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En Cotonu, Maou y Fintan caminaron por el largo dique que cortaba las olas. En el puerto descargaban numerosos navios de transporte. Más allá, las barcas de los pescadores rodeadas de pelícanos.

Maou se puso su vestido de gasa, el mismo con el que se bañó en Takoradi. En el mercado de Lomé compró un nuevo sombrero de paja. No quería ni oír hablar del casco. «Eso es cosa de gendarmes», decía. Fintan rehusaba llevar sombrero. Su pelo castaño, lacio, de flequillo recto en la frente, hacía las veces de casco. Desde el día del baño en Takoradi no le apetecía descender a tierra. Se quedaba en cubierta, haciendo compañía al segundo Heylings que vigilaba el movimiento de mercancías.

El cielo estaba bajo, de un gris lechoso. Hacía un calor tórrido desde primeras horas del día. En los muelles, los estibadores amontonaban las cajas de mercancías y preparaban las que iban a embarcar, las pacas de algodón, los sacos de cacahuete. Los palos de carga izaban las redes repletas de mercancías. No quedaba nadie en la cubierta de carga. Todo el mundo había bajado, las mujeres con sus retoños envueltos en sus velos y los fardos encima de la cabeza. Se daba así un silencio extraño: las cuadernas y el casco del buque habían cesado de resonar, las máquinas estaban paradas. Si acaso el ronroneo continuo del generador que accionaba los palos de carga. Por las escotillas abiertas de par en par se veía la cala, el polvo que ascendía iluminado por las bombillas.

«Maou, ¿adonde vas?»

«Vuelvo enseguida, amor mío.»

Fintan miraba con recelo cómo descendía el portalón, seguida por el odioso Gerald Simpson.

«Ven, vamos a pasear por el malecón, vamos a ver la ciudad.»

Fintan se negaba. Tenía un nudo en la garganta, no sabía bien por qué. Tal vez porque un día pasaría lo mismo, habría que bajar por este portalón, entrar en una ciudad, y allí estaría ese hombre esperándolos que diría: «Soy Geoffroy Alien, soy tu padre. Ven conmigo a Onitsha.» Y también cuando miraba la silueta blanca de Maou, su vestido blanco hinchado al viento como una vela. Ella le daba el brazo al inglés, escuchaba sus peroratas sobre África, los negros, la jungla. Era insoportable. Así es que se encerraba en el camarote sin ventanas, encendía la lamparilla y se ponía a escribir una historia en un cuadernillo de dibujo, con un lápiz graso. Escribía primero el título, en mayúsculas: UN LARGO VIAJE.

Luego empezaba a escribir la historia:

ESTHER. ESTHER LLEGÓ A ÁFRICA EN 1948.

SE ECHA AL MUELLE Y SE ENCAMINA A LA SELVA.

Daba gusto, escribir esta historia encerrado en el camarote, sin un ruido, con la luz de la lamparilla y el calor del sol elevándose sobre el casco del buque inmóvil.

EL BARCO SE LLAMA NÍGER. REMONTA EL RÍO DURANTE DÍAS.

Fintan sentía en la frente la quemazón del sol, como antes en San Martín. Un punto de dolor entre los ojos. La abuela Aurelia decía que era su tercer ojo, el ojo que servía para leer el porvenir. Todo era tan lejano, tan antiguo. Como si jamás hubiera existido. En la selva Esther camina rodeada de peligros, acechada por leopardos y cocodrilos. LLEGA A ONITSHA. LE TIENEN PREPARADA UNA GRAN CASA, CON UNA COMIDA, Y UNA HAMACA. ESTHER ENCIENDE UN FUEGO PARA ESPANTAR A LAS FIERAS. El tiempo era una quemazón que progresaba por la frente de Fintan, igual que antes cuando el sol del verano ascendía muy alto sobre el valle del Stura. El tiempo tenía el sabor amargo de la quinina, el olor acre del cacahuete. El tiempo era frío y húmedo como las mazmorras de los esclavos en Gorea. ESTHER MIRA LAS TORMENTAS SOBRE LA SELVA. UN NEGRO HA TRAÍDO UN GATO. I AM HUNGRY, DICE ESTHER. ENTONCES TE DOY EL GATO. ¿PARA COMÉRMELO? NO, COMO PRUEBA DE AMISTAD. La noche llegaba, aliviada la quemazón del sol en la frente de Fintan. Él oía la voz de Maou en el pasillo, el acento chillón de Gerald Simpson. Afuera hacía fresco. Las descargas eléctricas rasgaban el cielo en silencio.

En la cubierta de primeras se encontraba el señor Heylings con el torso desnudo y en pantalón corto caqui. Fumaba mientras miraba el trajín de los palos de carga. «¿Qué haces ahí, Junge? ¿Has perdido a tu mamá?» Y asía al muchacho por la cabeza; le aprisionaba la frente con sus poderosas manos y lo levantaba con todo mimo, hasta que los pies de Fintan se separaban del suelo. Cuando Maou tuvo ocasión de verlo, exclamó: «¡No! ¡Va usted a desgraciarme a mi niño!» El segundo se reía, columpiaba a Fintan por la cabeza. «Esto les viene bien, señora, ¡así crecen!»

Fintan se zafaba. En cuando veía al señor Heylings, se mantenía a distancia.

«Mira aquello; es el canal de Porto Novo. La primera vez que navegué por aquí era muy joven. Mi barco zozobró.» Señalaba el horizonte, unas islas perdidas en medio de la noche. «Nuestro capitán había bebido, ya sabes, atravesó el barco en un banco de arena por culpa de la marea. Nuestro barco taponaba la entrada del canal, ¡nadie podía pasar hacia Porto Novo! ¡Qué risa!»

Aquella noche hubo una gran fiesta en el Surabaya. Era el cumpleaños de Rosalind, la mujer de un oficial inglés. El comandante lo organizó todo. Maou estaba bastante excitada: «Sabes, Fintan, ¡vamos a bailar! Habrá música en el salón de primeras, todo el mundo está invitado.» Le brillaban los ojos. Parecía una colegiala. Dedicó un buen rato a escoger entre sus prendas un vestido, una rebeca, unos zapatos. Se puso polvos de belleza, carmín, peinó sus hermosos cabellos con detenimiento.

A partir de las seis era de noche. Los marineros holandeses habían colgado guirnaldas de bombillas. El Surabaya semejaba un voluminoso pastel. No se sirvió cena aquella velada. En el gran salón de primeras habían apartado a un lado los sillones y dispuesto una larga mesa cubierta con manteles blancos. En la mesa, ramilletes de flores rojas, cestas de fruta, botellas,. bandejas con aperitivos, guirnaldas de papel y, en un rincón, un gran ventilador que recordaba un avión por su sonido.

Fintan permanecía en el camarote sentado en la litera, con el cuaderno a la luz de la lamparilla.

«¿Qué haces?», preguntó Maou. Se acercó con la intención de leer, pero Fintan cerró el cuaderno.

«Nada, nada, son mis deberes.»

Ya se le había pasado el dolor de la frente. El aire era suave y liviano. El oleaje subía y bajaba el casco contra la escollera. África quedaba muy lejos. Perdida en la noche al final de la escollera, en todos los canales e islas anegados por la marea creciente. El agua del río fluía con calma en torno al buque. El señor Heylings se presentó a recoger a Maou. Vestía su elegante uniforme blanco, con sus galones, y su gorra demasiado pequeña para su cabeza de gigante.

«Ves, Junge -siempre llamaba así a Fintan, en su lengua-, ya estamos aquí, en brazos del gran río Níger, esta agua que ves correr es la suya. El río Níger lleva tanta agua que desala el mar, y cuando llueve muy lejos, en la región de Gao, en el desierto, el mar aquí se vuelve rojo, bajan troncos de árboles e incluso animales ahogados que acaban siendo arrojados a las playas.»

Fintan miraba el agua negruzca en torno al Surabaya, como si de verdad fuera a ver a ahogados flotando.

Cuando empezó la fiesta, Maou tiró de Fintan hasta el gran salón de primeras que iluminaban con pompa lámparas y guirnaldas. Había ramilletes en las mesas, flores colgadas de las viguetas de hierro. Los oficiales ingleses iban de blanco, escoltaban al comandante holandés, un gordo barbudo con la cara congestionada. Pese a que el ventilador giraba a pleno rendimiento, hacía mucho calor, debido probablemente a las numerosas bombillas. Las caras relucían sudorosas. Las mujeres llevaban vestidos vaporosos, escotados, aliviaban su sofoco con abanicos españoles comprados en Dakar, o con los menús.

Cerca de la larga mesa adornada con flores se hallaban de pie los huéspedes de honor, el coronel Metcalfe y su mujer Rosalind, bien tiesos en sus trajes de gala. Los auxiliares holandeses servían el champán, los zumos de frutas. Maou llevó a Fintan hasta el ambigú. Parecía excitada en extremo, casi ansiosa.

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