? -le preguntó Foley con aire despectivo-. Por aquí no podría pasar un coche como el nuestro.
– Tal vez podría o tal vez no -dijo Roebruck abriendo la portezuela, Pero el caso es que no estamos buscando un camino por el que pueda pasar un coche como el nuestro. Estamos buscando un camino, cualquier camino, por el que pueda pasar un cacharro de ir por las dunas.
– Pierdes el tiempo.
– Déjame echar un vistazo de todos modos. No será más que un minuto.
El “sheriff” adjunto Foley se apoyó resignado sobre el volante y observó a su compañero avanzar lentamente por el camino, arrodillarse una vez para examinar el terreno, mirar la fotografía que sostenía en la mano y seguir recorriendo el camino hasta perderse de vista detrás de los frondosos arbustos.
Foley se quitó la gorra de policía, apoyó la cabeza sobre los nudillos de las manos y bostezó.