– Veamos, ¿cuánto me cobra por aparcar en la zona de carga y descarga de delante?
– No puede alquilar eso.
– Quiero aparcar delante para que a los demás inquilinos les resulte un poco más complicado desvalijarme el coche.
Bosch sacó la cartera y deslizó cincuenta dólares por el mostrador.
– Si vienen los urbanos, dígales que no pasa nada.
– Sí.
– ¿Es usted el encargado?
– Y el propietario. Desde hace veintisiete años.
– Lo siento.
Bosch salió a buscar sus cosas. Tuvo que hacer tres viajes para subido todo a la habitación 214. La habitación estaba en la parte de atrás. Tenía dos ventanas que daban a un callejón desde las que se veía la fachada posterior de un edificio de una planta que albergaba dos bares y una tienda de vídeos para adultos. Pero Bosch ya sabía que no iba a encontrarse con un jardín. No era la clase de sitio donde uno se encuentra con un albornoz en el armario y caramelos de menta en la almohada por la noche. Sólo estaba un par de peldaños por encima de los lugares en los que le pasas el dinero al encargado a través de una rendija en el cristal antibalas.
Una de las habitaciones contaba con un escritorio, una cama, que sólo exhibía dos quemaduras de cigarrillo en la colcha, y una televisión montada en un soporte de acero atornillado a la pared. No había cable ni control remoto ni guía de programas gentileza de la casa. La otra habitación tenía un sofá de color verde gastado, una mesita para dos y una cocina americana con mini nevera, un microondas y una cocina económica de dos fogones. El cuarto de baño daba al pasillo que conectaba las dos habitaciones y era de baldosas blancas que se habían puesto amarillentas como la dentadura de un anciano.
A pesar de las circunstancias monótonas y de sus esperanzas de que se quedaría sólo temporalmente, Bosch se esforzó por transformar la habitación de hotel en un hogar. Colgó ropa en el armario, puso su cepillo de dientes y los utensilios para afeitarse en el cuarto de baño y preparó el contestador automático, aunque todavía nadie sabía su número. Decidió que por la mañana llamaría a la compañía telefónica y solicitaría que pusieran una grabación de desvío de llamadas en su número.
A continuación instaló el equipo de música en el escritorio. Por el momento dejó los altavoces en el suelo, uno a cada lado de la mesa. Buscó entre sus cedés y puso la grabación de Tom Waits titulada Blue Valentine, que no había escuchado en años.
Se sentó en la cama, junto al teléfono, escuchando a Waits y pensando en llamar a Jazz a Florida. Pero no estaba seguro de qué iba a decir o a preguntar. Pensó que sería mejor dejarlo por el momento. Encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. No pasaba nada en el callejón. Más allá de los techos de los edificios se veía la torre ornamentada del vecino Hollywood Athletic Club, uno de los últimos edificios bonitos que quedaban en Hollywood.
Cerró las cortinas con olor a humedad, se volvió y examinó su nuevo hogar. Al cabo de un rato, arrancó la colcha de la cama junto con el resto de las sábanas y volvió a hacerla con sus propias sábanas y manta. Sabía que era un pequeño gesto de continuidad, pero le hizo sentirse menos solo. También le hizo sentir que sabía lo que estaba haciendo con su vida en ese punto y le ayudó a olvidarse de Pounds durante un rato más.
Bosch se sentó en la cama recién hecha y se recostó en las almohadas colocadas contra el cabezal. Encendió otro cigarrillo. Examinó las heridas de sus dos dedos y vio que en lugar de costras había piel rosada. Se estaban curando bien. Esperaba que el resto de su ser se curara igual de bien. Pero lo dudaba. Sabía que era responsable. Y sabía que de algún modo tendría que pagar.
Sin reparar en ello, cogió el teléfono de la mesita y se lo puso en el pecho. Era un modelo antiguo, con dial. Bosch levantó el auricular y miró el dial. ¿A quién iba a llamar? ¿Qué iba a decir? Volvió a colgar el teléfono y se sentó en la cama. Tenía que salir.
Monte Kim vivía en Willis Avenue, en Sherman Oaks, en medio de una ciudad fantasma de edificios de apartamentos a los que habían asignado la etiqueta roja después del terremoto. El edificio de apartamentos de Kim era de color gris y blanco, estilo Cape Cod, y se hallaba entre otros dos que estaban vacíos. Al menos se suponía que debían estarlo. Al acercarse, Bosch vio que las luces se apagaban en uno de los edificios. Okupas, supuso. Como lo había sido Bosch, siempre alertas a la llegada del inspector de obras.
El edificio de Kim tenía aspecto de haber sido pasado por alto por el terremoto o de haber sido reparado ya por completo. Bosch dudaba que se tratara del segundo caso. Creía que el edificio era un testamento del azar de la violencia de la naturaleza, y quizá de un constructor que no había sido chapucero. El Cape Cod había permanecido en pie mientras los edificios de alrededor se resquebrajaban y se deslizaban.
Era un edificio rectangular común, con entradas a los apartamentos en cada uno de los lados. Pero para llegar a una de las puertas, tenían que abrirte una de las verjas de casi dos metros de altura. Los polis las llamaban verjas «siéntete bien» porque aunque lograban que los habitantes de las casas se sintieran mejor, eran inútiles. Lo único que hacían era establecer una barrera para los visitantes legítimos del edificio. Otros simplemente podían escalarla, y lo hacían en toda la ciudad. Las verjas «siéntete bien» estaban en todas partes.
Cuando la voz de Kim sonó en el interfono, Bosch sólo dijo que era la policía y le permitieron el paso. Sacó la cartera con la placa del bolsillo mientras se acercaba al apartamento ocho. Cuando Kim abrió, Bosch mostró la cartera de la placa por la puerta entreabierta. La sostuvo con el dedo en la placa a unos quince centímetros de la cara de Kim y ocultando las letras que ponían «teniente». Enseguida se la volvió a guardar.
– Lo siento. No he leído el nombre -dijo Kim, que todavía le bloqueaba el paso.
– Hyeronimus Bosch, pero me llaman Harry.
– Como el pintor.
– A veces me siento tan mayor que creo que a él lo llamaron así por mí. Ésta es una de esas noches. ¿Puedo entrar? No estaré mucho rato.
Kim lo condujo a la sala de estar con cara de desconcierto. Era una sala de buen tamaño y agradable, con un sofá, dos sillas y una chimenea de gas junto al televisor. Kim ocupó una de las sillas y Bosch se sentó en un extremo del sofá. Se fijó en un caniche blanco que estaba durmiendo en la alfombra, al lado de la silla de Kim. Éste era un hombre con sobrepeso y de rostro amplio y rubicundo. Llevaba gafas que le apretaban las sienes y lo que le quedaba de pelo estaba teñido de castaño. Vestía un cardigan rojo encima de una camisa blanca y unos pantalones de soldado. Bosch supuso que Kim apenas tenía sesenta. Había esperado un hombre mayor.
– Supongo que ahora es cuando yo pregunto «¿de qué se trata todo esto?»
– Sí, Y supongo que ahora es cuando se lo digo. El problema es que no sé bien por dónde empezar. Estoy investigando dos homicidios. Probablemente pueda ayudarme. Pero me preguntaba si iba a permitirme que antes le haga unas preguntas de hace algún tiempo. Cuando hayamos terminado le explicaré por qué.
– No me parece usual, pero…
Kim levantó las dos manos e hizo ademán de que no tenía problemas. Hizo un movimiento en su silla para sentirse más cómodo. Se fijó en el perrito y entrecerró los ojos como si eso fuera a ayudarle a comprender y responder mejor a las preguntas. Bosch vio una película de sudor que se revelaba en el paisaje defoliado de su cuero cabelludo.
– Usted fue periodista del Times ¿durante cuánto tiempo?
– Oh, chico, eso fue sólo unos años a principios de los sesenta. ¿Cómo sabe eso?
– Señor Kim, deje que haga yo las preguntas primero. ¿Qué tipo de periodismo hacía?