La mente necesita otro coche, otras vacaciones, una casa para invitar a tus amigos: todas esas necesidades que no eres capaz de satisfacer plenamente están en la mente. Pues bien, lo mismo ocurre con el sexo. Cuando la necesidad está en la mente, no es posible satisfacerla. Cuando la necesidad está en la mente también están ahí todo el juicio y todo el conocimiento, lo que hace muy difícil hacerle frente al sexo. La mente no necesita sexo. Lo que realmente necesita es amor, no sexo. Más que la mente, es tu alma la que necesita amor, porque tu mente es capaz de sobrevivir con el miedo. El miedo también es energía y alimento para la mente: no exactamente el alimento que deseas, pero funciona.
Necesitamos liberar al cuerpo de la tiranía de la mente, ya que cuando ésta deja de necesitar comida y sexo, todo resulta muy fácil. Para ello, el primer paso que hay que dar es dividir las necesidades en dos categorías: en las necesidades que tiene el cuerpo, y en las necesidades que tiene la mente.
La mente confunde las necesidades del cuerpo con las suyas porque necesita saber: «¿Quién soy yo?». Vivimos en un mundo de ilusión y no tenemos la menor idea de qué somos. Por lo tanto, la mente elabora todas estas preguntas. «¿Qué soy yo?» se convierte en el mayor misterio y cualquier respuesta satisface la necesidad de sentirse a salvo. La mente dice: «Yo soy el cuerpo. Yo soy lo que veo; yo soy lo que pienso; yo soy lo que siento; siento dolor; estoy sangrando».
La afinidad entre la mente y el cuerpo es tan grande que la mente se cree el siguiente postulado: «Yo soy el cuerpo». El cuerpo tiene una necesidad y la mente dice: «Yo necesito». La mente se toma como algo personal todo lo que tiene relación con el cuerpo porque intenta comprender «¿Qué soy yo?». Por eso resulta completamente normal que, en un momento determinado, la mente empiece a ganar control sobre el cuerpo. Y vives tu vida de esta manera hasta que sucede algo que te conmociona y te permite ver lo que no eres.
Sólo empiezas a cobrar conciencia cuando ves lo que no eres, cuando tu mente empieza a comprender que no es el cuerpo. Cuando se dice a sí misma: «Entonces, ¿qué soy yo? ¿Soy la mano? Si me corto la mano, todavía sigo siendo yo. Entonces, no soy la mano». Eliminas lo que no eres hasta que, al final, lo único que queda es lo que realmente eres. La mente atraviesa un largo proceso hasta descubrir su propia identidad. En ese proceso liberas tu historia personal, lo que te hace sentir seguro, hasta que finalmente comprendes lo que en verdad eres.
Descubres que no eres lo que crees que eres porque nunca escogiste tus creencias, que estaban ahí cuando naciste. Descubres que tampoco eres el cuerpo, porque empiezas a funcionar sin él. Empiezas a advertir que no eres el sueño, que no eres la mente. Y si profundizas más, te llegas a dar cuenta de que tampoco eres el alma. Entonces, lo que descubres resulta verdaderamente increíble. Descubres que lo que eres es una fuerza: una fuerza que le permite a tu cuerpo vivir, una fuerza que permite que tu mente sueñe.
Sin ti, sin esa fuerza, tu cuerpo se derrumbaría. Sin ti, todo tu sueño se disolvería hasta convertirse en nada. Lo que realmente eres es esa fuerza que es la Vida. Y si miras a los ojos de alguien que esté cerca de ti descubrirás esa conciencia propia, la manifestación de la Vida que brilla en ellos. La vida no es el cuerpo, no es la mente, no es el alma. Es una fuerza, y por medio de esta fuerza un recién nacido se convierte en un niño, en un adolescente, en un adulto; se reproduce y envejece. Cuando la Vida abandona el cuerpo, este se descompone y se convierte en polvo.
Eres Vida que atraviesa tu cuerpo, que atraviesa tu mente, que atraviesa tu alma. Y una vez que descubres esto, no con la lógica, no con el intelecto, sino porque la sientes, descubres que eres la fuerza que hace que se abran y se cierren las flores, que hace que el colibrí vuele de una flor a otra, que estás en cada árbol, en cada animal, en cada vegetal y en cada roca. Eres esa fuerza que mueve el viento y que respira a través de tu cuerpo. Todo el universo es un ser viviente movido por esa fuerza, y eso es lo que tú eres. Eres vida.
IX. La cazadora divina
En la mitología griega existe una historia sobre Artemisa, la cazadora divina. Artemisa era la cazadora suprema porque podía cazar sin tener que esforzarse demasiado. Satisfacía sus necesidades con gran facilidad y vivía en perfecta armonía con el bosque. Era amada por todos los animales, y ser cazado por ella se consideraba un honor. Nunca daba la impresión de estar cazando; todo lo que necesitaba se le acercaba y eso es lo que la convertía en la mejor cazadora, pero, a la vez, también, en la presa más difícil. Su forma animal era la de un ciervo mágico al que resultaba casi imposible cazar.
Y así vivió Artemisa en perfecta armonía con el bosque, hasta que, un día, el rey le dio una orden a Hércules, el hijo de Zeus, que iba en busca de su propia trascendencia. Le ordenó que cazara al ciervo mágico de Artemisa. Hércules, invicto hijo de Zeus, no se negó, y se adentró en el bosque para cumplir su misión. El ciervo, cuando vio a Hércules, no se asustó, e incluso le permitió acercarse. Sin embargo, al ver que éste se disponía a capturarlo, se alejó corriendo, poniendo claramente de manifiesto que a menos que sus dotes de cazador fuesen mejores que las de Artemisa, jamás podría cazarlo.
Ante esta situación, Hércules recurrió a Hermes, el mensajero de los dioses por ser el más rápido, para que le prestase sus alas, lo que le permitió ser más rápido que Hermes, y cazar la presa más valiosa. Ya te puedes imaginar la reacción de Artemisa. Había sido cazada por Hércules, y por supuesto, quiso vengarse. No obstante, aunque hizo todo lo que pudo para capturar a Hércules, éste se había convertido en la presa más difícil. Hércules gozaba de plena libertad y, aunque Artemisa no cejó en su intento, no fue capaz de conseguir atraparlo.
A todo esto, Artemisa no necesitaba a Hércules para nada. Sentía una imperiosa necesidad de capturarlo, pero no se trataba de nada más que de una ilusión. Creía que estaba enamorada de él y lo quería para ella sola, de manera que lo único que tenía en la mente era conseguirlo, y esto llegó a convertirse en una obsesión que la llevó a perder la felicidad. Empezó a cambiar. Dejó de estar en armonía con el bosque, y se puso a cazar sólo por el placer de conseguir una presa. Y así rompió sus propias reglas y se convirtió en una predadora. Ahora los animales le tenían miedo y el bosque empezó a rechazarla; sin embargo, a ella no le importó. No era capaz de ver la verdad; Hércules era lo único que ocupaba su mente.
Había muchos trabajos que requerían la atención de Hércules, pero aun así, en ocasiones iba al bosque a fin de visitar a Artemisa. Y cada vez que acudía, ella hacía todo lo que estaba en sus manos para cazarlo. Cuando estaba con Hércules, se sentía desbordada de felicidad por estar a su lado, aunque sabía que él se marcharía, lo que la hacía sentirse celosa y posesiva. Cada vez que Hércules se marchaba, ella sufría y lloraba.
Lo odiaba y lo amaba al mismo tiempo. Hércules no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo en la mente de Artemisa; no advirtió que pretendía cazarlo. En su mente, él no se consideró nunca una presa. Amaba y respetaba a Artemisa, pero no era eso lo que ella deseaba. Quería poseerlo; quería cazarlo y ser su predadora. Por supuesto, en el bosque todos advirtieron el cambio que había experimentado Artemisa, excepto ella. En su mente seguía considerándose la cazadora divina. No había cobrado conciencia de que había fallado. No era consciente de que el bosque, que antes había sido el cielo, ahora se había convertido en un infierno, porque, tras su caída, el resto de los cazadores cayeron con ella y todos se convirtieron en predadores.
Un día, Hermes adoptó una forma animal, y en el mismo instante en que ella se disponía a destrozarlo, se convirtió en un Dios, lo que le permitió descubrir de nuevo la sabiduría que había perdido. Hermes le explicó que había fallado, y con esta nueva conciencia, Artemisa se acercó a Hércules y solicitó su perdón. Lo que había provocado su caída no había sido nada más que su importancia personal. Al hablar con Hércules comprendió que no había llegado a ofenderlo nunca porque él desconocía lo que había estado sucediendo en su mente. Entonces, contempló el bosque y vio lo que le había hecho. Pidió disculpas a cada flor y a cada animal hasta que recobró el amor, y así se convirtió, de nuevo, en la cazadora divina.