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Me impresiona tu habilidad y tu fuerza sexual. Conozco a cientos de mujeres que te darían todo lo que quisieras a cambio de satisfacerlas como me has satisfecho a mí. Si corriera la voz, las mujeres te convertirían en el hombre más rico de la tierra.

– No será fácil -dijo él amargamente-. Así debiera ser, claro, pero, ¿acaso no has oído hablar del sistema de clases de nuestra maldita sociedad? Las personas como yo, las que cargan con todo el peso del trabajo de nuestro país, las personas ingeniosas, no tenemos ninguna posibilidad de que nadie se fije en nosotras. Les pagan un dineral a los tipos que saben entendérselas con las acciones y los bienes raíces, a los que saben cantar y contar chistes graciosos, pero no se molestan en pagar a cambio de la habilidad capaz de hacer feliz a la mitad de la población, me refiero a la mitad femenina, claro. Me refiero a la capacidad de satisfacer a una mujer.

– Tienes muchísima razón -le dijo ella gravemente.

– Pues claro que la tengo. Por eso estoy atascado. El sistema apesta y yo estoy atascado. Por eso tengo que trabajar despellejándome los dedos ocho horas al día y, ¿para qué? Para ganarme simplemente el sustento y nada más.

– Estoy de acuerdo contigo, es injusto -le dijo ella-. Pero, conociéndote, estoy segura de que debes ser muy hábil en todo lo que hagas. No me cabe duda de que debes ganar un buen salario. ¿Te puedo preguntar cuánto ganas?

– Suficiente -repuso él malhumorado. Y después añadió-. Suficiente a cambio del trabajo que realizo, pero no es lo que me merezco.

– Lo siento.

– ¿Qué es lo que sientes? -le preguntó él con un gruñido-. Tú eres una ricachona. Dijeron no sé dónde que ganabas un millón y cuarto al año.

– Estos informes siempre exageran -dijo ella con fingido enojo.

– Que te crees tú eso.

– Si quieres que te diga la verdad, sé exactamente lo que ganaste el año pasado. Es una cifra de las que se le quedan a uno grabadas en el cerebro-. Ganaste exactamente 1,118,340.00 Ni más ni menos. Nos encargamos de hacer averiguaciones, por consiguiente no vayas ahora a negarlo.

– Muy bien -dijo ella-, no lo negaré. Es más, reconozco sinceramente que me ha sorprendido que lo supieras.

Se había “sorprendido” efectivamente y también se había desalentado un poco al comprobar la minuciosidad de sus planes. Ello demostraba que no habían dejado ningún cabo sin atar. Sin embargo, no debía desanimarse ni por eso ni por ninguna otra cosa.

El sujeto estaba hablando de nuevo y decidió prestarle atención.

– Imagínate -le estaba diciendo-, imagínate ganar más de un millón al año a cambio de exhibir el pecho y agitar el trasero ante la cámara. No es que quiera despreciarte, nena, pero tienes que reconocer que no es justo.

Ella asintió aparentando sinceridad.

– Siempre he reconocido que no es lógico. Es claramente injusto. Pero así es el mundo y no puede hacerse nada al respecto. Sin embargo, te mentiría si no te dijera que me alegro de que me haya ocurrido precisamente a mí.

Mira, al igual que suelen decir otras muchas personas, he sido rica y he sido pobre y ser rica es mejor.

Pero a veces reconozco que, cuando lo pienso siento escrúpulos de conciencia pero, bueno, ¿por qué te molesto con mis remordimientos?

– No, sigue -dijo él.

Sharon observó que el tipo estaba empezando a demostrar interés y decidió seguir hablando.

– Experimento sentimientos de culpabilidad, ¿sabes? Miro a mi alrededor. Veo a mucha gente buena y honrada trabajando duramente en oficinas, tiendas, fábricas, cumpliendo inestimables servicios, trabajando sin cesar ocho o más horas al día y cobrando ciento veinticinco, ciento setenta y cinco o doscientos cincuenta dólares a la semana, lo cual no es que esté mal, pero, una vez deducidos los impuestos, no les queda más que un sueldo esmirriado. Contraen deudas y siempre se encuentran con el agua al cuello.

Y miro a mi alrededor y veo lo que tengo. Aquí estoy, a los veintiocho años. Trabajo duro, es cierto, pero no más duro que otras personas. Y veo la recompensa que obtengo a cambio.

Una casa de veintidós habitaciones valorada en medio millón de dólares. Criados que me atienden en todos mis deseos.-Tres coches importados de carrocería especial. Vestidos sin cuento.

Suficientes inversiones como para permitirme no tener que trabajar, viajar a mi antojo y hacer lo que me venga en gana cuando me apetezca. Gracias a Félix Zigman. Es mi representante.

Y, ¿sabes una cosa?, me averguenza tener tanto, cuando hay otros que tienen tan poco.

No es justo, tal como tú dices, pero así es y no hay forma de que cambie la situación.

Había estado pendiente de todas y cada una de sus palabras tan fascinado como si ella fuera Sherezade.

– Sí -dijo-, sí, me alegro de que lo sepas. -Había vuelto a fruncir el ceño-. Hablar de dinero.

Es el único lenguaje que entiende la gente. El dinero, maldita sea. Le vio levantarse de la cama y vestirse en silencio.

– Pero te diré una cosa -añadió ella-. Te confieso que cuando desperté y me encontré aquí atada, comprendí por primera vez que el dinero no lo es todo. Comprendí que había algo más importante. La libertad.

Al principio, hubiera dado hasta el último céntimo a cambio de ser libre.

El siguió escuchándola sin dejar de vestirse y Sharon siguió hablando.

– Claro que, cuando tuvisteis la amabilidad de soltarme, mis sentimientos cambiaron.

Y, como tú sabes, no he echado de menos ninguno de los lujos superficiales que tengo en casa. Supongo que ello se debe a que he conseguido disfrutar de ciertas cosas que no se compran con dinero.

– Hermana, por lo que a mí respecta, no hay nada que no pueda comprarse con dinero -le dijo él abrochándose el cinturón.

– Tal vez. No sé. Pero no sé a qué te refieres.

Si dispusieras de todo el dinero que quisieras, ¿qué te comprarías? ¿Qué harías con él?

– No te importa -contestó él con impertinencia-, ya sé lo que haría.

– Dímelo.

– Otro día. Ahora no tengo ganas. Gracias por permitirme utilizar el saco. Hasta mañana. Y abandonó la estancia.

Ella permaneció tendida y esbozó una sonrisa.

La idea de su cabeza había cristalizado y tomado cuerpo, había superado la primera prueba.

El vago chaleco salvavidas se había transformado en una visible portezuela de salida.

En Las Vegas no apostarían demasiado por su éxito. Las trampas eran numerosas. Un resbalón por el camino significaría la muerte instantánea. Pero no esforzarse por alcanzarlo también podía equivaler a la muerte.

Por consiguiente, no le quedaba ninguna otra alternativa. Además, era jugadora por naturaleza.

Veinte minutos más tarde, Howard Yost, el vendedor de seguros, entró en el dormitorio cargado de cajas y paquetes como si creyera que había llegado Navidad y él era Papá Noel. Depositó los regalos sobre la tumbona y le dijo:

– ¡Todo es poco para mi amiga!

Ella chilló alborozada siguiendo el invisible guión, le abrazó, se dirigió corriendo hacia los regalos, y arrancó los papeles de envoltura bajo la mirada complacida de su benefactor, satisfecho de su generosidad.

Mientras abría los regalos no pudo evitar percatarse de su vulgar camisa deportiva estilo hawaiano y de sus llamativos pantalones estilo Palm Springs, la charrería en persona, y esperó que su estremecimiento de repugnancia lo hubiera interpretado él como un temblor de placer anticipado.

Se abrían ante sus ojos todos los dones de las Indias: un jersey de lana color púrpura que seguramente rascaba, dos faldas cortísimas, una de ellas plisada y destinada seguramente a jugar al tenis con pantaloncitos debajo pero sin pantaloncitos, dos sujetadores transparentes, varias horquillas, una bolsa de maquillaje, mullidas zapatillas de dormitorio y un corto camisón color de rosa.

– Ahora abre éste -le dijo él señalándole una pequeña caja.

La abrió y sacó dos trocitos de fina tela de algodón blanco.

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